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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Sáfico (8 page)

BOOK: Sáfico
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Rix escupió hacia un lado.

—Attia, si aquel rufián hubiera abierto cualquier caja o cualquier compartimento secreto de este carromato, habría encontrado un guante. Un guante negro y pequeño. Yo no dije que fuera el de Sáfico. De hecho, ninguno de ellos es el auténtico. Guardo el Guante de Sáfico tan próximo a mi corazón que es imposible robarlo.

—Pero… le abrasó la mano.

—Bueno, tenía razón en que llevaba ácido. En cuanto a lo de no ser capaz de quitárselo, sí que hubiera podido hacerlo. Pero le hice creer que no podía. Eso es la magia, Attia. Coger la mente de un hombre y darle la vuelta para que crea en lo imposible. —Se concentró un momento en guiar al buey para que rodeara una viga que sobresalía en el camino—. Después de habernos dejado escapar, seguro que se convenció de que se había deshecho el hechizo.

Attia lo miró de soslayo.

—¿Y lo que escribió?

Los ojos de Rix se fijaron en ella.

—Iba a hacerte la misma pregunta.

—¿A mí?

—Ni siquiera yo puedo hacer que un hombre iletrado escriba. El mensaje era para ti. Attia, desde que te conocimos han pasado cosas muy raras.

Attia se dio cuenta de que se estaba mordiendo las uñas. Se apresuró a esconder las manos en las mangas.

—Es Finn. Tiene que ser Finn. Está intentando hablar conmigo. Desde el Exterior.

Rix preguntó sin inmutarse:

—¿Y crees que el Guante servirá de algo?

—¡No lo sé! A lo mejor…, si me dejaras verlo…

El mago paró la carreta tan bruscamente que Attia estuvo a punto de caerse.

—¡NO! Es peligroso, Attia. Una cosa son las ilusiones, pero esto es un verdadero objeto de poder. Ni siquiera yo me atrevería a ponérmelo.

—¿Nunca has sentido la tentación de hacerlo?

—Tal vez sí. Pero soy un loco, no un tonto.

—Pero te lo pones cuando actúas…

—¿Ah sí? —El mago sonrió.

—Sacarías de quicio a cualquiera —espetó Attia.

—Es la ilusión de mi vida. Y ahora, aquí es donde debes bajarte.

Attia miró a su alrededor.

—¿Aquí?

—El poblado está a unas dos horas andando. Recuerda: no nos conoces, y nosotros no te conocemos. —Rebuscó en el bolsillo y puso tres monedas de cobre en la mano de la muchacha—. Cómprate algo de comer. Y esta noche, bonita, acuérdate de temblar en cuanto levante la espada. Que parezca que te mueres de miedo.

—No me hará falta fingir. —Attia empezó a bajar del carromato, pero al instante se detuvo, aún en el aire—. ¿Cómo puedo saber que no vas a dejarme aquí tirada?

Rix le guiñó un ojo y azuzó al buey.

—Jamás soñaría con hacer algo así.

Se quedó quieta mientras la adelantaban todos. El oso estaba hecho un ovillo y parecía tristón. El suelo de su jaula se había cubierto de plumas azules. Uno de los malabaristas la saludó con la mano, pero ninguno de los demás feriantes sacó siquiera la cabeza para despedirse. Lentamente, la troupe desapareció rodando en la distancia.

Attia se cargó el petate a la espalda e intentó desentumecerse dando golpes al suelo con los pies fríos. Al principio caminaba rápido, pero el sendero era traicionero, pues la pasarela metálica estaba congelada y resbaladiza por la grasa. Mientras descendía hacia la hondonada, los muros de hielo se alzaron poco a poco a ambos lados; no tardaron en ser más altos que ella, y conforme se abría paso, vio objetos y polvo incrustados en el hielo. Un perro muerto, con las fauces abiertas. Un Escarabajo. En un punto del camino, vio unas pequeñas piedras negras y redondas y algo de arenilla. En otro punto, tan hendidos entre las burbujas azules del hielo que apenas podía verlo, estaban los huesos de un niño.

El frío aumentaba por momentos. Su respiración empezó a formar una nube alrededor de Attia. Se apresuró, porque ya había dejado de ver los carromatos y porque sólo si caminaba rápido era capaz de mantener el calor corporal.

Por fin, al pie de una colina, llegó al puente. Era de piedra y formaba un arco por encima del foso, pero mientras se deslizaba por las muescas dejadas por los carros vio que el foso estaba congelado, sólido, y cuando se inclinó hacia un lado su sombra oscureció la superficie sucia. Los desechos poblaban el agua helada. Unas cadenas nacían en la superficie y desaparecían entre el hielo.

El rastrillo metálico del portón, cuando llegó hasta él, resultó ser negro y muy antiguo. Las puntas de las barras dobladas resplandecían por los carámbanos, y en lo alto de la reja había apostada un ave solitaria de cuello largo, blanca como la nieve. Al principio pensó que era una escultura, hasta que de pronto el pájaro extendió las alas y voló, con un graznido lastimero, hacia lo alto del cielo gris como el metal.

Entonces vio los Ojos.

Había dos, uno a cada lado de la puerta de hierro. Diminutos y rojos, la miraban fijamente. De ellos colgaban dos pequeñas estalactitas, como lágrimas congeladas.

Attia se detuvo, sin aliento, se tocó el costado.

Levantó la mirada.

—Sé que me vigilas. ¿Fuiste tú quien me envió el mensaje?

Silencio. Sólo oía el susurro frío y grave de la nieve.

—¿A qué te referías con que pronto verías las estrellas? Eres la Cárcel. ¿Cómo vas a ver el Exterior?

Los Ojos eran unos puntos fijos de fuego. ¿Eran imaginaciones suyas o uno le había hecho un guiño?

Esperó hasta que el frío le impidió continuar quieta por más tiempo. Entonces se escabulló por el agujero de la puerta y continuó avanzando con dificultad.

Incarceron era cruel, todos lo sabían. Claudia había dicho que en un principio no debía ser así, que los Sapienti la habían fabricado a modo de gran experimento, la Cárcel iba a ser un lugar luminoso, cálido y seguro. Attia se rio en voz alta con amargura. Si ésa era su intención, habían fracasado. La Cárcel se gobernaba a sí misma. Redibujaba los paisajes y acababa con los rufianes a base de rayos láser cuando se le antojaba. O bien dejaba que sus Reclusos lucharan y se agredieran unos a otros mientras se entretenía viéndolos pelear. No conocía la piedad. Y sólo Sáfico (y Finn) habían logrado Escapar de ella.

Se detuvo y levantó la cabeza.

—Supongo que eso te enfada —dijo dirigiéndose a la Cárcel—. Supongo que te pone celoso, ¿verdad, Incarceron?

No hubo respuesta. En lugar de eso, empezó a nevar. Los copos caían suavemente pero sin tregua, así que Attia se ajustó el hatillo y caminó a duras penas por la superficie nevada, con un frío silencioso que le congelaba las manos y los pies, que azotaba sus labios y mejillas, que convertía su respiración en una nube de escarcha que no se dispersaba.

Tenía el abrigo raído, los guantes con agujeros. Maldecía a Rix cada vez que tropezaba con un bache helado o cuando se topaba un trozo de malla metálica rota.

El camino acabó de cubrirse de nieve, así que el rastro de los carros quedó oculto. Una pila de excrementos de buey había formado un montículo helado.

Sin embargo, cuando levantó la mirada, con los labios azules por el frío, vio el poblado.

Parecía un cúmulo de protuberancias redondas de poca altura, tan blancas como sus alrededores. Se alzaban en medio de la tundra, casi invisibles salvo por el humo que escapaba de las rejillas y las chimeneas. Unos postes altos se alzaban sobre ellas; vio a un hombre apostado sobre cada uno de los salientes, como si fueran vigías.

El camino se bifurcaba y se dio cuenta de que allí los carromatos de los feriantes habían aplastado la nieve, y unas briznas de paja y unas cuantas plumas se habían caído al tomar la curva. Attia avanzó con cautela, asomó la cabeza entre el hielo y vio que el camino terminaba en una barrera hecha con troncos. A un lado de la barrera había sentada una anciana rolliza que tejía al calor de un brasero de carbón ardiendo.

¿Ésas eran sus medidas de seguridad?

Attia se mordió el labio. Se ajustó mejor la capucha por encima de la cara, anduvo por la nieve y vio que la mujer levantaba la cabeza, sin dejar de tejer rítmicamente.

—¿Llevas ket?

Sorprendida, Attia negó con la cabeza.

—Muy bien. Déjame ver tus armas.

Attia sacó el cuchillo y se lo mostró. La mujer dejó de hacer punto y lo miró. Entonces abrió un cofre y lo metió en él.

—¿Algo más?

—No. ¿Y cómo voy a defenderme ahora?

—Nada de armas en Frostia. Son las normas de la ciudad. Ahora tengo que registrarte.

Attia observó cómo hurgaba en su bolsa. Después extendió los brazos y la mujer la cacheó con agilidad y se apartó.

—Muy bien. Adelante.

Volvió a coger las agujas de tejer y se marchó taconeando.

Sin dar crédito a sus ojos, Attia trepó por encima de la frágil barrera. Entonces preguntó:

—¿Podré ponerme a resguardo?

—Ahora hay muchas habitaciones vacías. —La mujer levantó la mirada—. Si la pides, te darán una habitación en la segunda cúpula.

Attia se dio la vuelta. Le habría gustado saber cómo una sola anciana había sido capaz de registrar todos los carromatos del circo de Rix, pero no podía preguntárselo, porque se suponía que no los conocía. Aun así, justo antes de meter la cabeza en la entrada de la cúpula, preguntó:

—¿Me devolverán el cuchillo cuando me marche?

Nadie le respondió. Attia miró atrás.

Y se quedó petrificada por el asombro.

El taburete estaba vacío. Un par de agujas de tejer tintineaban solas suspendidas en el aire.

La lana roja se extendía por la nieve, como una mancha de sangre.

—Nadie se marcha —oyó.

Capítulo 6

Si uno cae, otro ocupará su lugar.

El Clan sobrevivirá hasta que el Protocolo muera.

Los Lobos de Acero

Claudia respiró hondo, aturdida y asombrada. Sus dedos se cerraron sobre el pequeño lobo de acero.

—Veo que lo entendéis —dijo Medlicote.

El águila se sacudió al oír su voz, volvió la cruel cabeza y lo miró fijamente.

Claudia no quería entenderlo.

—¿Era de mi padre?

—No, mi lady. Me pertenece a mí. —La mirada que le dedicó tras sus gafas de media luna era apacible—. El Clan de los Lobos de Acero tiene muchos miembros secretos, incluso aquí, en la Corte. Lord Evian está muerto y vuestro padre se ha esfumado, pero todavía quedamos algunos bastiones. Nos mantenemos fieles a nuestro propósito: derrocar la dinastía Havaarna. Acabar con el Protocolo.

En lo único en que podía pensar Claudia era en que eso suponía una nueva amenaza para Finn. Extendió la mano para soltar el Lobo de Acero y observó cómo el hombre lo recogía.

—¿Qué queréis?

Medlicote se quitó las gafas y las limpió. Tenía el rostro fatigado, los ojos pequeños.

—Queremos encontrar al Guardián, mi lady. Igual que vos.

¿Era así? El comentario la sobresaltó. Sus ojos se desviaron hacia la puerta, en dirección a la estancia surcada por los rayos de sol en la que anidaban los halcones.

—No deberíamos hablar aquí. Podrían espiarnos.

—Es importante. Tengo información.

—Pues contádmela.

El secretario dudó un momento. Luego dijo:

—La reina tiene pensado nombrar a un nuevo Guardián de Incarceron. Y no seréis vos, mi lady.

Lo miró a los ojos.

—¡¿Qué?!

—Ayer mantuvo una reunión privada con sus asesores, el Consejo Real. Creemos que su objetivo era…

Claudia no podía creerlo.

—¡Soy su heredera! ¡Soy su hija!

El alto secretario hizo una pausa. Cuando retomó la palabra, su voz sonó áspera:

—Pero no sois su hija, mi lady.

Eso la hizo callar. Sin darse cuenta, se había agarrado a las faldas del vestido y las apretaba con fuerza; las soltó y respiró hondo.

—Ya. Así que es eso.

—Por supuesto que la reina sabe que nacisteis en Incarceron y que os trajeron aquí de recién nacida. Les contó a los miembros del Consejo que no teníais derecho de sangre a ocupar el puesto de Guardián, ni merecíais la casa ni los terrenos que pertenecían a vuestro padre…

Claudia suspiró.

—… Y les aseguró que no había documentos oficiales que demostraran la adopción. De hecho, el Guardián cometió un delito gravísimo al liberaros, pues erais una Reclusa, hija de Reclusos.

Estaba tan furiosa que notó un sudor frío que le recorría la piel. Se quedó mirando al hombre, intentando averiguar qué papel ocupaba él en todo aquello. ¿De verdad formaba parte de los Lobos de Acero o era un enviado de la reina?

Como si percibiera sus dudas, el secretario dijo:

—Señora, tenéis que saber que yo se lo debía todo a vuestro padre. Yo no era más que un pobre escribano y él me ascendió. Por eso lo respetaba profundamente. Ahora que está ausente, considero que sus intereses requieren protección.

Claudia sacudió la cabeza.

—Ahora mi padre es un proscrito. Ni siquiera sé si quiero que regrese.

Empezó a pasearse por el suelo de piedra, que sus faldones rozaban levantando motas de polvo que destacaban al entrar en los haces de luz que proyectaba el sol. ¡Pero el feudo del Guardián! Desde luego que lo quería. Pensó en la hermosa casa antigua en la que había vivido toda su vida, en su foso y sus salas y sus pasillos sin fin, en la preciosa torre de Jared, en sus caballos, en todos los campos verdes y los bosques y los prados, en las aldeas y los ríos. No podía permitir que la reina se lo quedara todo… y la desahuciase.

—Os veo alterada —dijo Medlicote—. Es más que comprensible. Mi lady, si…

—Escuchadme. —Se volvió hacia él y le dijo con autoridad—: Decidles a esos Lobos que no deben hacer nada. ¡Nada! ¿Me entendéis? —Haciendo caso omiso de la sorpresa del secretario, dijo—: No debéis considerar que Finn… el príncipe Giles… es vuestro enemigo. Tal vez sea el heredero de los Havaarna, pero os aseguro que tiene tantas ganas de acabar con el Protocolo como los Lobos de Acero. Insisto en que renunciéis a cualquier complot contra él.

Medlicote se quedó callado, mirando el suelo de piedra. Cuando por fin levantó la cabeza, Claudia se dio cuenta de que su arrebato de ira no había tenido impacto alguno en él.

—Señora, con todos los respetos, nosotros también creíamos que el príncipe Giles sería nuestro salvador. Pero este chico, si es que realmente es el príncipe, no es lo que esperábamos. Es un joven melancólico, además de arisco, y casi nunca aparece en público. Cuando lo hace, sus modales son extraños. Parece suspirar por aquellos que ha dejado atrás en Incarceron…

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