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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Sáfico (29 page)

BOOK: Sáfico
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—No, hasta que sepa cuál de los Giles es el auténtico, señor —dijo el hombre con voz firme—. Pero como ya os he dicho, no es nada personal.

Para sorpresa del propio Sapient, Jared sonrió.

—Ya. —Se sentía tranquilo y ligero—. ¿No creéis que una espada es un poco… exagerado?

—Ah, no os preocupéis, señor, no la necesitaré. A menos que me hagáis utilizarla. En vista de vuestra enfermedad…, en fin, la reina pensó que un saltito desde la torre resultaría convincente. Todos los instruidos Sapienti correrían al patio interior para encontrar vuestro cuerpo. Pobre Maestro Jared. Tomó el camino más corto. Sería más que comprensible.

Jared asintió. Dejó el disco encima de la mesa, delante de él, y oyó un diminuto clic metálico. Cuando levantó la cabeza, sus ojos verdes denotaban tristeza.

—Me temo que voy a verme obligado a poneros en la tesitura de pelear. No tengo intención de saltar.

—¡Ay! —suspiró el mensajero—. Bueno, como prefiráis. Cada hombre tiene su orgullo.

—Sí, así es.

Mientras lo decía empezó a moverse, inclinándose hacia un lado. El hombretón se echó a reír.

—No os dejaré pasar, señor.

Jared se colocó delante del escritorio y se quedó mirando cara a cara al mensajero.

—Entonces, acabad cuanto antes.

Empuñando el arma con ambas manos, el hombre levantó la espada y golpeó. Jared se inclinó hacia un lado con toda su agilidad mientras la hoja bajaba, y notó la punta afilada que silbaba junto a su rostro. La hoja arremetió contra la mesa. Pero apenas oyó el grito, el chisporroteo de la carne azul electrificada, porque la descarga pareció haber succionado el aire de la habitación y haberlo empotrado contra la pared.

En cuestión de segundos no quedó nada salvo un olor a chamuscado y un eco que repicó en sus oídos como si estuviera sordo.

Jared se apoyó en la pared de piedra y se incorporó.

El hombre yacía hecho un ovillo en el suelo; estaba inmóvil, pero respiraba.

Jared bajó la mirada hacia él. Sintió un pálido arrepentimiento, cierta culpabilidad. Y por debajo de eso, una energía salvaje y sorprendente. Soltó una risa histérica. De modo que así se sentía uno cuando estaba a punto de matar a un hombre. Aunque por supuesto, no era nada personal.

Con cuidado, despegó el disco del escritorio metálico, apagó el campo magnético y se lo metió en el bolsillo. Se inclinó sobre el mensajero, le tomó el pulso y lo recostó de lado con mucho tacto. El hombre se hallaba en estado de shock y tenía las manos abrasadas, pero era bastante probable que sobreviviera. Jared escondió la espada debajo de la cama, después agarró su macuto y bajó las escaleras a toda prisa. En el pórtico oscuro donde la luz del sol se filtraba por las ventanas de cristales tintados, una esforzada criada arrastraba un cesto de ropa sucia desde el estudio del Sapient Senior. Jared se detuvo.

—Disculpa. Lo siento. He dejado la habitación hecha un desastre, es la número cincuenta y seis, en el último piso. ¿Crees que alguien podría ir a limpiarla?

La mujer lo miró y después asintió con la cabeza.

—Mandaré a alguien enseguida, Maestro.

Saltaba a la vista que el cesto pesaba mucho, y Jared sintió deseos de decirle a la criada que no era urgente, pero el hombre necesitaba ayuda, así que contestó:

—Muchas gracias.

Y se dio la vuelta. Debía tener cuidado. ¿Quién sabía qué otros espías de confianza habría enviado la reina?

En el establo, los caballos estaban adormilados y resoplaban en los morrales. Ensilló su corcel a toda prisa y después, antes de encabalgar, sacó la estrecha jeringuilla de la funda y se inyectó la medicación en el brazo, concentrándose en la respiración, en el alivio del dolor que le ardía en el pecho.

Cerró la funda y se apoyó un momento, aturdido, en el flanco cálido del animal; el caballo acercó el largo hocico y lo acarició.

De algo estaba seguro. Ya no hallaría ninguna cura.

Había tenido una única oportunidad y la había desperdiciado.

—Léelo —dijo Finn.

La chica leyó en voz alta:

—«Mi querida Claudia: Apenas unas palabras…».

En cuanto empezó a hablar, le falló la voz y se quedó callada, porque, igual que si lo hubiera activado, el retrato cobró vida. La cara de su padre se volvió hacia ella y le habló, con la mirada tan clara como si de verdad la viera.

—Será mi última oportunidad de contactar contigo, me temo. Incarceron se está volviendo cada vez más insistente en su ambición. Ha agotado casi toda la energía de las Llaves, y sólo le falta el Guante de Sáfico.

—El Guante —murmuró Finn.

Y ella dijo:

—Padre…

Pero la voz continuó, apacible, divertida y grabada…

—Lo retiene tu amigo Keiro. Sin duda, será la pieza final del puzzle. Empiezo a creer que ya he cumplido con mi misión, pues Incarceron ha comenzado a darse cuenta de que ya no le hace falta tener un Guardián. Menuda ironía. Igual que los Sapienti de antaño, he creado un monstruo, que no conoce la lealtad.

Hizo una pausa y entonces la sonrisa desapareció. Parecía agotado cuando añadió:

—Protege el Portal, Claudia. La terrible crueldad de la Cárcel no debe contagiar al Reino. Si algo intenta interponerse, cualquier persona, cualquier ser, independientemente de quien parezca, debes destruirlo. Incarceron es muy astuto, y he dejado de conocer sus planes.

Soltó una risita heladora.

—A fin de cuentas, parece que sí vas a ser mi sucesora.

El rostro se congeló.

Claudia alzó la mirada hacia Finn.

Bajo sus pies, las violas, las flautas y los violines entonaron con alegría la primera pieza musical del Baile.

Capítulo 21

—La culpa es tuya —le dijo el Encantador—. ¿Cómo podía saber la Cárcel que existía una forma de Escapar si no era a través de tus sueños? Lo mejor sería que renunciaras al Guante.

Sáfico negó con la cabeza.

—Demasiado tarde. Ya forma parte de mí. ¿Cómo podría cantar mis cánticos sin él?

Sáfico y el Oscuro Encantador

Mientras paseaban cogidos del brazo por la terraza, los grupos de cortesanos los saludaban con reverencias entre cuchicheos. Los abanicos aleteaban. Los ojos escudriñaban detrás de sus máscaras de demonios, lobos, sirenas y cigüeñas.

—El Guante de Sáfico —murmuró Finn—. Keiro tiene el Guante de Sáfico.

Claudia notó la descarga de exaltación que le recorría el brazo. Como si le hubieran inyectado una nueva esperanza.

Al pie de las escaleras, los ribazos formaban caminos de flores en la penumbra. Más allá de los cuidados jardines, se veían unas hileras de farolillos encendidos por los prados, que conducían a los recargados pináculos de la Gruta de las Conchas. Claudia y Finn se escondieron a toda prisa detrás de un ánfora gigante de la que manaba una ruidosa cascada de agua.

—¿Cómo se ha hecho con él?

—¿A quién le importa? Si es cierto, ¡sería capaz de cualquier cosa! A menos que se esté echando un farol…

—No. —La chica observó la multitud de cortesanos agrupados debajo de los farolillos—. Attia mencionó un guante. Y luego se calló de repente. Como si Keiro no la dejara continuar.

—¡Porque es el auténtico! —Finn anduvo por el camino y rozó un arbusto de polemonio que liberó su aroma dulce y pegajoso—. ¡Existe de verdad!

Claudia le advirtió:

—Nos están mirando.

—¡Me da igual! A Gildas se le hubieran puesto los pelos de punta. Nunca confió en Keiro.

—Pero tú sí.

—Ya te lo he dicho. Siempre. ¿De dónde lo ha sacado? ¿Qué va a hacer con él?

Claudia miró a los cientos de cortesanos, una masa de vestidos de color azul pavo real, casacas de satén resplandeciente, recargadas pelucas de pelo rubísimo recogido en moños altos. Entraban como un río a los pabellones y a la gruta, con una cháchara escandalosa e interminable.

—A lo mejor el Guante era la fuente de energía que percibió Jared.

—¡Sí!

Finn se inclinó contra el ánfora y se manchó de musgo la chaqueta. Detrás de la máscara, sus ojos brillaban con esperanza. Claudia únicamente sentía inquietud.

—Finn, según ha dicho mi padre, ese Guante completaría el plan de Huida de Incarceron. Sería un desastre. Seguro que Keiro no…

—Nunca se sabe lo que puede hacer Keiro.

—Pero ¿haría algo así? ¿Le daría a la Cárcel el medio para destruir a todos los que habitan dentro de ella sólo a cambio de tener la posibilidad de Escapar él también?

Claudia se había desplazado para colocarse enfrente de Finn; se vio obligado a mirarla a la cara.

—No.

—¿Estás convencido?

—Claro que estoy convencido —dijo en voz baja y furiosa—. Conozco a Keiro.

—Acabas de decir…

—Bueno… pero no lo haría.

Claudia sacudió la cabeza, porque empezaba a perder la paciencia con esa estúpida y ciega fidelidad de Finn.

—No te creo. Me parece que tienes miedo de que lo haga. Estoy segura de que Attia está aterrada. Y ya has oído lo que ha dicho mi padre. Nada «ni nadie» debe entrar por el Portal.

—¡Tu padre! Tiene de padre lo mismo que yo.

—¡Cállate!

—Y además, ¿desde cuándo haces lo que te manda?

Encendidos por la rabia, ambos se plantaron cara, antifaz negro contra máscara felina.

—¡Hago lo que quiero!

—Pero ¿le creerías a él antes que a Keiro?

—Sí —espetó ella—. Claro. Y antes que a ti también.

Una sorpresa herida cruzó por un segundo los ojos de Finn; luego recuperaron la frialdad.

—¿Matarías a Keiro?

—Sólo si la Cárcel lo empleara como instrumento. Si tuviera que hacerlo.

Finn se quedó inmóvil. Luego susurró:

—Creía que eras distinta, Claudia. Pero eres igual de falsa, cruel y boba que todos los demás.

Se perdió entre la multitud, apartó de un manotazo a dos hombres y, haciendo oídos sordos a sus protestas, irrumpió en la gruta.

Claudia lo siguió con la mirada, con todos los músculos de su cuerpo hirviendo de furia. ¡Cómo se atrevía a hablarle así! Si resultaba que no era Giles, entonces no era más que Escoria de la Cárcel, y ella, a pesar de lo ocurrido, era la hija del Guardián.

Juntó las manos e intentó controlar la rabia. Respiró hondo para apaciguar los latidos de su corazón. Quería chillar y romper algún objeto, pero en lugar de eso, debía mantener la sonrisa congelada y esperar allí hasta que llegara la medianoche.

Y entonces ¿qué?

Después de semejante discusión, ¿todavía querría Finn huir con ella?

Una oleada de emoción recorrió a los asistentes, una confusión de reverencias exageradas. Entonces Claudia vio pasar a Sia, con un vestido transparente de fina tela blanca y una peluca con un moño alto como una torre de pelo trenzado que había adornado con una armada de diminutos barquitos dorados volcados y hundidos.

—¿Claudia?

Junto a ella estaba el Impostor.

—Veo que el bruto de vuestro acompañante se ha marchado hecho una furia.

Claudia sacó el abanico de la manga y lo abrió con un movimiento rápido.

—Hemos tenido un simple intercambio de opiniones, nada más.

La máscara de Giles reproducía la cabeza de un águila, muy hermosa y hecha con plumas verdaderas, con el pico encorvado y orgulloso. Como todo lo que hacía Giles, la máscara estaba pensada para reforzar su imagen de príncipe heredero. Le daba un aire de extrañeza, como es habitual en las máscaras. Pero sus ojos sonreían.

—¿Una pelea de enamorados?

—¡Por supuesto que no!

—Entonces, permitidme que os acompañe. —Le ofreció el brazo y, al cabo de un momento, ella lo tomó—. Y no os preocupéis más por Finn, Claudia. Finn es historia.

Juntos, cruzaron el césped y se dirigieron al baile.

Attia cayó.

Cayó igual que había caído Sáfico. Una caída terrible, descontrolada, a plomo. Cayó con los brazos extendidos, sin aliento, ciega, sorda. Cayó en medio de un torbellino rugiente, se introdujo en una boca, en una garganta que la engulló. Su ropa y su pelo, su piel misma, se rasgaron y parecieron despedazarse, hasta que no quedó de ella más que un alma que gritaba, que se precipitaba de cabeza hacia el abismo.

Pero entonces, Attia supo que el mundo era imposible, que era una criatura que se burlaba de ella. Porque el aire se enrareció y un entramado de nubes se formó debajo de su cuerpo —nubes densas y saltarinas que la hacían rebotar de una a otra— y en algún lugar oyó una risa que podría haber sido la de Keiro y podría haber sido la de la Cárcel, como si Attia ya no fuera capaz de distinguirlas.

Parpadeó entre jadeos y vio cómo volvía a tomar forma el mundo; el suelo del pabellón se retorció, se desmembró, se desplegó. Un río emergió bajo el viaducto, un torrente negro que se elevó para alcanzarla tan deprisa que apenas había logrado tomar aliento cuando se vio zambullida en él, en la profundidad más profunda de la oscuridad de esas burbujas de espuma.

Una membrana de agua se tejió alrededor de su boca abierta.

Y entonces logró sacar la cabeza, jadeando, y el torrente se fue calmando, la empujó a la deriva por debajo de columnas oscuras, la adentró en cuevas, en un umbrío submundo. Varios Escarabajos muertos fueron arrastrados por la corriente, que era un conducto de óxido, rojo como la sangre, canalizado entre dos paredes de metal altísimas, cuya superficie grasienta y abultada por los residuos apestaba: los despojos de un mundo. Igual que la aorta de algún ser inmenso, infestado de bacterias, imposible de sanar.

El conducto la hizo caer por una presa y allí la dejó, abandonada, en una orilla arenosa, donde Keiro ya la esperaba a cuatro patas, en la arena negra, controlando las arcadas.

Mojada, fría e increíblemente magullada, Attia intentó sentarse bien, pero no pudo. Y sin embargo, la voz ahogada de Keiro sonó como una áspera expresión de triunfo.

—¡Nos necesita, Attia! Hemos ganado. Lo hemos derrotado.

Ella no contestó.

No podía despegar la mirada del Ojo.

El nombre de la Gruta de las Conchas era muy adecuado.

Una caverna inmensa, cuyas paredes y cuyo techo colgante centelleaban con perlas y cristales; todas las conchas estaban distribuidas para formar figuras de volutas y espirales. Estalactitas falsas, adornadas a mano con un millón de diminutos cristales, pendían del techo.

Era un espectáculo vítreo que encandilaba.

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