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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Libertad (70 page)

BOOK: Libertad
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De inmediato, le pareció que el mundo se ralentizaba y se equilibraba, como si también estuviese adaptándose a una nueva necesidad. El primer caballo brioso que le dieron en las cuadras lo tiró al suelo casi con delicadeza, sin mala intención, sin más violencia que la estrictamente necesaria para expulsarlo de la silla. A continuación, le asignaron una yegua de veinte años, desde cuyo amplio lomo vio alejarse rápidamente a Jenna en su corcel por un camino polvoriento, con el brazo izquierdo en alto, como si se despidiera con un gesto de revés, o quizá fuera sólo la postura ecuestre correcta, mientras Félix adelantaba a Joey al galope para alcanzarla. Joey comprendió que sería lógico que ella acabara follando con Félix, y no con él, ya que Félix era un jinete infinitamente superior; esta posibilidad era un alivio, incluso una
mitzvá
, ya que la pobre Jenna desde luego necesitaba que alguien se la follara. Él, por su parte, fue casi toda la mañana al paso, y al final al trote, en compañía de Meredith, la joven hija de Ellen, la lectora de novelas, escuchándola mientras ella exhibía su impresionante bagaje de conocimientos equinos. Eso no le daba sensación de debilidad; le daba sensación de firmeza. El aire andino era magnífico.

Meredith pareció encapricharse un poco de él y, pacientemente, lo aleccionó sobre cómo dirigir su caballo sin confundirlo tanto. Cuando el grupo se reunió para el tentempié de media mañana junto a un manantial, sin rastro de Jenna y Félix, Jeremy fue más severo en el aleccionamiento a su mujer, callada y sonrojada, a quien al parecer consideraba responsable de que se rezagaran tanto respecto a los que iban en cabeza. Joey, ahuecando las manos limpias para beber agua del manantial acumulada en una pila de piedra, y ya sin importarle lo que pudiera estar haciendo Jenna, sintió lástima por Jeremy. Era divertido montar a caballo en la Patagonia: en eso Jenna tenía razón.

La sensación de paz le duró hasta media tarde, cuando comprobó su buzón de voz desde el teléfono de la habitación, a cargo de la madre de Jenna, y encontró mensajes de Carol Monaghan y Kenny Bartles. «Hola, cielo, soy tu suegra —decía Carol—. ¿Qué tal te suena eso? ¿Eh? ¡Suegra! No me dirás que no suena raro. Me parece una noticia extraordinaria, pero ¿sabes qué, Joey? Seré sincera contigo. Creo que si para ti Connie es tan importante como para casarte con ella, y si tienes tu propia madurez en tan alto concepto como para meterte en el matrimonio, deberías tener la decencia de decírselo a tus padres, en mi modesta opinión. Pero no veo ninguna razón para mantener esto tan en secreto, a menos que te avergüences de Connie, y francamente no sabría qué decir de un yerno que se avergonzara de mi hija. Quizá baste decir que la discreción no es lo mío, personalmente estoy en contra de tanto secreto. ¿Vale? Quizá con eso ya está todo dicho.»

«¿Qué coño pasa, tío? —decía Kenny Bartles—. ¿Dónde coño te has metido? Acabo de enviarte como diez mails. ¿Estás en Paraguay? ¿Por eso no me contestas? Cuando en la contrata pone el 31 de enero Defensa quiere decir el puto 31 de enero. Espero sinceramente que haya algo en camino para mí, porque para el 31 faltan nueve putos días. LBI ya se me ha echado encima, porque esos putos camiones se averían. Un defecto de fábrica absurdo en el eje trasero. Espero que me hayas conseguido unos cuantos putos ejes traseros. O lo que sea, tío. Quince toneladas de putos embellecedores para el capó, y te estaré muy agradecido. Mientras no me consigas algo que pese, mientras no veamos una fecha de entrega confirmada de algo que pese lo suyo, cualquier cosa, no tengo a qué agarrarme.»

Jenna regresó al atardecer, más espectacular aún cubierta de polvo.

—Estoy enamorada —dijo—. He encontrado al caballo de mis sueños.

—Tengo que marcharme —anunció Joey sin más—. Tengo que irme a Paraguay.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Mañana por la mañana. Aunque lo ideal sería esta noche.

—Dios mío, ¿tanto te has cabreado conmigo? Yo no tengo la culpa de que me mintieras sobre tus aptitudes ecuestres. No he venido aquí para ir al paso. Tampoco he venido aquí a desperdiciar cinco noches en una habitación doble.

—Ya, lo siento mucho. Pagaré mi mitad.

—Qué pagar ni qué coño. —Lo miró de arriba abajo con desdén—. Es sólo que… ¿no podrías encontrar otra manera de ser decepcionante? No sé si has marcado ya todas las casillas de decepciones concebibles.

—Eso es muy cruel —susurró él.

—Créeme, puedo decir cosas mucho más crueles, y ésa es mi intención.

—Además, no te he dicho que estoy casado. Estoy casado. Me he casado con Connie. Vamos a vivir juntos.

Jenna lo miró con los ojos como platos, como si sintiera dolor. —¡Joder, mira que eres raro! Eres un bicho raro de cojones.

—Soy muy consciente de eso.

—Creía que me comprendías de verdad. A diferencia de los otros hombres que he conocido. ¡Qué tonta soy!

—No lo eres —dijo él, compadeciéndola por la desventaja que suponía su belleza.

—Pero si crees que lamento oír que estás casado, te equivocas. Si crees que te veía como candidato matrimonial… en fin, dejémoslo. Ni siquiera me apetece cenar contigo.

—Entonces a mí tampoco me apetece cenar contigo.

—Bien, estupendo —contestó ella—. Ahora eres ya oficialmente el peor compañero de viaje posible.

Mientras Jenna se duchaba, él hizo la maleta y luego se tendió en la cama ociosamente, pensando que, quizá, ahora que las cosas estaban claras, podían hacer el amor una vez, para evitar la vergüenza y la derrota de no haberlo hecho, pero cuando Jenna salió del baño, en un grueso albornoz de la Estancia El Triunfo, interpretó correctamente la expresión de su cara y dijo: —Ni hablar.

Joey se encogió de hombros. —¿Seguro?

—Sí, seguro. Vete a casa con tu mujercita. No me gustan los bichos raros que me mienten. Sinceramente, ahora mismo me resulta violento compartir la habitación contigo.

Así las cosas, Joey se marchó a Paraguay, y fue un desastre. Armando da Rosa, el dueño del concesionario de excedentes militares más grande del país, era un ex oficial sin cuello, con las cejas juntas y blancas y el pelo muy negro, como teñido con betún. Su despacho, en una barriada de Asunción, tenía un suelo de linóleo bien encerado y una enorme mesa metálica detrás de la cual una bandera paraguaya pendía lánguidamente de un asta de madera. La puerta trasera daba a hectáreas de malas hierbas y polvo y cobertizos de tejado acanalado y herrumbroso, vigilados por enormes perros todo colmillos y esqueleto y pelo de punta y con aspecto de haber sobrevivido por poco a una electrocución. La impresión que Joey sacó del monólogo laberíntico de Da Rosa, en un inglés sólo un poco mejor que el español de Joey, fue que había sufrido un contratiempo en su carrera unos años antes y había escapado del consejo de guerra gracias a los esfuerzos de ciertos oficiales, amigos leales suyos, recibiendo a cambio, a modo de «justicia», la concesión para la venta de excedentes y material militar declarado obsoleto. Vestía uniforme de faena y llevaba al cinto un arma que incomodó a Joey cuando salió delante de él. Avanzaron entre la mala hierba, cada vez más alta y leñosa, poblada de descomunales avispones sudamericanos, hasta llegar al filón principal de repuestos para el camión Pladsky A10, junto a una valla trasera coronada de alambre concertina. Lo bueno era que desde luego había muchas piezas. Lo malo era que se hallaban en un estado lamentable. En hilera, los capós de camión, orlados de óxido, yacían semicaídos, como piezas de dominó volcadas; los ejes y los parachoques formaban pilas enmarañadas como viejos huesos de pollo gigantescos; los motores se hallaban dispersos entre la mala hierba como los excrementos de un tiranosaurio; en los montículos cónicos de piezas menores, más oxidadas, crecían flores silvestres. Deambulando entre la mala hierba, Joey descubrió nidos de piezas de plástico embarradas y/o rotas, escondrijos de manguitos y correas agrietados por la intemperie, y cajas de cartón descompuestas con palabras estampadas en polaco. Al ver todo aquello, tuvo que reprimir unas lágrimas de decepción.

—Mucha herrumbre aquí —dijo.

—¿Qué es «herrumbre»?

Joey desprendió una enorme escama del tapacubos más cercano. —Herrumbre. Óxido de hierro.

—Eso es por lluvia —explicó Da Rosa.

—Puedo darle diez mil dólares por el lote entero —dijo Joey—. Si pesa más de treinta toneladas, le daré quince. Eso está muy por encima de su valor como chatarra.

—¿Para qué quiere esta mierda?

—Tengo una flota de camiones que necesito mantener.

—Usted… usted es muy joven. ¿Para qué lo quiere?

—Porque soy tonto.

Da Rosa lanzó una mirada hacia la selva secundaria al otro lado de la valla.

—No puedo dárselo todo.

—¿Por qué no?

—Estos camiones, el ejército no usar. Pero puede usar si hay guerra. Entonces mis piezas son valiosas.

Joey cerró los ojos y se estremeció ante tamaña estupidez.

—¿Qué guerra? ¿Contra quién? ¿Bolivia?

—Sólo digo que si guerra, necesitamos piezas.

—Estas piezas son una mierda. Le estoy ofreciendo quince mil dólares por ellas. Quince mil dólares.

Da Rosa negó con la cabeza.

—Cincuenta mil.

—¿Cincuenta mil dólares? Y un carajo. ¿Lo entiende? De eso nada.

—Treinta.

—Dieciocho.

—Veinticinco.

—Me lo pensaré —dijo Joey, volviéndose en dirección al despacho—. Me pensaré si le doy veinte, en caso de que haya más de treinta toneladas. Veinte, ¿de acuerdo? Es mi última oferta.

Durante un minuto o dos, después de estrechar la grasienta mano de Da Rosa y regresar al taxi que había dejado esperando en la calle, se sintió bien consigo mismo, por la manera en que había manejado la negociación y por su valentía al viajar a Paraguay para llevarla a cabo. Lo que su padre no entendía de él, lo que en realidad sólo entendía Connie, era que poseía una cabeza privilegiada para los negocios. Sospechaba que había heredado ese instinto de su madre, que era una competidora nata, y poder ejercerlo le proporcionaba una peculiar satisfacción filial. El precio que había arrancado a Da Rosa era muy inferior al que se había permitido esperar, y aun sumando el coste de un transportista local para cargar las piezas en los contenedores y trasladarlas al aeropuerto, aun añadiendo la exorbitante suma que después le representaría enviar los contenedores por aire a Iraq, aun así, se mantendría dentro de los parámetros que le garantizaban unos beneficios de escándalo. Pero mientras el taxi serpenteaba por las zonas coloniales más antiguas de Asunción, empezó a temer que quizá no fuera capaz de hacerlo. Que no fuera capaz de enviar una chatarra casi descaradamente inservible a las fuerzas estadounidenses que intentaban ganar una guerra dura y poco convencional. Si bien el problema no lo había creado él —había sido cosa de Kenny Bartles, al elegir el Pladsky obsoleto, a precio de ganga, para cumplir su propia contrata—, era igualmente un problema suyo. Y creaba un problema aún mayor: con los costes iniciales y el envío insignificante pero caro de las piezas desde Lodz, había gastado ya todo el dinero de Connie y la mitad del primer plazo del préstamo bancario. Aun cuando en ese momento consiguiera echarse atrás, dejaría a Connie sin blanca y él se quedaría con una deuda agobiante. Nervioso, dio vueltas a su alianza nupcial en el dedo, vueltas y más vueltas, deseando llevársela a la boca en busca de consuelo pero temiendo tragársela de nuevo. Intentó convencerse de que tenía que haber más piezas del A10 en algún sitio, en algún almacén abandonado pero al amparo de la lluvia en el este de Europa, pero había dedicado largos días a buscar en internet y a hacer llamadas, y las probabilidades eran escasas.

—El jodido Kenny—dijo en voz alta, pensando en lo inoportuno que era empezar a tener conciencia en ese preciso momento—. Jodido delincuente.

De vuelta en Miami, mientras esperaba el último vuelo de enlace, se obligó a llamar a Connie.

—Hola, cariño —dijo ella, animada—. ¿Qué tal va por Buenos Aires?

Sin entrar en detalles acerca de su itinerario, fue derecho a explicarle sus inquietudes.

—Parece que lo has hecho muy bien —comentó Connie—. O sea, veinte mil dólares, eso es un precio buenísimo, ¿no?

—Salvo por el hecho de que son unos diecinueve mil más de lo que vale.

—No, cariño, vale lo que Kenny esté dispuesto a pagar.

—¿Y no crees que eso debería… digamos… preocuparme moralmente? ¿Venderle chatarra al gobierno?

Ella guardó silencio mientras reflexionaba.

—Supongo que, si te disgusta mucho —contestó por fin—, quizá no deberías hacerlo. Sólo quiero que hagas cosas con las que te sientas a gusto.

—No pienso perder tu dinero —dijo él—. Eso es lo único que tengo claro.

—Ah, no, sí que puedes perderlo. Da igual. Ya ganarás dinero con otra cosa. Confío en ti.

—No pienso perderlo. Quiero que vuelvas a la universidad. Quiero que tengamos una vida juntos.

—¡Pues tengámosla! Yo estoy lista si tú lo estás. Estoy más que lista.

Fuera, en la pista, bajo un inestable cielo gris propio de Florida, armas de destrucción masiva de eficacia probada rodaban de aquí para allá. Joey deseó que hubiera otro mundo, un mundo más sencillo en el que fuera posible disfrutar de una buena vida sin hacerlo a costa de nadie.

—He recibido un mensaje de tu madre —dijo.

—Lo sé. Estuve mal, Joey. No le conté nada, pero ella me vio el anillo y me preguntó, y no pude callarme.

—Me vino con el sermón de que debo decírselo a mis padres.

—Pues déjala que sermonee. Ya se lo dirás cuando estés listo.

Cuando llegó a Alexandria, estaba de un humor lúgubre. Sin la opción de ilusionarse con Jenna o fantasear con ella, incapaz de imaginar un resultado favorable en Paraguay, sin nada salvo tareas ingratas ante sí, se comió una bolsa de patatas fritas onduladas y telefoneó a Jonathan para expresarle su arrepentimiento y buscar consuelo en la amistad.

—Y ahora viene lo peor —anunció—: fui allí siendo un hombre casado.

—¡No me jodas! —exclamó Jonathan—. ¿Te has casado con Connie?

—Sí. Me he casado. En agosto.

—Esa es la mayor locura que he oído en la vida.

—He pensado que era mejor decírtelo, porque probablemente te enterarás por Jenna. Quien, puedo decir sin miedo a equivocarme, ahora mismo no está muy contenta conmigo.

—Debe de tener un cabreo soberano.

—Oye, ya sé que la consideras horrorosa, pero no lo es. Lo que pasa es que está perdida, y los demás sólo ven en ella su aspecto físico. Tiene mucha menos suerte que tú.

BOOK: Libertad
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