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Authors: Albert Hofmann

Tags: #Ensayo, Filosofía

Mundo interior Mundo exterior (6 page)

BOOK: Mundo interior Mundo exterior
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En los comienzos de su desarrollo en la Edad Moderna la investigación de la naturaleza tenía todavía como base una concepción religiosa del mundo. El investigador contemplaba la naturaleza como una creación que estaba animada por el espíritu de Dios. Paracelso calificaba la naturaleza como un «libro que ha escrito el dedo de Dios», y la tarea del investigador de la naturaleza era descifrarlo. Kepler reconoció en las leyes de las órbitas planetarias, la armonía del mundo creado por Dios, y en las antiguas obras de botánica jamás olvidó el autor alabar al Creador por las maravillas del mundo de las plantas.

El giro decisivo y cargado de consecuencias se produjo cuando, tras los grandes y revolucionarios descubrimientos de Galileo y de Newton, la investigación se consagró cada vez más unilateralmente a los aspectos cuantitativos, mensurables, de la naturaleza. Cada vez pasó más a segundo plano el tratamiento totalizador, cualitativo, que defendía Goethe en el ejemplo de su teoría de los colores. Los métodos cuantitativos de la investigación de la naturaleza, a los que no bastaba ya la observación directa, requerían para sus mediciones aparatos manifiestamente más complicados y sofisticados. Estos proporcionaban resultados objetivos que en gran medida eran independientes del observador, y esta particularidad fomentó adicionalmente la escisión consciente de sujeto y objeto. Las disciplinas encargadas del aspecto mensurable de la naturaleza, es decir, la física y la química, adquirieron un impulso poderoso. Los métodos físicos y químicos penetraron también en otros ámbitos de la ciencia natural, como la biología, la botánica y la zoología. Se delimitó a las ciencias de la naturaleza, como ciencias exactas, frente a las ciencias del espíritu y se les reconoció una preeminencia teórico-cognoscitiva en virtud de que sus resultados eran reproducibles y objetivables. Los asombrosos éxitos de la investigación de la naturaleza, sobre todo en los ámbitos de la física y de la química, que posibilitaron la penetración en el macrocosmos y en el microcosmos de nuestro mundo y, en especial, la utilización práctica de sus hallazgos y descubrimientos, sobre los cuales se erigieron más tarde las tecnologías e industrias que caracterizan nuestra época, han contribuido a la victoria de la imagen materialista del mundo que resulta de esta investigación de la naturaleza. Esta concepción se ha convertido en la fe, en el mito de nuestro tiempo.

En la misma medida, las concepciones religiosas del mundo han perdido credibilidad en la conciencia general. Acaso se siga manifestando exteriormente la fe eclesiástica; los dogmas y la ética religiosa siguen teniendo vigencia oficial como principios de conducta tanto en la vida personal como en la pública. Pero el ámbito de la fe y el ámbito del conocimiento sólido se hallan separados, y la praxis está determinada por este último. Incluso cuando un jefe de Estado jura sobre la Biblia, confía solamente en la realidad de la bomba atómica y adopta con arreglo a aquella sus decisiones de política internacional. La intensidad con que sólo se considera real el mundo creado y dominado por la técnica, es decir, la relevancia que éste posee para la vida práctica, se ve en el hecho de que, en concreto, los defensores de la ecología, los que ven en la naturaleza primitiva nuestra verdadera patria y creen en sus fuerzas, siguen siendo considerados todavía como subversivos en la mayoría de los casos.

El breve intento precedente de exponer cómo se ha llegado a la actual situación mundial se podría resumir trayendo a colación una vez más la metáfora bíblica del pecado original.

Tras la expulsión desde la seguridad del Paraíso a la desprotección y a la autorresponsabilidad, se concedió al ser humano, dotado de una mayor capacidad cognoscitiva, la capacidad de disponer de la tierra y de sus riquezas. «Dominad la tierra». Sin embargo, en lugar de convertir su nuevo hábitat en un paraíso terrenal, para encontrar en él una nueva seguridad, el hombre, entendiendo mal el encargo divino y abusando de sus capacidades intelectuales recién adquiridas, ha devastado la Tierra y está a punto de hacerla completamente inhabitable.

¿Debe continuar la tendencia en esta dirección y debe extenderse aún más la destrucción del mundo interior y exterior? Hay un cúmulo de prognosis pesimistas. Es indudable que no existe vuelta atrás, que sólo es posible un desarrollo hacia adelante, un ulterior desarrollo del nivel actual de conciencia que se ha conseguido a lo largo de la historia del pensamiento, y un desarrollo de su correspondiente concepción científico-natural del mundo. Tampoco cabe hacer retroceder a la civilización técnico-industrial, sino que a su evolución futura podrían dársele otros objetivos, un nuevo sentido.

Requisito y base para un cambio positivo de rumbo tendría que ser la curación de la «neurosis fatalista europea», como Gottfried Benn ha denominado la escindida conciencia de la realidad. En la conciencia colectiva tendría que revivir una concepción de la realidad en la cual el individuo no se autopercibiera como separado del mundo exterior, sino como una misma cosa con la creación.

Es preciso reconocer que la fe unilateral en la concepción científico-natural del mundo se basa en un error cargado de consecuencias. Todo lo que ésta contiene es, ciertamente, verdadero, pero este contenido representa solamente la mitad de la realidad, solamente su parte material, su parte cuantificable. Faltan todas las dimensiones espirituales de la realidad, que no son aprehensibles física ni químicamente y entre las que se cuentan las características esenciales de los seres vivos. Estas deben ser integradas, como mitad complementaria, en la concepción científico-natural del mundo, para que surja la imagen de la plena realidad viviente a la que pertenece también el ser humano con su espiritualidad. En la vivencia consciente de esta realidad completa se cancela la escisión entre individuo y medio ambiente, entre ser humano y creación. Esta sería la curación de la «neurosis fatalista europea». Esta concepción científico-natural del mundo, complementada con las dimensiones que caracterizan lo viviente y profundizada a través de la meditación, sería capaz de proporcionar nuevamente seguridad.

Por consiguiente, no se trata de discutir la validez de la concepción científico-natural del mundo ni de disminuir el valor de la investigación cuantitativa de la naturaleza, sino de hacerse consciente solamente de que, como la visión de los titanes, es monocular. Por el contrario, se mantiene aquí la opinión de que la concepción científico-natural del mundo es la única base sólida y consistente sobre la que se puede y se debe seguir construyendo tanto en el ámbito material como en el espiritual. El enorme cúmulo de conocimientos sustantivos, las incursiones en la profundidad de la estructura material del universo, de la Tierra y de sus organismos vivientes constituyen indiscutiblemente logros y aportaciones grandiosos del espíritu investigador que no cabe pasar por alto. No es posible hacer retroceder el ensanchamiento de la conciencia de la realidad que se ha originado por este camino y no debe llevar a disolver, sino a hacer más profunda la concepción religiosa del mundo.

En las páginas que siguen quisiera exponer cómo mi concepción del mundo se ha visto influida por mis conocimientos y reflexiones como profesional de las ciencias naturales. Puesto que por esa razón las consideraciones que siguen reflejan en lo esencial opiniones y juicios personales, es decir, que lo subjetivo es un factor importante de las mismas, me parece prioritario mostrar algunos datos sobre el sujeto, sobre mi persona.

Cuando era un muchacho tenía con frecuencia vivencias místicas de la naturaleza durante mis correrías por el bosque y por el campo. Una pradera con flores, un lugar penetrado por los rayos del sol en el bosque, un sitio cualquiera del entorno habitual, se mostraban de repente con una claridad singular. Era como si los árboles, las flores, quisieran revelarme entonces su verdadera esencia y yo me sentía unido a ellos en una sensación indescriptible de felicidad. Estas vivencias, aunque las más de las veces eran de una brevísima duración, influyeron profundamente en mí. No sólo fueron las que despertaron mi amor por el mundo de las plantas, sino que determinaron también mi visión del mundo en sus rasgos fundamentales, en tanto me revelaron la existencia de una realidad que siendo ajena a la mirada cotidiana lo abarca todo, es acogedora y profundamente gratificante.

Este interés por el problema de la realidad, que se muestra primeramente como realidad material, fué el motivo por el que me decidí a estudiar química, aunque yo había realizado el bachillerato latino que servía de base a los estudios de las ciencias del espíritu. A la elección de la carrera de química contribuyó también el deseo de encontrar firmeza en un ámbito sólido e irrefutable del saber. En filosofía, en historia, en literatura, etc., se dan opiniones y posturas contrapuestas, pues todos los sistemas del espíritu son discutibles. Por el contrario, el mundo material es irrefutable y las leyes que le son inherentes son fijas. La ciencia que da acceso a esta parte tangible y fija, pero en el fondo tan misteriosa, de nuestro mundo, la materia, es la química.

La química es considerada generalmente como la más materialista de las ciencias. Sin embargo, materialista o material es solamente el objeto de la química, la materia, pero no su investigación científico-metodológica que, como toda investigación científica, es de naturaleza espiritual.

Quisiera hacer aquí una puntualización incidental que se refiere a la imagen que las ciencias naturales, en especial la química, tienen en la conciencia de la colectividad. El saber vulgar ha conducido a una concepción falsa de la esencia y de la importancia de las ciencias naturales. Los medios de comunicación de masas son los que determinan uniformemente y a escala mundial las opiniones y las mentalidades. El saber que estos medios transmiten —hoy se le llama información— es sólo parcialmente correcto en la mayoría de los casos, es superficial y no se orienta principalmente a la verdad o a la realidad, sino al sensacionalismo. Los mensajes han de venderse bien. Lo que el profano entiende, por ejemplo, por química, no tiene nada que ver, en absoluto, con la química como ciencia. El cliché del químico es el hombre con gafas y con una bata blanca de laboratorio que está mezclando algo misterioso en un tubo de ensayo. Es el mezclador de venenos por excelencia. En esta misma idea se manifiesta ya la falsa concepción, tan difundida colectivamente, de la esencia de la química. El mezclador de venenos sería físico, no químico, pues mezclar no es sino un procedimiento físico. La química empieza allí donde entra en juego la transformación de las sustancias, de la materia. Por lo demás, en la mentalidad popular el concepto de la química se agota con la imagen de la química industrial y con la fetidez y con la contaminación del medio ambiente con que se la asocia. Sólo una pequeña minoría de la población es consciente de la importancia teórico-cognoscitiva de la química, como ciencia de la estructura de todo el mundo material visible.

Hasta aquí mi puntualización incidental acerca de las falsas concepciones de la esencia de la química, puntualización que es aplicable también a las demás ciencias naturales. Me ha parecido necesaria, porque en ella se llama la atención acerca de un saber vulgar que es culpable, ante todo, de que se valore equivocadamente la concepción científico-natural del mundo.

Los estudios de química satisficieron mis expectativas. Me abrieron el camino hacia lo interno, hacia la recóndita configuración del mundo visible: hacia las estructuras moleculares y atómicas y hacia el microcosmos que constituyen los átomos. Aprendí que el reino mineral, el mundo vegetal y animal, incluido el ser humano, constan de unos pocos elementos idénticos. De un total de 92 átomos conocidos el mayor número de ellos se encuentra solamente en forma de vestigio. Apenas son una docena, aproximadamente, los elementos que intervienen de forma decisiva en la configuración de la Tierra y de su biosfera: hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, silicio, calcio, estroncio, fósforo, azufre, hierro, níquel, manganeso, sodio, potasio, por citar los más importantes. Si de los átomos pasamos a sus elementos comunes, a los protones y neutrones que forman su núcleo y a los electrones que giran alrededor del núcleo, entonces el número de componentes del mundo entero se reduce a tres.

La reducción del mundo a unos pocos elementos muertos, como su última realidad, se ha adoptado como fundamento de una concepción materialista del mundo. En este proceder se pone de manifiesto una desmesurada supervaloración del papel de la materia en la creación. Ello no significa otra cosa que reducir la maravilla de una catedral al número y calidad de las piedras empleadas en ella, sin tomar en cuenta su configuración, su belleza, su sentido y, en consecuencia, sin ver tampoco razón alguna para pensar en un arquitecto. Se suma a esto que la catedral carece de los aspectos de lo viviente, de suerte que el símil no expresa siquiera en toda su magnitud la improcedencia de reducir la esencia de la creación al plano de la química.

No se entiende fácilmente cómo la imagen materialista del mundo, que resulta de su reducción al nivel de la química, no es más combatida precisamente por los químicos, que deberían saber qué es lo que pertenece al plano de la química y deberían conocer los límites de ésta. De hecho, los biólogos son, más bien, quienes confían demasiado en la química y quienes en su aspiración de racionalidad intentan atribuir los fenómenos de la vida a reacciones químicas.

Sólo quisiera citar aquí, como ejemplo inconcebible, al premio Nobel, Jacques Monod. Su libro,
Azar y Necesidad
, que se distingue por su falta de cientificidad y por su arrogancia, ha causado un gran daño entre las personas que no son expertas en ciencias naturales.

He aquí un punto esencial de mi exposición. Quisiera mostrar que en la diferente valoración del papel de la química en la imagen científico-natural del mundo, es donde se dividen los espíritus. A un lado, la química y sus leyes, como fundamento causal último de la aparición del mundo visible, al otro lado, el papel de la química, como la ciencia del material constitutivo del que se ha servido un poder espiritual para la construcción de la creación en su polícroma variedad.

Quisiera mostrar ahora mediante algunas reflexiones de qué forma mis conocimientos como químico fueron, sobre todo, los que me descubrieron una imagen científica del mundo que me proporciona seguridad.

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