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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (9 page)

BOOK: La vida iba en serio
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Y llegó la tarde. Me calcé unos náuticos Pielsa, ya que eran el único complemento que tenía que me aproximaba al universo pijo, y me dirigí a la puerta.

—¿Adónde vas tan guapo? —me preguntó mi madre antes de salir.

—Habrá quedado con alguna… —remató con sonrisa pícara mi padre.

—He quedado con unos amigos. No sé adónde iremos.

Mentía. Sabía perfectamente adónde iba, pero quería curarme en salud por si acaso no me dejaban entrar. No me apetecía nada pasar por el bochorno de contarles a mis padres que no era digno de entrar en Titus. Porque gran parte de culpa la tenían ellos, aquello estaba claro: vivir en San Roque no ayudaba, ni tampoco que mi madre viniera de Albacete y que mis abuelos paternos fueran de Murcia. Y eso que mi padre se manejaba muy bien en catalán y estaba empeñado en que yo lo hablara continuamente, incluso había habido épocas en las que llegaba a casa y me hablaba en esa lengua para que yo me soltara. Pero no. Me daba vergüenza. Y además, por mucho que mi padre hablara catalán, no era como los padres que vivían en el centro. Le faltaba aplomo, seguridad, arrojo.

Quedé con Carlos y César en la plaza del Ayuntamiento, como de costumbre, y nada más llegar notaron que estaba nervioso.

—¡
Joé
, macho, tampoco es para tanto! —exclamó César.

Yo sabía que sí. Que era para aquello y mucho más. Mientras bajábamos la calle del Mar comenzaron a hablar de las tías que habría en la discoteca, cómo harían para «entrarles» y dónde se morrearían con ellas en el caso de que «pillaran». Yo permanecí en silencio, deseando ir a Titus pero al mismo tiempo con unas ganas terribles de regresar a San Roque y no salir jamás del barrio. No sabía cómo había podido llegar a pensar que conseguiría salir de allí, aquel y no otro era mi lugar, y así seguiría siendo por los siglos de los siglos. Amén.

Nos adentramos en las Ramblas; mis amigos iban cada vez más animados, y yo con el deseo de que aquello acabara pronto. Ojalá saliera bien, sería tan feliz… Llegamos a la puerta y todo sucedió de una manera muy rápida. No había cola, así que mi futuro en la ciudad se resolvería en menos de tres segundos. El de la puerta nos vio a los tres juntos: miró primero a Carlos, luego a César y luego a mí, después a Carlos y a César a la vez y luego nuevamente a mí. Y dictaminó.

—Vosotros dos pasáis, él no.

Él era yo.

—Entrad, tranquilos, no os preocupéis. No pasa nada, me voy a mi casa.

—Jorge, si quieres, vamos a dar una vuelta los tres juntos —propuso César. Y no lo decía con fastidio, sino con la tranquilidad que le proporcionaba saber que él podía volver cuando le diera la gana porque, una vez que traspasabas el umbral de aquella puerta, nunca volvían a impedirte el paso.

—No, de verdad. Prefiero irme a casa, nos vemos el lunes.

—¿No quieres que hagamos algo mañana? —terció Carlos.

—No, tengo que hacer un dibujo para entregarlo en clase a primera hora.

—Oye, ¿podéis dejar libre la puerta? —ordenó el portero aunque pronunciara la frase a modo de interrogación.

Y obedecí.

Me dirigí hacia mi casa, que estaba, cómo no, en el sur de la ciudad. Podría haber cogido la línea 4 de
la tusa
—así llamábamos al autobús, venía de Transporte Urbano Sociedad Anónima—, pero no tenía ganas de cruzarme con nadie y preferí volver caminando, dejando atrás poco a poco el centro de la ciudad, atravesando zonas industriales repletas de fábricas de ladrillo negruzco para entrar al fin en San Roque, aquel conglomerado de bloques terribles que almacenaban almas envueltas en resignación. Como de costumbre, los dos bancos que había delante de mi bloque estaban ocupados por vecinas en bata que comían pipas a espuertas, y no sólo las saludé con una sonrisa por primera vez en mi vida, sino que me sentí más cercano a ellas que nunca. Me había criado con aquellas señoras, había jugado con sus hijos y sentía en sus miradas algo cercano a la admiración porque era el único del bloque que seguía estudiando y no fumaba, no bebía, no llegaba tarde y no le importaba besar a su madre delante de todo el mundo.

Podría haber subido a casa, meterme en mi habitación y ponerme a llorar pensando en lo desdichado que era, pero no me daba la gana. Era viernes por la noche y tenía el fin de semana por delante, así que entré en el ascensor y al llegar al octavo oí que salía música del interior de mi piso. No me costó deducir que en el tocadiscos sonaba un disco de Ray Conniff, un sonriente anciano con pinta de Papá Noel pero en delgado, que con su orquesta versionaba temas de ayer, de hoy y de siempre. Cuando abrí la puerta del octavo tercera descubrí a mis padres bailando agarrados el
Tico-Tico
, y no dejaron de hacerlo cuando me vieron. Tampoco yo mostré sorpresa, porque de vez en cuando a mi padre, cuando estaba muy marchoso, le daba por poner un disco de Ray Conniff, Paul Mauriat o Glenn Miller y le decía a mi madre: «Vamos a bailar». Y bailaban la canción y volvían a sentarse como si aquella momentánea interrupción de sus existencias no se hubiera producido jamás. Mi madre estaba en bata y mi padre en calzoncillos y camiseta blanca de tirantes, y no me preguntaron qué hacía en casa tan pronto hasta que acabó el
Tico-Tico
.

—Me aburría en la calle y he preferido venir a ver la tele.

—A mí me gusta mucho que te quedes alguna noche con nosotros —confesó mi padre.

Yo estuve a punto de decir que a mí también me gustaba estar con ellos, que me encantaba ver que se llevaban tan bien, que me emocionaba cuando mi padre presumía delante de todo el mundo de que no salía a la calle sin mi madre y que me consideraba un afortunado por tener un padre que trabajara siempre y no tuviera que dedicarse a lavar el coche, que era lo que hacían muchos vecinos en paro para matar el tiempo y no estar todo el día encerrados en casa. Estuve a punto de decirles que les agradecía todo lo que estaban haciendo por mí y que quería que me durasen siempre.

Pero me dio vergüenza.

8

GLORIA Y ADIÓS A DIOS

Me refugié en el centro del Opus Dei porque entre las paredes de aquel mundo sólo existía una marca: Dios. Una marca que unificaba a feos, patosos, muchachos de barrio, profesores de universidad… Allí me encontraba cómodo porque no tenía que seguir diciendo que vivía al lado de los bomberos —un parque que inauguró el por entonces
president
Tarradellas, a finales de los setenta, con una placa que rezaba «Duerme tranquila, ciudad, tus bomberos te velan»— para evitar pronunciar el nombre de San Roque, ya que lo único que importaba era la consecución de la santidad. Nuestro exclusivo fin en esta vida era morir en gracia de Dios para poder pasar el resto de la eternidad contemplando su rostro allá en el cielo, y el Opus Dei estaba dispuesto a ayudarte a que consiguieras llegar a la meta con el alma más limpia que una patena.

Lo primero que tenías que hacer nada más acceder al centro era dirigirte a la capilla y saludar a Cristo. Si estaba expuesto, con genuflexión; si no, bastaba con un respetuoso movimiento de cabeza. Tras la visita pasabas al despacho del director —un juez con el que no me costó simpatizar— para avisar de que habías llegado. En una de sus paredes podías contemplar, enmarcado a modo de reliquia, un retal diminuto de la sotana de Escrivá de Balaguer. Yo mantenía conversaciones periódicas con él, cada vez más largas, hasta que un día me asombré al descubrir que me sentía muy cómodo en aquel ambiente. No tenía que preocuparme de pensar en qué hacer con mi vida, porque ellos pensaban por mí y se encargaban de que no tuviera mucho tiempo libre para que a la cabeza no le diera por comenzar a albergar pensamientos poco apropiados: el demonio siempre estaba al acecho y en cuanto nos descuidábamos podía meternos en un buen lío.

Me gustaba la vida que me proponían, y fuera de sus muros no encontraba demasiados alicientes: salía de vez en cuando e intentaba conquistar alguna chica, pero sin demasiada convicción. ¿Notarían ellas que mis fuegos iban dirigidos a otras posiciones? Y en cuanto a los chicos, no lograba conocer a otro como yo, y aunque sabía que en Barcelona había bares donde se encontraban, yo todavía no tenía la edad ni el morro para entrar en ellos. De aquel modo, mientras mis compañeros de Bachillerato más lanzados comenzaban a disfrutar de los fines de semana en compañía del alcohol, yo hacía novenas y hasta retiros espirituales.

—Que no te capten, Jorge, que no te capten —seguía diciéndome mi padre.

Y yo que vale, que no se preocupara, que no iba a pasarme nada, pero le mentía, porque en realidad estaba comenzando a formarse en mi cabeza un cacao considerable.

Si era honesto conmigo mismo no podía negar que era feliz con ellos. Mi vida iba enderezándose, y las inquietudes que me provocaban mis tendencias estaban diluyéndose y, con la ayuda de Dios, podían incluso desaparecer. Poco a poco mi existencia más allá de los muros del colegio comenzó a girar en torno a los designios del director del centro de Badalona, que se convirtió a su vez en mi director espiritual. Semana tras semana me reunía con él y repasábamos los logros conseguidos o los tropiezos que no había logrado evitar; para ayudarme a seguir el camino recto dirigían mis lecturas, hasta el punto de que cuando se enteraron de que estaba leyendo
El nombre de la rosa
me contaron quién era el asesino para que me desencantara y abandonara la novela. Incluso había gente que acudía a su cita con una libretita, pero yo no recuerdo si llegué a tener alguna.

Comencé a ofrecer al Señor pequeñas mortificaciones: levantarme a la hora y no remolonear en la cama, dedicarle una hora de estudio fructífero, no comer aquel postre que tanto me gustaba… En casa no comentaba ninguno de mis progresos espirituales porque desde el primer momento se me advirtió de que, como a lo mejor no iban a comprenderlos, era mejor mantenerlos ocultos. Debía ser sabio e ir consiguiendo que mis padres me acompañaran poco a poco en aquel viaje, pero yo tenía muy claro desde el principio que aquello iba a ser algo muy difícil de lograr. En cualquier caso, tenía que empezar a predicar con el ejemplo: se me aconsejaba que cuando estuviéramos viendo la televisión y apareciera una escena subida de tono apartase la vista, que evitara cualquier conversación que tuviese que ver con el sexo porque, tal y como decía monseñor Escrivá de Balaguer, dicha materia era más viscosa que la pez y lo que podía comenzar como una broma podía desembocar en pensamientos impuros, paja y, por consiguiente, pecado mortal y riesgo de ir al infierno en caso de muerte. Qué lío, Dios, qué lío. Y encima un día encontré por casualidad en mi casa una película porno que escondían mis padres y, al ponerla en el vídeo, me volví loco viendo a un tío y a una tía follar. Y no por la tía, precisamente. A todo esto, el temido señor Rovira me miraba cada vez con más cariño, incluso me sonreía cuando me veía, y al hacerlo se me antojaba que mostraba un colmillo.

Todo estalló cuando cumplí diecisiete años. Estaba claro que yo tenía vocación. Dios estaba llamándome, me había elegido para formar parte de la Obra y yo no podía darle la espalda. Tantas veces me dijeron que tenía vocación que me lo creí. ¿Acaso no me daba cuenta de que el Señor no hacía más que enviarme señales?, ¿cómo si no se explicaba que yo hubiera ido a parar a aquel colegio?, ¿y por qué había llegado a formar parte del grupo de chicos que acudían al centro? Lo intenté, pero no podía seguir engañándome: quería formar parte de la Obra, responder afirmativamente a la llamada de Dios y convertirme en su soldado. La cosa estaba en que si mi padre se enteraba me la iba a liar buena, pero mi director espiritual tenía las ideas muy claras al respecto: no debía comunicarle mi decisión porque no iba a entenderla. No estábamos hablando de engaño, en realidad estaba protegiéndolo para evitarle un disgusto, aunque a mí aquel argumento no terminaba de convencerme.

Y luego estaba el tema de mis inclinaciones respecto al sexo, claro, que no terminaba de resolverse. Yo intentaba apartar la mirada de los tíos, pero no podía. Cuando estaba rodeado de gente de la Obra no me costaba mantener a raya mis impulsos, pues ellos hacían todo lo posible por que sus cuerpos resultaran poco apetecibles. En la mayoría de los casos no tenían que hacer muchos esfuerzos porque aquellos que se sabían un poco «monos» sepultaban su atractivo con vestimentas que los avejentaban como mínimo diez años. Sin embargo, cuando debía enfrentarme al mundo los ojos se me salían de las órbitas. Me excitaba cualquier cosa: un tío con mono de trabajo manchado de grasa, un deportista sudado, un cantante para adolescentes con pantalones ajustados… Menos los ejecutivos bien trajeados y aseados, todo me servía.

En la playa la cosa iba a peor, porque tenía que estar muy atento para que los tíos no se dieran cuenta de que mi mirada llevaba detenida más tiempo del normal en sus paquetes. Después de ponerme como una moto viendo al personal despelotado e imaginando lo que haría con ellos, me marchaba a mi casa y antes de comer me hacía una paja, y por la tarde me duchaba y me iba al centro. Si todavía quedaban accesos de calentura repartidos por mi cuerpo se disipaban en cuanto ponía los pies en aquel lugar, porque siempre había una ración de recogimiento que echarse a la boca: el consabido rosario, una charla con el sacerdote, un ratito de meditación para aclarar las ideas… Mi cuerpo se volvía loco: pasaba del calor al frío en cuestión de segundos; y mi mente tampoco andaba muy allá. Quería ser bueno, pero mi imaginación, repleta de hombres hechos y derechos dispuestos a ponerme mirando al mundo entero, me traicionaba. Lo peor es que tampoco allí podía compartir mi secreto con nadie, porque no había maricas —declarados— dentro de la Obra. Dios no sólo no lo habría permitido, sino que además, para todos ellos, había reservado un lugar preferente en la sala de torturas del infierno.

Una Semana Santa se organizó un viaje a Roma y me convencieron para que me apuntara. Insistieron mucho en que era un viaje que no podía dejar escapar, pues iba a tener la oportunidad de recibir indulgencias plenarias, la bendición de Juan Pablo
II
—al que yo ya había ido a aplaudir cuando, años atrás, había estado en Zaragoza— y, por si fuera poco, iba a visitar el lugar donde reposaban los restos del fundador de la Obra. Y en Roma, precisamente, mi director espiritual decidió que ya estaba bien de tanto mareo.

Del viaje en sí poco recuerdo, pero sí me acuerdo con nitidez de que el Jueves Santo por la tarde fuimos a una misa en una iglesia que estaba situada cerca de piazza Navona y de que el fervor de todos los que la llenaban era tan impresionante que me animé a confesarme para disfrutar de aquellos días en gracia. Tuve la valentía de decirle al sacerdote que se me iban los ojos detrás de los chicos y él, en vez de echarme la bronca, me aconsejó que tuviera cuidado a la hora en que nos duchábamos y apartara inmediatamente la mirada de sus cuerpos para evitar el nacimiento de pensamientos impuros. Me reconfortó que me diera la absolución en vez de echarme a gritos del recinto a la voz de «mariquita, mariquita». Al acabar, todos los asistentes nos felicitamos la Pascua efusivamente —me sorprendió, porque yo pensaba que aquello sólo se hacía en Navidad— y, al atravesar la plaza, sentí un colocón similar al que me proporcionaban los porros de mi tía. Qué bien, si seguía siendo bueno Dios me ayudaría a luchar contra mis instintos y tendría un puesto reservado en el cielo.

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