Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (8 page)

BOOK: Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles
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Ricardo Yesares sintió que un violento escalofrío le recorría el cuerpo cuando vio en el centro de la estancia, caído en el suelo y con la blanca camisa empapada en sangre, el cuerpo de James Darby. Su inmovilidad era tan absoluta y sus ojos estaban tan desorbitadamente abiertos, que no cabía la menor duda acerca de que el forastero de Chicago, que decía ser autor de novelas, había pasado a mejor vida.

Teodomiro Mateos se volvió lentamente hacia Yesares.

—Como ve, no me engañó usted —dijo secamente.

—Le repito que no le avisé, señor Mateos —tartamudeó Yesares—. Yo no sabía nada.

—¿No sabía nada? Bien…

Mateos acercóse al cadáver, y se arrodilló junto a él. Por puro formulismo, trató de captar algún latido de corazón, que había sido atravesado por un largo cuchillo que no se veía en ninguna parte.

—Está muerto… y bien muerto —dijo el jefe de policía. Y dirigiéndose a Yesares, agregó—: Mal asunto para usted, amigo Yesares.

—Ya lo sé —refunfuñó el dueño de la posada—. No es agradable que en mi casa se asesine a mis huéspedes, señor Mateos.

—Menos agradable debe de ser para el muerto —dijo Mateos—. ¿Qué se ha hecho del arma utilizada?

Mateos comenzó a buscar a su alrededor. Al llegar a la mesita, donde estaba la lámpara que iluminaba la estancia, lanzó una exclamación de asombro, mezcla de alegría y disgusto.

—¿Qué sucede? —preguntó Yesares.

—Que ya tenemos al asesino… —replica Mateos—. No esperaba que
El Coyote
hiciera una cosa semejante.

Al decir esto, el jefe de policía agitó un papel que había cogido de encima de la mesa.

Yesares comprendió en seguida qué papel era aquel. Él mismo lo había dejado aquella mañana al pie de la lámpara y…

Mateos estaba leyendo en voz alta:

Señor Darby: Conozco los motivos que le traen aquí. No intente descubrir lo qué otros ya intentaron. Ellos lo pagaron muy caro. Usted también lo pagaría.

—Y la firma es la del
Coyote
—terminé el jefe de policía—. Por lo visto, Darby lo acorraló y
El Coyote
se vio obligado a asesinarle. Me parece que ahora le cazarán. Todos los hombres de Pinkerton se lanzarán en pos de él. Incluso el Gobierno Federal tomará las medidas necesarias para exterminarlo.

Pero la expresión de Mateos desmentía el entusiasmo de su voz. Yesares comprendió que las dos últimas
hazañas
del
Coyote
, o sea, el robo en la casa de juego y el asesinato de Darby colocaban a Mateos en una posición desagradable Él había insistido muchas veces en que la actuación del
Coyote
era la de un hombre justiciero, cuya mano alcanzaba mucho más lejos que la a veces ineficaz de la justicia. Incluso algunos de sus éxitos los había debido Mateos a la ayuda que en secreto le prestó
El Coyote
.

—Lo que no comprendo es quién me ha avisado —murmuró el jefe de policía—. ¿Usted no ha sido, Yesares?

—Ya le dije que no. Y si hubiese descubierto a tiempo el asesinato…

—¿Qué? ¿Qué hubiera hecho?

—Sacar el cadáver de aquí y dejarlo en cualquier rincón de Los Ángeles.

—Sí, eso es lo que habría hecho cualquier posadero con sentido; pero la verdad es que alguien avisó al policía que estaba de guardia en la puerta de la jefatura y le dijo que en esta posada se había asesinado a un agente de Pinkerton. Dijo, incluso, el nombre, y luego agregó que regresaba aquí. Salgamos a reunir a todos los empleados. Puede que alguno sepa algo.

Mateos ordenó a uno de sus agentes que se quedase en el pasillo, ante la puerta de la habitación, y que no dejara entrar a nadie en ella. Luego, bajó con Yesares y con los otros dos hombres para interrogar a los empleados de la posada del Rey Don Carlos.

El interrogatorio fue muy breve. Ninguno de los empleados sabía nada del crimen y muchísimo menos admitió haber avisado a la policía.

—El caso está claro —refunfuñó Mateos—. Ese Darby debió de venir para desenmascarar al
Coyote
, pero
El Coyote
fue más listo que él y, después de avisarle, al ver que no hacía caso de su advertencia, le mató. Pero se trata de un crimen odioso y… Bueno, creo que le cogerán y, al fin lo veremos ahorcado en la plaza, frente a esta misma posada…

Después de esto, Mateos dio orden di que vinieran más agentes y agregó:

—Telegrafiaré a Chicago. Quiero que Pinkerton sepa en seguida lo que ha ocurrido. Sus agentes son únicos. Ellos acorralarán al
Coyote
.

Mientras el jefe de policía salía a enviar el telegrama desde la oficina de la Western Union, Yesares entró de nuevo en su despacho. Dejóse caer en su sillón y, al apoyar las manos sobre la mesa, su mirada tropezó con un papel doblado en cuatro y colocado debajo del tintero de plata. Ricardo estaba seguro de que el papel no se encontraba allí cuando Mateos llegó a la posada. Cogiéndolo con temblorosos dedos lo desdobló.

No te preocupes demasiado. A su debido tiempo todo se arreglará.

No llevaba firma alguna, pero la letra era inconfundible.
El Coyote
había pasado por allí. Esto quería decir que ya estaba en campaña para descubrir la verdad y al asesino de James Darby.

Capítulo VIII: Un
Coyote
ve al
Coyote

Jaime Palacios entró en su casa utilizando el mismo camino que siguiera para salir de ella. La visita de aquel James Darby le había alterado profundamente. Su secreto era ya conocido y toda su obra se derrumbaba.

Llegó a la galería y cruzó uno de los arcos que la adornaban. Luego, pegándose a las sombras y procurando hacer el menor ruido posible, por miedo a que su madre le oyera, llegó hasta la ventana de su cuarto. Por ella entró en la habitación, que se encontraba a oscuras. Tras algunos fracasos, consiguió encender el quinqué de petróleo. Después de colocar en su puesto la chimenea de cristal, volvióse hacia la cama y un escalofrío de espanto corrió por sus venas.

—Hola, don
Coyote
—saludó el enmascarado que se encontraba sentado en uno de los dos viejos sillones del cuarto.

De una de sus manos colgaba, lánguidamente, un revólver de seis tiros.

—¡
El Coyote
! —Jadeó Jaime Palacios.

El enmascarado movió negativamente la cabeza.

—No, don
Coyote
—dijo—. Yo no soy
El Coyote
. Usted es
El Coyote
a quien en estos momentos anda persiguiendo la policía.

Jaime Palacios no intentó acercar la mano a la culata del revólver que llevaba metido en la faja. Sabía que la mano de aquel hombre, vestido con traje y sombrero mejicanos, sería mil veces más veloz que la suya.

—¡Dios mío! —Gimió.

—Puede usted invocarlo con toda su alma. En las próximas horas va a necesitar toda la ayuda de Dios para librarse de la horca que ya están levantando.

Jaime Palacios tuvo que dejarse caer en el otro sillón, porque las piernas se negaban a seguirte sosteniendo. Estaba tan pálido como un muerto. Tan pálido como el cadáver de James Darby.

—Cuando un hombre quiere adoptar la personalidad de otro, debe ir con mucho cuidado, Jaime. Un conejo nunca debe ponerse piel de león.

—¡Si usted supiese! —Exclamó el joven—. No pude hacer otra cosa. No me quedaba otra solución.

—¿Por eso ha matado a Darby? —preguntó el enmascarado.

—¿Darby? ¿Quién le…? ¡No! Darby no está muerto. Está vivo. Salió de aquí hace más de una hora…

Una sonrisa curvó los labios del verdadero
Coyote
.

—Pero ahora está muerto. Y todos dicen que le asesinó
El Coyote
. Y como por Los Ángeles ronda un nuevo
Coyote
que se dedica a asaltar casas de juego, ranchos y bancos, ese nuevo
Coyote
es el que ha de pagar con su vida sus crímenes.

Jaime Palacios miró, asombrado, al desconocido.

—¿Sabe usted todo eso? —preguntó.

—Desde el momento en que lo digo, es que debo de saberlo. ¿O acaso no es verdad?

—Yo no he matado a nadie.

—¿De veras? —
El Coyote
soltó una carcajada—. ¿Quién supone usted que va a creer sus palabras?

—Es la verdad —insistió, casi histéricamente, Jaime Palacios—. Es la pura verdad. Yo no… he matado a nadie…

—Si quiere tomarse la molestia de abrir el último cajón de esa enorme cómoda, encontrará en ella algo que le convencerá de que usted es un asesino.

Jaime Palacios miró, boquiabierto, al
Coyote
. Éste le contuvo cuando ya iba a levantarse.

—Tenga la bondad de dejar sobre la mesa su revólver —dijo—. Así evitará tentaciones. Su otro revólver lo tengo yo en la mano.

Como un sonámbulo, Jaime Palacios colocó sobre la mesa su revólver. Luego, fue hacia la cómoda que había indicado
El Coyote
. Arrodillándose en el suelo abrió el cajón. De momento sólo vio ropa interior algo desordenada, pero al moverla, sus dedos tropezaron con un objeto metálico y al volverse hacia
El Coyote
, lo hizo sosteniendo una daga de gavilanes envuelta en un pañuelo manchado de sangre.

—¿Qué es esto? —tartamudeó.

—Creo que usted lo sabe mejor que nadie, Palacios; pero, ya que finge ignorarlo, le diré que con esa daga española fue asesinado, aún no hace una hora, el señor James Darby, de la agencia de investigaciones Pinkerton.

—¿Y usted la ha escandido en mi cómoda? —preguntó Palacios.

—La escondió el asesino de Darby, o sea,
El Coyote
; pero ese coyote no soy yo.

—Pero… ¿qué motivos tenía yo pan matar a ese hombre a quien no he visto en mi vida?

—Es usted muy mal mentiroso, Palacios. Me ha dicho que hace una hora James Darby estuvo aquí.

—¿Lo he dicho? —preguntó, anonadado, el joven.

—Sí. Pero aunque no lo hubiese dicho, sería lo mismo. El señor Darby escribió en su libro de notas algo muy interesante. Se lo voy a leer. Antes siéntese en el sillón, deje por cualquier sitio esa daga y límpiese esas manos llenas de…

Palacios se miró las manos y lanzó un grito de espanto. Las tenía manchadas de sangre. Se las limpió con su pañuelo y El
Coyote
comentó, burlón:

—Otra prueba suya manchada con sangre de Darby. Está acumulando pruebas contra usted mismo.

Palacios soltó el pañuelo y miró, angustiado, al
Coyote
.

—¿Qué va a ser de mí? —preguntó.

—Creo que le ahorcarán: eso es todo —replicó
El Coyote
—. Y no le estará mal ese castigo; pero escuche lo que escribió Darby acerca de usted: «Jaime Palacios es el autor del asalto cometido contra la casa de juego de Asa La Grew».

»He hablado con él. No creo que sea el verdadero
Coyote
, pues le falta energía. Tuvo la oportunidad de matarme y no lo hizo. Además, me reveló algunos detalles interesantes acerca de Lehatzky».

—¿Quién es Lehatzky? —preguntó Jaime Palacios—. Yo no dije nada de él. —De pronto su rostro se iluminó—. El señor Darby dice que yo no soy
El Coyote
.

—Dice que
cree
que usted no es
El Coyote
—ratificó el enmascarado.

—También dice que tuve la oportunidad de matarle…

—Pero no lo hizo porque le hubiese tenido que matar aquí y no habría sabido qué hacer con el cadáver. Eso es lo que dirán los jueces, mejor dicho, el fiscal que le acuse ante el jurado. Los hechos han demostrado que Darby se equivocó al no creerle
El Coyote
y también al imaginarle sin valor para cometer un crimen.

Jaime Palacios escondió el rostro, entre las manos. Nuevamente repitió:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—¿Por qué no me cuenta toda la verdad? —preguntó, de súbito,
El Coyote
, cuya voz se había dulcificado extraordinariamente.

—No me creerá. Usted no puede creerme. ¿Es de veras
El Coyote
?

—Se lo puedo demostrar destrozándole una oreja; pero una de las dos mujeres que hay en su vida no le querría sin oreja. La otra, en cambio… Sí, la otra aún le querría más.

—¿A qué mujeres se refiere?

—No es usted quien debe hacer preguntas, Palacios. Yo soy quien las hace. Responda.

—Yo amo a Marian Louise O'Connor.

—Ya lo sé. Lo sabe todo Los Ángeles. Los hombres suelen enamorarse de las mujeres menos dignas de su aprecio. Pero eso es tan corriente que no vale la pena filosofar sobre ello. Prosiga. Marian Louise O'Connor es ambiciosa. Quiere que su esposo sea un hombre rico. Cuanto más rico, mejor. En Los Ángeles hay pocos hombres ricos disponibles. Uno de ellos es Gregorio Paz; pero Gregorio sabe que si se casara con la señorita O'Connor, la pobre quedaría viuda a los pocos segundos de haberse casado, pues don Goyo no aguardaría siquiera a que los novios saliesen de la iglesia, en cuanto su hijo pronunciara el «sí», le partiría la cabeza ante el mismo altar. Por eso anda haciendo el tonto con Guadalupe Martínez. Don César de Echagüe es un viudo bastante apetecible, por lo menos, desde el punto de vista de una mujer que desea llegar a ser rica; pero los Echagüe sólo se casan con mujeres de su raza. Así, rico de verdad, sólo queda el señor Asa La Grew. No es un partido muy honorable; pero es muy poderoso.

—¿Cómo sabe eso?

—Para saberlo no hace falta ser
El Coyote
. Y para ignorarlo sólo es necesario ser un imbécil como usted; pero siga con su historia.

Palacios cerró los puños y necesitó hacer un esfuerzo de voluntad para no protestar de las palabras del
Coyote
. Por fin dijo:

—Yo amo a Marian. Quizás ella sea todo lo que usted dice; pero la amo. El amor es ciego.

—Eso lo dicen todos los que persisten en amar a una mujer indigna de ellos. Quedamos que ama tanto a Marian que…. Siga.

—Yo sé que ella me amaría si yo fuese rico. Hace una semana, poco más o menos, reuní unos ocho mil dólares. Pensé que un medio de ganar dinero está en los naipes.

—¡Es la gran solución de los…! —
El Coyote
interrumpióse y luego terminó—: No vale la pena de decirle otra vez que es usted un imbécil. Ya se lo dije antes. ¿Se jugó los ocho mil dólares?

—Sí.

—¿Y los perdió?

—Primero gané y luego perdí.

—¿Con quién jugaba?

—Fue en casa de Asa La Grew. Jugamos en su despacho particular. Gané dos mil dólares en una racha afortunada. Creí que la suerte me protegía. Asa La Grew apostó diez mil dólares en una jugada. Yo tenía un póker de ases y dije… ¡Fui un imbécil!

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