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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vestido para la muerte (4 page)

BOOK: Vestido para la muerte
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Brunetti oyó a su espalda un portazo y una voz de hombre que gritaba:

—Eh, usted, ¿qué está haciendo ahí? ¡Apártese ahora mismo!

Brunetti dio media vuelta y, tal como esperaba, vio a un hombre con uniforme de policía que se acercaba andando deprisa, procedente de la puerta trasera del edificio. Como Brunetti lo miraba pero no se apartaba del matorral, el policía desenfundó el revólver y gritó:

—Levante las manos y acérquese a la valla.

Brunetti dio media vuelta y se dirigió hacia el policía andando como si pisara un terreno pedregoso, con los brazos extendidos hacia los lados para mantener el equilibrio.

—Que las levante he dicho —gruñó el policía cuando Brunetti llegó a la cerca.

El policía tenía un arma en la mano, por lo que Brunetti no trató de hacerle comprender que ya llevaba las manos levantadas, aunque no por encima de la cabeza. Sólo dijo:

—Buenas tardes, sargento. Soy el comisario Brunetti de Venecia. ¿Ha tomado declaración a los de ahí dentro?

El hombre tenía unos ojos muy pequeños en los que no brillaba una gran inteligencia, aunque sí la suficiente como para que Brunetti advirtiera que se daba cuenta del dilema que se le planteaba: o pedir a un comisario de policía que se identificara o dejar marchar a un impostor.

—Perdón, comisario, pero me daba el sol en los ojos y no lo he reconocido —dijo el sargento, a pesar de que tenía el sol sobre el hombro izquierdo. Pero hubiera podido salvarse con esto, ganándose el respeto de Brunetti, mal que a éste le pesara, de no haber remachado—: Es muy desagradable salir al sol tan bruscamente desde un sitio oscuro. Además, no esperaba a nadie más.

En la placa que llevaba en el pecho se leía el apellido: «Buffo».

—Parece ser que Mestre va a estar sin comisarios durante un par de semanas, y me envían a mí para que lleve la investigación.

Brunetti se agachó y pasó por el agujero de la valla. Cuando enderezó el cuerpo, el revólver de Buffo estaba enfundado y la funda, abrochada.

Brunetti empezó a andar hacia la puerta trasera del matadero. Buffo iba a su lado.

—¿Qué información le ha dado esa gente?

—Nada más de lo que ya había averiguado esta mañana, cuando nos llamaron. Un matarife, Bettino Cola, encontró el cadáver poco después de las once. Había salido a fumar un cigarrillo y fue hasta la cerca porque decía que había visto unos zapatos en el suelo.

—¿Y no había tales zapatos? —peguntó Brunetti.

—Sí, señor. Allí estaban cuando llegamos nosotros.

Cualquiera que le oyese podía pensar que Cola había puesto los zapatos allí para alejar las sospechas de sí. Brunetti detestaba a los policías duros tanto como cualquier simple ciudadano o cualquier criminal.

—El que llamó dijo que había una puta en un campo. Yo me personé e hice la inspección ocular. Pero era un hombre —concluyó Buffo, y escupió.

—Según mis informes, se trata de un homosexual que ejercía la prostitución —dijo Brunetti con voz átona—. ¿Ha sido identificado?

—No, señor, todavía no. Hemos pedido que le hagan fotos en el depósito, pero está muy desfigurado. Después, un dibujante hará un esbozo del aspecto que debía de tener antes. Lo haremos circular por ahí y antes o después alguien lo reconocerá. Son muy conocidos estos chicos —dijo Buffo con una sonrisa que tenía mucho de mueca y prosiguió—: Si era de por aquí, no tardaremos en tener una identificación.

—¿Y si no lo era? —preguntó Brunetti.

—Entonces nos costará más tiempo, imagino. O quizá no lleguemos a saber quién era. En cualquier caso, no se habrá perdido mucho.

—¿Y eso por qué, sargento Buffo? —preguntó Brunetti suavemente, pero Buffo sólo captó las palabras, no la entonación.

—¿Y qué falta hacen? Son todos unos degenerados. Están llenos de sida y no tienen escrúpulos en contagiárselo a trabajadores decentes. —Volvió a escupir.

Brunetti se paró y se volvió de cara al sargento.

—Tal como yo lo veo, sargento Buffo, estos trabajadores decentes que tanto le preocupan se contagian del sida porque pagan a esos «degenerados» para darles por el culo. Que no se nos olvide. Y que tampoco se nos olvide que ese hombre, quienquiera que fuera, ha sido asesinado y nuestro deber es encontrar al asesino. Aunque sea un trabajador decente.

Dicho esto, Brunetti abrió la puerta y entró en el matadero. Prefería la inmundicia de dentro a la de fuera.

4

Dentro, Brunetti averiguó poco más; Cola repitió su declaración, y el encargado la corroboró. Buffo, hoscamente, le dijo que ninguno de los hombres que trabajaban en el matadero había visto nada extraño, ni aquella mañana ni el día anterior. Las putas habían llegado a integrarse en el paisaje de tal modo que ya nadie se fijaba en ellas ni en lo que hacían. Ninguno de los hombres recordaba haberlas visto en el campo que había detrás del matadero, lo que no era de extrañar, con aquel olor. De todos modos, si alguna hubiera rondado por allí, nadie le hubiera prestado atención.

Una vez informado de todo ello, Brunetti volvió al coche y dijo al conductor que lo llevara a la
questura
de Mestre. El agente Scarpa, que ya se había puesto la chaqueta, bajó del coche y subió al del sargento Buffo. Cuando los dos coches circulaban hacia Mestre, Brunetti bajó a medias el cristal, para que entrase un poco de aire, aunque fuera caliente, para diluir el olor a matadero que le impregnaba la ropa. Al igual que la mayoría de italianos, Brunetti se burlaba de la dieta vegetariana, que tachaba de una de tantas manías de personas sobrealimentadas, pero hoy la idea le parecía perfectamente razonable.

En la
questura
, su conductor lo llevó al primer piso y le presentó al sargento Gallo, un hombre cadavérico, de ojos hundidos, que daba la impresión de que, con los años, la misión de perseguir al criminal le había consumido las carnes.

Cuando Brunetti se hubo sentado a un lado del escritorio de Gallo, el sargento le dijo que podía añadir muy poco a lo que Brunetti ya sabía, aparte del informe preliminar verbal del forense: muerte a consecuencia de los golpes recibidos en la cabeza y en la cara, acaecida entre doce y dieciocho horas antes de que se encontrara el cuerpo. El calor hacía difícil precisarlo. Por las partículas de óxido halladas en algunas de las heridas y por la forma de éstas, el forense suponía que el arma del crimen era un objeto de metal, probablemente un trozo de tubo, un cuerpo cilíndrico, desde luego. El laboratorio no enviaría los resultados de los análisis de sangre y del contenido del estómago hasta el miércoles por la mañana como mínimo, por lo que aún no se sabía si la víctima se encontraba bajo los efectos de drogas o alcohol en el momento de la muerte. Puesto que muchas de las prostitutas de la ciudad y casi todos los travestis eran drogadictos, ello parecía probable, aunque, al parecer, no se habían encontrado en el cuerpo indicios de que se inyectara. El estómago estaba vacío, pero se observaban señales de que había comido por lo menos seis horas antes de la muerte.

—¿Qué hay de la ropa? —preguntó el comisario.

—Vestido rojo, de fibra sintética, barato. Zapatos rojos, recién estrenados, del número cuarenta y uno. Los haré examinar, para ver si damos con el fabricante.

—¿Tenemos fotos? —preguntó Brunetti.

—No estarán listas hasta mañana por la mañana, pero a juzgar por los informes de los agentes que lo trajeron, quizá prefiera no verlas.

—¿Tan mal estaba? —preguntó Brunetti.

—El que lo hizo debía de odiarlo mucho o estar fuera de sí. No le queda nariz.

—¿Mandará hacer un dibujo?

—Sí, señor, pero será pura especulación. El dibujante no podrá guiarse más que por la forma de la cara y el color de los ojos. Y el pelo. —Gallo hizo una pausa y agregó—: Pelo muy fino, con una calva de tamaño más que regular, por lo que supongo que debía de llevar peluca, cuando, bueno, cuando trabajaba.

—¿Han encontrado la peluca? —preguntó Brunetti.

—No, señor. Y parece que lo mataron en otro sitio y luego lo trasladaron.

—¿Pisadas?

—Sí, señor. Los del equipo técnico dicen que encontraron una serie que iba hacia las matas y otra serie que volvía.

—¿Más hondas las que iban?

—Sí, señor.

—Así que lo llevaron hasta allí y lo tiraron entre la maleza. ¿De dónde procedían las huellas?

—Hay una carretera estrecha que discurre por el borde del campo que hay detrás del matadero. Parece que venían de allí.

—¿Algo en la carretera?

—Nada. Hace semanas que no llueve, por lo que un coche y hasta un camión hubiera podido parar allí sin dejar señales. Sólo tenemos las pisadas. De hombre. Número cuarenta y tres.

Era el de Brunetti.

—¿Tienen una lista de travestis?

—Sólo de los que han tenido algún percance.

—¿Qué clase de percances suelen tener?

—Lo de siempre. Drogas. Reyertas entre ellos. De vez en cuando, uno se pelea con algún cliente. Generalmente, por dinero. Pero ninguno ha estado involucrado en nada serio.

—Y las peleas, ¿son violentas?

—Nada comparable a esto. Ni mucho menos.

—¿Cuántos puede haber?

—Tenemos fichados a unos treinta, pero supongo que son sólo una pequeña parte. Muchos son de Pordenone o de Padua. Parece que allí marcha muy bien el negocio.

La primera era la ciudad importante más próxima a instalaciones militares norteamericanas e italianas. Esto hacía de Pordenone un lugar propicio. Pero, ¿Padua? ¿La universidad? Mucho tenían que haber cambiado las cosas desde que Brunetti se había licenciado en derecho.

—Me gustaría mirar esas fichas esta noche. ¿Puede pedir que me hagan fotocopias?

—Ya están hechas —dijo Gallo entregándole una gruesa carpeta azul que tenía encima de la mesa.

Al tomar la carpeta de manos del sargento, Brunetti descubrió que incluso allí, en Mestre, a menos de veinte kilómetros de su casa, con toda probabilidad lo tratarían como a un forastero, de modo que buscó un común denominador que le permitiera encajar en una unidad operativa, dejar de ser el comisario que viene de fuera.

—Pero usted es veneciano, ¿verdad, sargento? —Gallo asintió y Brunetti agregó—: ¿Castello?

Gallo volvió a mover la cabeza afirmativamente pero ahora con una sonrisa, como si supiera que su acento lo delataría dondequiera que fuese.

—¿Y qué hace aquí, en Mestre? —preguntó Brunetti.

—Ya sabe lo que ocurre, comisario. Me cansé de buscar apartamento en Venecia. Mi mujer y yo estuvimos dos años buscando, pero es imposible. Nadie quiere alquilar a un veneciano, tienen miedo de que no te marches nunca. Y, si quieres comprar… cinco millones el metro cuadrado. ¿Quién puede pagar eso? Así que nos vinimos aquí.

—Parece que le pesa, sargento.

Gallo se encogió de hombros. Su caso no era único. Muchos venecianos tenían que abandonar la ciudad a causa de los astronómicos alquileres y los precios de las viviendas.

—Siempre es duro tener que marcharse de casa, comisario —dijo, pero a Brunetti le pareció que ahora su voz ya tenía un acento más cálido.

Volviendo al caso que les ocupaba, Brunetti preguntó, golpeando la carpeta con el índice:

—¿Hay aquí alguien en quien ellos tengan confianza?

—Teníamos a un agente, Benvenuti, pero se retiró el año pasado.

—¿Nadie más?

—No, señor. —Gallo se quedó en suspenso, como si no acabara de decidirse a decir lo que pensaba—. Me parece que muchos de los agentes jóvenes… en fin, me parece que no se toman en serio a esos chicos.

—¿Qué le hace decir eso, sargento Gallo?

—Si alguno hace una denuncia, porque un cliente le ha golpeado, no porque no le haya pagado, que eso es algo sobre lo que la policía no tiene control, bien, ningún agente quiere ser enviado a investigar, aunque tengamos el nombre del que lo ha hecho. Y, si van a interrogarlo, generalmente la cosa no pasa de ahí.

—Esa misma impresión, incluso más acentuada, me dio el sargento Buffo —dijo Brunetti.

Al oír el nombre, Gallo apretó los labios, pero no hizo ningún comentario.

—¿Y qué hay de las mujeres? —preguntó Brunetti.

—¿Las prostitutas?

—Sí. ¿Hay mucho contacto entre ellas y los travestis?

—Nunca ha habido problemas, que yo sepa, pero no tengo idea de cómo se llevan entre ellos. No creo que exista competencia por la clientela, si es eso lo que quiere decir.

Brunetti no estaba seguro de lo que había querido decir, y comprendió que sus preguntas no tendrían un objetivo claro hasta que leyera las fichas de la carpeta azul o hasta que alguien pudiera identificar al muerto. Mientras tanto, no podría hablarse de móvil ni tratar de comprender lo sucedido.

El comisario se levantó y miró su reloj.

—Me gustaría que su conductor fuera a recogerme mañana por la mañana a las ocho y media. Y, a ser posible, que el dibujante ya tuviera el boceto terminado. Tan pronto como puedan disponer de él, si es posible, esta misma noche, que por lo menos dos agentes empiecen a enseñarlo a los travestis y les pregunten si saben quién era o si tienen noticia de que ha desaparecido alguien de Pordenone o de Padua. Que pregunten a las prostitutas si también los travestis trabajan en la zona en la que se encontró el cadáver o si alguna vez han visto a alguno por allí. —Tomó la carpeta—. Esta noche repasaré las fichas.

Gallo había ido anotando las instrucciones de Brunetti y ahora se levantó y fue con él hasta la puerta.

—Hasta mañana, comisario. —Volvió al escritorio y alargó la mano hacia el teléfono—. Abajo encontrará al conductor que le llevará a
piazzale
Roma.

Mientras el coche de la policía iba por el paso elevado camino de Venecia, Brunetti miraba hacia la derecha, a las nubes de humo gris, blanco, verde y amarillo que brotaba del bosque de chimeneas de Marghera. En todo lo que alcanzaba la mirada se extendía sobre el vasto polígono industrial una capa de humo que los rayos del sol poniente convertían en una radiante visión del siglo próximo. Deprimido por la idea, volvió la mirada hacia Murano y la lejana torre de la basílica de Torcello, donde, según algunos historiadores, empezó a germinar la idea de Venecia hacía más de mil años, cuando los habitantes de la costa se desplazaron hacia las marismas huyendo de los hunos invasores.

El conductor hizo un rápido viraje para sortear una enorme autocaravana con matrícula alemana que les había cortado el paso al salir del aparcamiento de Tronchetto, lo que hizo volver al presente a Brunetti. Otra vez los hunos, y ahora no había adonde escapar.

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