Read Libertad Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Libertad (45 page)

BOOK: Libertad
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—Entonces no eran como Nick —aseguró ella.

Al verla cerrarse en banda de ese modo, Joey se preguntó hasta qué punto tendría que endurecerse, y cuánto dinero tendría que ganar para participar siquiera en la competición por mujeres como ella. Bajo el bóxer, su polla se agitó de nuevo, como declarando que estaba dispuesta a aceptar el desafío. Pero otras partes más blandas de él, su corazón y su cerebro, sucumbieron a la desesperanza ante la envergadura del reto.

—Puede que hoy me dé una vuelta por Wall Street—anunció.

—Los sábados está todo cerrado.

—Sólo quiero ver cómo es, porque a lo mejor acabo trabajando allí.

—Sin ánimo de ofender —dijo Jenna a la vez que volvía a abrir el libro—, a ti se te ve demasiado buena persona para eso.

Cuatro semanas después, Joey estaba otra vez en Manhattan, cuidando la casa de su tía Abigail. Se había pasado el otoño agobiado planteándose dónde pasar las vacaciones de Navidad, porque sus dos casas rivales en Saint Paul se excluían mutuamente, y porque tres semanas eran demasiado tiempo para abusar de la hospitalidad de la familia de un amigo reciente de la universidad. Había planeado vagamente pasarlas con uno de sus mejores amigos del instituto, y así estaría en situación de visitar por separado a sus padres y los Monaghan, pero dio la casualidad de que Abigail se iba esas navidades a Aviñón para asistir a un taller internacional de mímica y, en el puente de Acción de Gracias, cuando se vieron, estaba preocupada por quién se quedaría en su apartamento de Charles Street y velaría por las complejas necesidades dietéticas de sus gatos, Tigger y Piglet.

El encuentro con su tía había sido interesante, aunque unilateral. Abigail, si bien más joven que su madre, parecía considerablemente mayor en todos los sentidos excepto en la indumentaria, que era de putilla adolescente. Olía a tabaco, y tenía una manera conmovedora de comerse el pastel de mousse de chocolate, troceando cada pequeño bocado para un intensivo paladeo, como si eso fuera lo mejor que iba a ocurrirle ese día. Las contadas preguntas que dirigió a Joey las respondió ella misma sin darle tiempo a decir nada. Básicamente, recitó un monólogo, salpicado de comentarios irónicos y afectadas exclamaciones, que era como un tren al que dejaba subir a Joey de un salto para viajar con ella un rato, y él mismo debía aportar el contexto e intentar adivinar el sentido de muchas alusiones. Al oír su cháchara, Joey tuvo la sensación de estar ante una triste versión caricaturesca de su madre, una advertencia de lo que ésta podía llegar a ser si no se andaba con cuidado.

Por lo visto, para Abigail, la mera existencia de Joey era un reproche que exigía una extensa descripción de su vida. Ella no estaba hecha para el rollo tradicional matrimonio-niños-casa, dijo, ni para el mundo superficial y mercantilista del teatro convencional, con sus degradantes audiciones amañadas y sus directores de reparto que sólo querían a la modelo del año y no tenían ni remota idea de lo que era originalidad de expresión, ni para el mundo de los monologuistas, en el que había intentado entrar malgastando un tiempo muuuy valioso, desarrollando un material excelente sobre la «verdad» de la infancia en los barrios residenciales de las ciudades estadounidenses, hasta caer en la cuenta de que todo se reducía a testosterona y humor escatológico. Criticó exhaustivamente a Tina Fey y Sarah Silverman y luego ensalzó el talento de varios «artistas», todos hombres, que, concluyó Joey, debían de ser mimos o payasos, y con quienes ella mantenía un contacto cada vez mayor, aunque todavía básicamente a través de talleres, hecho por el que se consideraba afortunada. Mientras ella hablaba y hablaba sin parar, Joey se dio cuenta de que admiraba la determinación de Abigail de sobrevivir sin el tipo de éxito que para él aún era una posibilidad verosímil. Estaba tan chiflada y absorta en sí misma que Joey se libró de la molestia de sentirse culpable y pudo pasar directamente a la compasión. Percibió que, como representante no sólo de su propia suerte superior, sino también de la suerte de la hermana de Abigail, no podía dar mayor muestra de consideración a su tía que dejarla justificarse ante él y prometerle ir a verla actuar en cuanto tuviera ocasión. A cambio, Abigail lo recompensó con el ofrecimiento de que le cuidara la casa.

Los primeros días en la ciudad, mientras iba de tienda en tienda con Casey, su compañero de planta en la residencia, fueron como una continuación hipervívida de los sueños urbanos que tenía durante la noche. Una masa de humanidad echándose sobre él desde todas direcciones. Músicos andinos tocando la flauta y el tambor en Union Square. Bomberos solemnes saludando con la cabeza a la multitud congregada ante un santuario dedicado al 11-S frente a un cuartel de bomberos. Un par de mujeres con abrigos de piel apropiándose descaradamente de un taxi que Casey había parado delante de Bloomingdale's. Lolitas de secundaria, con vaqueros bajo las minifaldas, repantigadas en el metro con las piernas abiertas. Chavales negros con trenzas africanas y enormes y amenazadoras parkas, soldados de la Guardia Nacional de patrulla en Grand Central con armas de última generación. Y la abuela china pregonando DVD de películas que ni siquiera se habían estrenado, el bailarín de breakdance que se desgarró un músculo o un tendón y se sentó en el suelo meciéndose de dolor en un vagón de metro de la línea 6, el saxofonista insistente al que Joey dio cinco dólares para que pudiera trasladarse hasta el local donde tenía un bolo, pese a advertirle Casey que era un timo: cada encuentro era como un poema que memorizaba al instante.

Los padres de Casey vivían en un apartamento con un ascensor cuyas puertas daban directamente a la vivienda, elemento imprescindible, decidió Joey, si alguna vez triunfaba en Nueva York. Comió con ellos en Nochebuena y Navidad, apuntalando así las mentiras que les había contado a sus padres sobre dónde pasaría las fiestas. Pero Casey y su familia se iban a esquiar a la mañana siguiente, y en cualquier caso Joey sabía que su hospitalidad para con él empezaba a agotarse. Cuando regresó al apartamento, maloliente y lleno de trastos, y se encontró con que Piglet y/o Tigger habían vomitado en varios sitios, en una punitiva protesta felina por ausentarse él todo el día, tomó conciencia súbitamente de lo raro y estúpido que era su plan de pasar dos semanas enteras solo.

De inmediato lo empeoró todo aún más hablando con su madre y reconociendo que parte de sus planes «se habían venido abajo» y «en lugar de eso» estaba cuidándole la casa a la hermana de ella.

—¿En el apartamento de Abigail? —preguntó su madre—. ¿Tú solo? ¿Y ella ni siquiera se habla conmigo? ¿En Nueva York? ¿Tú solo?

—Sí —contestó Joey.

—Lo siento, pero tienes que decirle que es inaceptable. Dile que me llame en el acto. Esta noche. En el acto. De inmediato. Sin falta.

—Ya es tarde para eso. Está en Francia. Pero no pasa nada. Éste es un barrio muy seguro.

Su madre ya no escuchaba. Cruzaba unas palabras con su padre, palabras que Joey no distinguió pero que le parecieron un tanto histéricas. Y de pronto su padre se puso al aparato.

—¿Joey? Escúchame. ¿Estás ahí?

—¿Dónde voy a estar?

—Escúchame. Si no tienes la decencia de venir a pasar unos días con tu madre en una casa que ha significado tanto para ella y en la que nunca más vas a poner los pies, por mí no hay inconveniente. Ha sido una horrenda decisión tuya de la que ya tendrás tiempo de arrepentirte. Y las cosas que dejaste en tu habitación, de las que esperábamos que vinieras a ocuparte… en fin, ya las donaremos a la beneficencia, o dejaremos que los basureros se lo lleven todo. Es algo que pierdes tú, no nosotros. Pero estar solo en una ciudad donde eres demasiado joven para estar solo, una ciudad donde se han producido repetidamente atentados terroristas, y donde vas a estar no sólo una noche o dos, sino semanas, es la mejor manera de provocar en tu madre un estado de angustia permanente.

—Papá, es un barrio totalmente seguro. Es Greenwich Village.

—Pues le has amargado las fiestas a tu madre. Y vas a amargarle los últimos días en esta casa. No sé por qué a estas alturas sigo esperando más de ti, pero estás demostrándole un egoísmo brutal a una persona que te quiere más de lo que ni siquiera puedes imaginar.

—¿Y por qué no me lo dice ella? —replicó Joey—. ¿Por qué tienes que decírmelo tú? ¿Cómo sé que es verdad?

—Si tuvieras una pizca de imaginación, sabrías que es verdad.

—¡Pues no, si ella misma nunca lo dice! Y si tú tienes un problema conmigo, ¿por qué no me dices cuál es tu problema, en lugar de hablar siempre de los problemas de ella?

—Porque, sinceramente, yo no estoy tan preocupado como ella —contestó su padre—. No creo que seas tan listo como te crees, me temo que no eres consciente de todos los peligros que hay en el mundo. Pero sí creo que eres lo bastante listo y sabes cuidarte solo. Si alguna vez te metes en un aprieto, espero que seamos los primeros a quienes llames. Por lo demás, has tomado tu decisión en la vida y yo no puedo hacer nada al respecto.

—Pues muchas gracias —dijo Joey, sólo con relativo sarcasmo.

—No me des las gracias. Siento muy poco respeto por lo que estás haciendo. Me limito a reconocer que tienes dieciocho años y eres libre de actuar a tu antojo. De lo que hablo es de mi decepción personal ante el hecho de que a un hijo nuestro no le salga de dentro ser más considerado con su madre.

—¿Por qué no le preguntas a ella por qué? —replicó Joey con saña—. ¡Ella sabe por qué no lo soy, papá! Joder si lo sabe. Ya que estás tan maravillosamente preocupado por su felicidad, ¿por qué no se lo preguntas a ella en lugar de fastidiarme a mí?

—No me hables así.

—Pues tú no me hables así a mí.

—De acuerdo, bien, no lo haré.

Su padre pareció alegrarse de cambiar de tema, y Joey también se alegró. Prefería sentirse tranquilo y dueño de su vida, y lo perturbaba descubrir dentro de sí eso otro, ese pozo de rabia, ese cúmulo de sentimientos de la vida familiar que súbitamente podía estallar y adueñarse de él. Las palabras de ira que acababa de dirigir a su padre le habían parecido preformadas, como si durante las veinticuatro horas del día llevara dentro un segundo yo ofendido, por lo común invisible, pero sin duda plenamente sensible y dispuesto a desahogarse, sin previo aviso, en forma de frases independientes de su propia voluntad. Lo llevó a preguntarse quién era su verdadero yo, y eso le resultaba muy inquietante.

—Si cambias de idea —dijo su padre cuando agotaron la limitada provisión de cháchara navideña—, te pagaré encantado un billete de avión para que vengas unos días. Le darías una gran alegría a tu madre. Y a mí también. Sería una satisfacción para mí.

—Gracias —contestó Joey—, pero es que no puedo. Están los gatos.

—Puedes llevarlos a una residencia. Tu tía no se enterará. También lo pagaré yo.

—Vale, es una posibilidad. Probablemente no lo haga, pero es una posibilidad.

—De acuerdo, pues, Feliz Navidad —dijo su padre—. Mamá también te desea Feliz Navidad.

Joey la oyó decirlo de fondo. ¿Por qué razón, exactamente, no volvió a ponerse al aparato y se lo dijo en persona? Parecía otra prueba condenatoria contra ella. Otra manera de reconocer en vano su culpabilidad.

Aunque el apartamento de Abigail no era pequeño, no había un solo palmo que no estuviera ocupado por Abigail. Los gatos lo patrullaban como sus plenipotenciarios, depositando pelo por todas partes. En el armario del dormitorio, desordenadas y densas pilas de pantalones y jerséis se amontonaban hasta el nivel de los abrigos y vestidos, y los cajones estaban tan llenos que era imposible abrirlos. Los CD eran todos de infumables cantantes francesas y murmullos New Age, colocados en doble fila en los estantes y encajonados de lado en todos los huecos. Incluso en los libros estaba presente Abigail: abarcaban temas como el Flujo, la visualización creativa y cómo vencer la inseguridad. Había asimismo toda clase de accesorios místicos, no sólo objetos judíos, sino también incensarios orientales y estatuillas con cabeza de elefante. Lo único que no abundaba era la comida. En ese momento, mientras se paseaba por la cocina, Joey empezó a pensar que si no quería comer pizza tres veces al día tendría que ir a un supermercado a comprar y prepararse la comida él mismo. La provisión de alimentos de Abigail consistía en galletas de arroz, cuarenta y siete formas de chocolate y cacao, y fideos ramen instantáneos de esos que te saciaban durante diez minutos y luego te despertaban un hambre nueva y voraz.

Pensó en la espaciosa casa de Barrier Street, pensó en los excelentes guisos de su madre, pensó en rendirse y aceptar el billete de avión ofrecido por su padre, pero estaba decidido a no conceder a su yo oculto más ocasiones para desahogarse, y su única opción para no seguir pensando en Saint Paul era ir a la cama de latón de Abigail y meneársela, y luego meneársela otra vez mientras los gatos lanzaban maullidos de reproche frente a la puerta de la habitación, y luego, aún no satisfecho, encender el ordenador de su tía, ya que allí no tenía acceso a internet en su propio ordenador, y buscar porno para meneársela un poco más. Como suele ocurrir, cada web gratuita en la que caía lo remitía a otra aún más explícita y cautivadora. Al final, una de esas webs empezó a generar ventanas emergentes como en una pesadilla del Aprendiz de Brujo; la cosa se complicó tanto que tuvo que apagar el ordenador. Al reiniciarlo con impaciencia, mientras la polla maltratada y pringosa se le quedaba flácida en la mano, se encontró con que el sistema se hallaba bajo el control de un software extraño que sobrecargaba el disco duro e impedía el uso del teclado. Le daba igual si por su culpa se había colado un virus en el ordenador de su tía. En ese preciso momento no podía conseguir lo único que deseaba en el mundo, que era ver otra bonita cara femenina en la distensión del éxtasis, a fin de poder correrse por quinta vez e intentar dormir un poco. Cerró los ojos y se acarició, esforzándose por evocar imágenes suficientes para completar la tarea, pero los maullidos de los gatos lo distraían. Se fue a la cocina y desprecintó una botella de coñac, esperando que no le saliera muy caro sustituirla.

Al despertarse resacoso a la mañana siguiente, ya tarde, olió lo que esperaba que fuera sólo mierda de gato, pero cuando se aventuró a entrar en el cuarto de baño abarrotado e infernalmente sobrecalentado, resultó ser puras aguas negras. Llamó al encargado de mantenimiento, el señor Jiménez, que llegó al cabo de dos horas con un carrito de la compra lleno de herramientas de fontanería.

BOOK: Libertad
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