Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (3 page)

BOOK: Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles
2.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Ya sabe que si acepto el encargo, descubriré al
Coyote
—dijo Darby.

—Lo creo; pero te suplico que no expongas estúpidamente tu vida. Nos haces mucha falta. Toma mil doscientos dólares y disfruta.

—Disfrutaré hasta que
El Coyote
me mate.


El Coyote
no cometerá la locura de hacerte ningún daño. Ya debe de saber que Pinkerton venga a todos sus agentes. Él en persona intervendría en la lucha.

—Confiemos en que
El Coyote
esté enterado de eso. ¿Me pongo en marcha en seguida?

—Sí.

—A pesar de todo, me gustaría saber por qué le partió la oreja
El Coyote
a nuestro cliente. ¿Quién es ese cliente?

—Un tal Ezequiel Boehm. Tiene aspecto de judío, y si no lo es de raza, por lo menos lo será de hechos. Un prestamista; pero no de los que trabajan en pequeño, sino en grande. Presta millones.

—Cuando detenga al
Coyote
le felicitaré por lo que hizo con ese Boehm. Adiós.

—Buen viaje y hasta la vista.

—Hasta la vista —replicó James Darby, sin sospechar que ya nunca más volvería a ver a su jefe y que su viaje a Los Ángeles sería el último que emprendería en su vida. Y que su lucha contra
El Coyote
sería su última lucha.

Capítulo III: Don César ve al
Coyote

Asa La Grew había tenido fe en Los Ángeles. Cuando dijo que abriría una casa de juego en la ciudad, todos los demás jugadores profesionales le aseguraron que estaba loco.

—Los Ángeles es un pueblo. Tú deberías instalarte en San Francisco.

A esto, Asa La Grew replicó:

—En San Francisco hay demasiada competencia. Prefiero Los Ángeles. Algún día será una gran ciudad. Y hasta es posible que llegue a ser mayor que San Francisco.

—¡Qué cosas dices!

Asa La Grew abrió su casa de juego. Desde el primer momento hizo constar que allí se jugaba limpio, y pronto se llevó toda la clientela importante, que hasta entonces había tenido que jugar en sus casinos o en inmundos tugurios donde era casi imposible encontrar un naipe que no estuviese marcado.

Don César de Echagüe no solía frecuentar demasiado la sala de juego de La Grew. Tan sólo algunas noches acudía allí para apostar unos dólares en la ruleta.

—Debería usted visitarnos más a menudo, don César —le decía La Grew—. Siempre gana.

—Si viniese más a menudo perdería —replicaba el estanciero.

—Ese es mi deseo —reía el propietario de la casa.

—Es un mal deseo.

Aquella noche acudió al establecimiento en compañía de Ricardo Yesares, el propietario de la posada del Rey Don Carlos. Como de costumbre, supo apostar a las combinadas que resultaron triunfantes y convirtió en doscientos los diez dólares que había llevado. Yesares le imitó y consiguió idénticas ganancias.

Asa La Grew se había ausentado aquella tarde de Los Ángeles. Don César y Yesares permanecieron un rato más observando a los otros jugadores, algunos de los cuales habrían hecho mejor no acudiendo a aquel lugar. A las once de la noche dirigiéronse hacia la caja para cambiar las fichas ganadas. Pero antes de llegar ante el cajero, que estaba ocupado en anotar los beneficios obtenidos, apareció un hombre ante cuya presencia todas las voces callaron y todas las manos, incluso las de los dos guardianes del orden en la sala, empezaron a levantarse.

El cajero, que estaba mirando a don César, volvió la cabeza para averiguar el motivo de aquel silencio y de sus dedos se escapó la pluma con que escribía en un grueso libro de caja. La pluma cayó sobre un fajo de billetes y los manchó de verde, en tanto que el hombre susurraba, aterrado:

—¡
El Coyote
!

A pesar de que el terror agarrotaba su voz, el nombre del famoso enmascarado se oyó en toda la sala. Como si fuera una orden, todos acabaron de levantar las manos. Nadie luchaba contra
El Coyote
. Los que hasta entonces lo habían intentado, o tenían un trozo de oreja menos, o estaban bajo un par de metros de tierra.

El enmascarado, que vestía a la moda mejicana y cuyo rostro se hallaba cubierto por un negro antifaz, avanzó hacia la caja. Al llegar ante la ventanilla guardó un revólver, en tanto que con el otro indicaba a don César y a Yesares que se retirasen más hacia atrás. Tanto don César como su compañero se apresuraron a obedecer.
El Coyote
alargó la enguantada mano hacia la caja y recogió unos cuantos fajos de billetes de banco, que guardó en un bolsillo. Luego tendió la mano abierta al cajero, quien fue sacando otros fajos de billetes y los puso en aquella mano. Cuando ya no sacó más,
El Coyote
retrocedió hasta la puerta y, sin pronunciar palabra, salió de la casa de juego.

Nadie intentó seguirle. Todos los brazos permanecieron en alto hasta que se escuchó el galope de un caballo, cosa que hizo comprender a todos que
El Coyote
se alejaba ya de allí.

Inmediatamente descendieron los brazos y todos empezaron a hablar. Los dos «valientes» que La Grew había contratado para guardar el orden, salieron a la calle y empezaron a disparar sus revólveres. Luego, de común acuerdo, decidieron no esperar el regreso de su jefe. Asa La Grew resultaba a veces un caballero untuoso, de modales casi femeninos; pero en otras ocasiones manejaba sus Derringer con excesiva destreza. Era preferible no tener que explicarle por qué cúmulo de motivos ellos no habían disparado contra
El Coyote
. No les querría escuchar, seguramente les llamaría cobardes y… No, no. Era preferible poner tierra entre ellos y Asa La Grew; porque el alcance de un Derringer es muy limitado y cuanto más lejos se siente uno de él, mejor se siente. Por eso, sin volver a entrar en la casa, montaron en sus caballos y emprendieron el camino de San Francisco.

Los otros clientes salieron en tumultuoso alud para volver a sus casas. Entre ellos salieron don César y Yesares. Cuando se hubieron alejado un poco de la casa y de la gente, Yesares volvióse hacia su jefe y amigo y preguntó:

—¿Qué te ha parecido?

—Muy interesante —sonrió don César—. De momento creí que aquel
Coyote
eras tú.

—Y yo creí que eras tú.

—Pero es indudable que ese
Coyote
no eras tú, ni era yo. Creo, como los campesinos y ganaderos, que hay demasiados
Coyotes
.

—Ése era un bandido vulgar que se disfrazó para usar tu prestigio —dijo Yesares.

—No cabe duda de que tienes razón. Copió muy bien mi traje.

—Tendremos que desenmascararle, ¿verdad?

—Claro.

—Parece que te divierte la idea de que exista un nuevo
Coyote
.

—En parte nos ha hecho un favor. Desde hoy ya nadie dudará de que ni tú ni yo tenemos nada que ver con
El Coyote
.

—Tampoco dudarán de que
El Coyote
se dedica a asaltar casas de juego y comete robos sin ninguna justificación.

—Nadie compadecerá a La Grew —dijo don César.

—Hoy ha robado a Asa La Grew; pero mañana puede robar a otra persona más decente.

—¿Quién crees que puede ser ese otro
Coyote
? —preguntó de pronto don César.

—No sé. Algún norteamericano…

—No, no era norteamericano. Ni el tipo ni la voz eran yanquis.

—Pero… ¡si no dijo ni una palabra!

—Por eso mismo. Tuvo miedo de demostrar que era del país.

—¿Por qué iba a tener ese miedo?

—Porque esta noche más de las dos terceras partes de los que estábamos en casa de La Grew éramos californianos puros. Viejos habitantes de Los Ángeles, que reconocemos las voces y hasta los suspiros de nuestros vecinos. Por eso no habló.

—Tal vez no habló por temor a que vieran que era yanqui.

—¿Qué riesgo había en que hablase con acento yanqui?

—Entonces es un honrado ciudadano de Los Ángeles que quiso dar un susto a sus amigos, ¿no? Y que, además, se expuso a que le pegaran un tiro.

—Es posible. No todos ganan en casa de La Grew. Tal vez ha querido rehacerse de pasadas pérdidas. Si no comete ningún delito más, le dejaré tranquilo. En cuanto a Asa La Grew, puede permitirse el lujo de perder diez mil dólares sin que su fortuna se resienta en lo más mínimo.

—Bien, bien; si no te importa que tu nombre vaya por los suelos, allá tú; pero no olvides que yo soy algo
Coyote
.

—No lo olvido —sonrió don César—. De momento no hagamos nada. Por mucho que intentáramos hacer no podríamos descubrir al tercer
Coyote
. Si no reaparece, no le encontraremos. Si se aficiona a su papel, él mismo caerá en su propia trampa.

De pronto, Yesares soltó una carcajada.

—Estoy pensando en el horror que hubiera sentido ese falso
Coyote
de saber que hace un momento ha tenido delante de él al verdadero.

—El pulso le habría temblado un poco más de lo que le temblaba cuando cogió el dinero de la caja —sonrió don César—. Me parece que ése no era más que un conejito asustado que se puso piel de
Coyote
para salir de algún apuro. ¿Qué chico joven se encuentra actualmente muy apurado?

—En Los Ángeles todos los jóvenes están apurados. Creo que eso es enfermedad de la juventud.

—Alguna mujer anda por medio. Eso es cosa segura. Los hombres suelen cometer por las mujeres sus mayores locuras. No es una excusa, es una realidad. Y no digo que sea culpa de las mujeres. Creo que la culpa es enteramente del elemento masculino.

Habían llegado ante la posada del Rey Don Carlos en el mismo instante en que se detenía ante ella la diligencia de San Francisco.

—¿Qué ha ocurrido, Bill? —Preguntó Yesares al conductor—. ¿Cómo habéis tardado tanto?

—Se partió una rueda y perdimos tres horas tratando de arreglarla —explicó el conductor—. Luego, a uno de los caballos se le metió una piedra entre el casco y la herradura. Más tiempo perdido. Le traigo un cliente.

Un hombre había saltado ya al suelo y Bill le anunció:

—Señor Darby, le presento al señor Yesares, el dueño de la mejor posada de California.

James Darby saludó cordialmente a Yesares y, después de dirigir una mirada a la casa, declaró:

—A juzgar por el exterior, esto no es una posada, sino un hotel de primerísima clase.

—Por dentro está mejor —intervino don César—. Es la posada más cómoda de estas tierras y la que tiene la mejor cocina. Quien no ha probado los platos típicos que en ella se preparan, no sabe lo que es bueno. Lo dice un perito en la materia.

—Pronto comprobaré si me engaña, señor…

—Es don César de Echagüe —dijo Yesares—. Uno de nuestros principales estancieros.

—Yo soy James Darby, de Chicago —replicó el viajero—. He venido a probar fortuna en los negocios de compra y venta de terrenos.

—¿En estos tiempos de crisis? —preguntó don César.

—Son los mejores —declaró Darby—. En el Este se le dice a todo el mundo que se traslade al Oeste, donde no se conoce la miseria y donde todo está aún por hacer. Los que vengan aquí necesitarán tierras. Yo se las venderé.

En aquel momento llegó uno de los camareros de Yesares. Al ver a su jefe le anunció:

—Don Ricardo, ¿sabe ya lo ocurrido en casa de La Grew?

—Claro que lo sé, Esteban —respondió Yesares—. Don César y yo estábamos allí cuando ocurrió el asalto.

—Parece mentira que
El Coyote
haya hecho una cosa así —suspiró el llamado Esteban.

Don César, que observaba en aquel instante a Darby, le vio arquear levemente las cejas y también observó que se esforzaba en disimular su emoción.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Darby luego—. ¿Un robo?

—Sí —respondió Yesares—.
El Coyote
ha asaltado una casa de juego y se ha llevado unos miles de dólares.

—Pero…, ¿existe de verdad
El Coyote
? —preguntó Darby.

—¡Ya lo creo! —Exclamó don César—. Es una de nuestras tres plagas. La primera son los terremotos. Luego vienen las moscas, y la tercera es
El Coyote
. No hay quien pueda terminar con los terremotos, ni con las moscas…

—Pero debe de ser más fácil terminar con
El Coyote
, ¿no? —preguntó Darby.

—Hasta ahora nadie ha podido con él.

—Tal vez porque no se lo han propuesto en firme.

—Varias personas se lo propusieron —dijo Bill, desde el pescante de la diligencia—. Ninguna lo consiguió. Y si alguien le vio la cara, no vivió lo suficiente para decir de quién era aquella cara.

—Sería la cara del
Coyote
—dijo don César.

—Sí, pero es que la cara que se esconde detrás de la máscara del
Coyote
es la de alguien a quien todo el mundo considera una persona honrada —dijo Bill—. No es un cualquiera, no. Si yo dijese todo lo que sé.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó don César.

—En público no quiero decirlo… —respondió Bill—; pero aquella vez en que
El Coyote
detuvo mi diligencia, me fijé muy bien en él. En su tipo.

—¿Qué tipo tiene? —preguntó don César.

—Pues… No sé cómo decirlo…

—¿Se parece a mí? —preguntó de nuevo César.

—No, no. Es más parecido al señor Darby. Sí, un tipo como él. Y, dicho en secreto… —al llegar aquí Bill bajó la voz—: Yo sospecho que
El Coyote
es el señor Teodomiro Mateos.

—Es posible que tengas muchísima razón —respondió don César de Echagüe—. Sí, creo que tienes razón.

—Pero no se lo digan, ¿eh? —Pidió Bill—. Sería capaz de desollarme vivo.

—No tengas miedo —replicó César—. Te respondo de don Ricardo y de mí. Y, casi, casi, me atrevo a responder del señor Darby. Parece un caballero.

—Lo soy —replicó el agente de Pinkerton—. Todo lo caballero que se puede ser en Chicago, o sea, mucho menos de lo que se es en California, donde poseen una tan gloriosa ascendencia.

Yesares y don César aceptaron con una leve inclinación el cumplido del forastero.

—Nos abruma usted —dijo el dueño de la posada—. Le prometo que lo más selecto de mi cocina se servirá en su mesa. Tenga la bondad de entrar. Esteban, recoge el equipaje del señor.

Mientras Darby seguía al camarero, don César le dijo a Yesares al oído:

—Será muy interesante enterarse de lo que contiene el equipaje de ese caballero de Chicago.

—¿Por qué? —preguntó Yesares, asombrado.

—Porque siente una curiosidad enorme por
El Coyote
.

BOOK: Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles
2.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Language of Men by Anthony D'Aries
Mitchell's Presence by D. W. Marchwell
The Red Garden by Alice Hoffman
Highland Brides 04 - Lion Heart by Tanya Anne Crosby