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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (4 page)

BOOK: La vida iba en serio
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—Sí, una cosa así —respondí con frialdad.

—Yo te daba la razón para que no te cabrearas, aunque a mí me gustaba mucho que lo hiciera. Es una tontería, pero creo que me sentía joven. Oler a crío pequeño hacía que se parara el tiempo.

Sin embargo a mí se me llevaban los demonios cada vez que veía al Jorge pasarse de su habitación a la nuestra, porque no podía soportar la complicidad que tenían la madre y el hijo. Los domingos mi mujer se levantaba pronto, bajaba a comprarme fresas con nata a una churrería ambulante que instalaban cerca de casa y yo me quedaba en la cama esperando. Esperando a que el crío viniera, igual que hacía los días de entre semana, cuando el que se levantaba era yo y la que se quedaba en la cama era su madre. Pero él nunca venía a no ser que la Mari lo obligara. Anda que no la he escuchado yo veces decirle en voz baja:

—Venga, Jorge, vete un rato con tu padre.

Y el crío que no, que no quería. Y yo muerto de celos en la cama. Tenía gracia la cosa: toda mi vida suspirando por un hijo y luego va el niño y no se separa de las faldas de su madre. Menuda mierda todo, y menudo fracaso el mío. Ni a nadar aprendió cuando lo apuntamos a la piscina para que no fuera como yo, que vamos a la playa y hasta me da miedo mojarme los pies. Pero, nada, lo tuvimos que borrar a la tercera clase porque se ponía a chillar como una nenaza.

Desde siempre tuve muy claro que mi hijo acabaría siendo médico. O ingeniero. Sus dos hermanas se me escaparon, yo quería que estudiaran pero acabaron haciendo formación profesional, ese sitio donde acaban los fracasados que no se veían capaces de sacar adelante el Bachillerato. Después hicieron corte y confección; no sé para qué, porque luego ni se hacen los bajos de la ropa que se compran. Nada: hacer eso y tocarse los huevos es lo mismo. En fin, son mujeres, tampoco es tan importante que tengan carrera, con que trabajen ya está bien, pero, vamos, que mi hijo no iba a acabar haciendo formación profesional lo sabía hasta mi padre.

Lo llevamos a un colegio privado para hacer la
EGB
y luego lo metimos a hacer el Bachillerato y el
COU
en uno del Opus Dei. Tenía claro que por mucho que tuviera que sacrificarme no iba a dejarlo ir al instituto del barrio, porque seguro que allí me lo habrían mangoneado. Sacó los dos primeros cursos de
BUP
sin dificultad, pero el día que me dijo que en tercero iba a matricularse en letras puras me dieron ganas de pegarle tres hostias. Le pregunté para qué coño iban a servirle el latín y el griego, que se equivocaba, que tenía que hacer una carrera técnica porque ahí era donde estaba el futuro, pero no me hizo caso y envió a tomar por culo mis sueños. Me cabreé conmigo mismo por imbécil, por no querer darme cuenta de lo que tenía delante, porque desde el episodio de las agujas yo ya me tendría que haber empezado a preparar, pero me engañé e intenté borrarlo, como tantos otros, no quise ver lo que tenía delante. Joder, ¿por qué me tenía que haber tocado a mí?

Tendría el crío diez años. Una tarde llegué a la casa antes de lo previsto porque no me encontraba muy católico. Nunca he sido de los que se escaquean del trabajo y mucho tenía que dolerme la cabeza para que me largara antes de mi hora, así que al abrir la puerta del maldito octavo tercera los sorprendí a todos.

—Tu padre, corre, guarda las agujas —oí decir a mi mujer en susurros.

Pero no le dio tiempo. Pillé al Jorge a punto de entrar en su habitación con dos agujas de tejer en la mano y algo que podía parecerse a una bufanda.

—¿Qué coño es eso? —pregunté a la Mari sin dejar de mirar a mi hijo con odio, con rabia, casi con asco.

El crío se quedó inmóvil y fui hacia él con ganas de partirle la cara. Teniendo en cuenta las raquíticas dimensiones del comedor, me bastaron cuatro pasos para plantarme delante del crío, pero durante los dos segundos que duró el recorrido se me pasaron por la cabeza mil y una maneras de humillarlo, porque lo que no iba a consentir es que el mierda de niño aquel se me hiciera mariquita. A saber la bronca que me echaría mi padre y el cachondeo de mis amigos. Al levantar el brazo para cruzarle la cara me di cuenta de que se le empezaban a mojar los pantalones. Se estaba meando de miedo. Y bajé la mano. Me dieron ganas de abrazarlo, de decirle que no pasaba nada, de estrujarlo con fuerza, de comérmelo a besos… Pero era consciente de que, si daba aquel paso, todo estaría perdido.

—¡A tu habitación!

Cuando cerró la puerta busqué la mirada de mi mujer. Estaba llorando.

—La culpa la tienes tú —le vomité con toda la mala leche que fui capaz de sacar—. La culpa la tienes tú por tenerlo todo el día aquí metido y no obligarlo a que baje a jugar a la calle como hacen todos los demás críos del bloque.

—Es que a veces le pegan —balbuceó—. Y le insultan. Cuando le pregunto qué le dicen no me lo quiere contar. Pero ¿qué te crees, que yo soy sorda?

Y de repente dejó de llorar y se le transformó el rostro. Y me acojoné. Porque me plantó cara.

—Y no me da la gana. ¿Te enteras? No me da la gana de que lo pase mal, y estoy harta de que tengan que bajar sus hermanas a defenderle porque lo que me gustaría sería bajar yo misma y coger a los críos que se meten con mi hijo y estamparlos contra la pared. Pero no puedo, porque entonces bajarían sus madres y se armaría la de San Quintín, acabaríamos tirándonos de los pelos y encima tendría que aguantar una bronca de las tuyas por dar un espectáculo.

No supe qué decirle. Rompía el silencio la respiración entrecortada del crío en su cuarto, al que adivinaba luchando con todas sus fuerzas para que no lo oyéramos llorar. La Mari continuó:

—La señorita Montserrat me llamó para preguntarme si nos molestaría que el Jorge tejiera en la clase de trabajos manuales. Y cómo iba a molestarme si fui yo la que lo enseñé. Un día que estaba aburrido en casa, porque, como siempre, no quería bajar a jugar a la calle, le di dos agujas y empezó a practicar. Y no sabes lo bien que se le da. ¿Qué te piensas, que los sobresalientes en manualidades los saca dibujando? Pues no, hijo. No. Los saca tejiendo: punto redondo, punto de cruz, lo que le echen. Y no sabes la compañía que me hace: mientras yo zurzo, él se pone a mi lado dale que te pego y aunque no hablemos se me pasa el trabajo volando.

—¿Qué hay de cena?

—Pues hoy bocadillo, porque cuando acabe la camisa tengo que ponerme a zurcir unos pantalones que tengo que entregar mañana por la mañana.

Cuando la Mari ponía los cojones sobre la mesa no había quien se enfrentara a ella.

—¿Me preparas la toalla, que voy a darme una ducha?

Después de lo de las agujas pasaron más cosas. Lo de Porcia, lo de Pavlovsky… Situaciones que fueron colmando el depósito de mi decepción y que dinamitaron el proyecto de vida que tenía preparado para mi único hijo varón. Y hoy se ha ido y lo entiendo.

Cómo no lo voy a entender. La de veces que habrá tenido que comerse las ganas de mandarme a la mierda; la de veces que me ha entrado el impulso de decirle que entendía que se largara, que me habría gustado ser otra clase de padre… Pero incluso hoy he sido incapaz de meterme en su habitación mientras cerraba la maleta y darle un abrazo
chillao
de esos que les pido a mis nietos. Fuera, no quiero pensar en eso ahora, sé que la Mari está mirándome por el rabillo del ojo porque hace tiempo que no hablo.

—Mejor nos quedamos esta tarde en la casa y vemos qué ponen en la tele, ¿no? —le digo procurando que no me tiemble la voz.

Joder, lo que me ha costado acabar la frase sin llorar. Y la Mari lo ha notado, por eso se ríe, a ver si te crees tú que es tonta.

—Y si no echan nada, nos ponemos una porno.

Intento reírme, pero al final reviento y empiezo a llorar y no puedo parar. Hasta me salen hipidos.

—Jorge, para el coche, anda, que nos la vamos a pegar.

Cumplo su orden sin rechistar. Paro en un lateral de la autopista y me derrumbo. Porque tendría que haber reunido el valor para contarle a mi hijo que de lo suyo se podía salir, y tenía que hacerlo porque si no las iba a pasar más putas que Caín, tenía que ser fuerte y luchar por no ir por aquel camino, que iba a acabar siendo un amargado el resto de su vida y eso yo no lo quería para él. Joder, me cago en la puta. Me habría gustado contarle tantas cosas antes de que se marchara…

5

DE OÍDAS

Cuando estaba en segundo de carrera me largué un verano a estudiar a Londres. A la vuelta, mientras desayunaba en el bar entre clase y clase, pretendí epatar a una compañera:

—Pues yo en agosto estuve en Londres aprendiendo inglés. Una ciudad fantástica, muy interesante, cosmopolita, ya sabes. ¿La conoces?

Mi compañera, tan de barrio como yo, me quitó la tontería de encima con sólo dos palabras:

—De oídas.

Yo también conocía Madrid de oídas, pero aquello no impidió que la amara antes de vivir en ella. Conocía la ciudad a través de Carmen Martín Gaite, Almudena Grandes, series de televisión como
Anillos de oro
o las crónicas de Carmen Rigalt. Gracias a esta última sabía al dedillo quién era quién en la sociedad madrileña y dónde se divertía cada tribu: la
beautiful
en El Portón, los modernos en Archy y los bohemios —si es que en los noventa quedaba alguno— en Malasaña, mientras que la discoteca Joy Eslava acogía a los cachorros de la
jet
. Al igual que Don Quijote con los libros de caballerías, yo devoraba todo lo que la Rigalt escribiera o contase en televisión, porque desvelaba lo que no ofrecían las revistas tradicionales: la cara
B
de la historia. Incluso llegué a escribirle contándole lo mucho que la admiraba —más que admirador, era fanático—, pero jamás obtuve respuesta. De ella me atraía que, siendo cronista de un mundo aparentemente tan fascinante como el rosa, no se dejara deslumbrar por él, que no tuviera relación con los personajes de los que hablaba, que no chalaneara con ellos, que no sucumbiera cuando pretendían comprarla halagando su vanidad. Me atraía, en fin, su lucidez, y la incapacidad, que algunos de sus artículos dejaban entrever, para enfrentarse a los aspectos más prosaicos de la vida cotidiana. Además, se tomaba la molestia de escribir bien. Sin embargo, si bien de ella aprendí el aquí y ahora, fue la revista
Lecturas
—que entraba en casa desde que yo tenía uso de razón— la que me proporcionó un bagaje que me sirvió para destacar muy pronto entre mis compañeros de profesión.

La compraba mi madre, y en cuanto aparecía con ella por la puerta había tortas por ser el primero en leerla, y mi hermana Esther y yo le rogábamos que no nos adelantara nada de lo que traía, pero, aunque lo intentara, mi madre era incapaz de guardar silencio: ya le había echado un vistazo en el autobús y no podía reprimir comentarios como «se ha separado tal actriz», «este presentador tiene otra novia» o «se ha muerto el actor que tanto le gustaba a tu padre».

Una vez que ella depositaba la revista sobre la mesa del comedor se iniciaba la liturgia: el que la cogiera primero sólo tenía derecho a echarle un vistazo rápido, titulares y fotografías, sin leerla en profundidad, para no retenerla demasiado tiempo y privar de ella a los demás. Aquel era el precio que había que pagar por ser el primero en enterarse de los devaneos sentimentales que recogían sus páginas. El siguiente podía demorarse un poquito más en cada reportaje, pero, sin exagerar, porque para leerla de cabo a rabo —que era lo que hacíamos todos los miembros de la familia— teníamos el resto de la semana por delante. El ejemplar iniciaba así un peregrinaje que lo llevaba a recorrer todas las estancias de la casa excepto la cocina: acompañaba a padres y hermanos al váter, a veces descansaba en el diminuto recibidor y la repasábamos mientras hablábamos por teléfono e incluso solía hacer noche en alguna de las tres habitaciones del piso. El día antes de que apareciese el siguiente número, y siempre que tuviéramos ganas de cachondeo —las más de las veces—, jugábamos con ella a los recortables: al cuerpo de Rocío Jurado podíamos ponerle la cara de Paquirrín o a la inversa, y así con casi todos los fotografiados. Aquel juego tan idiota nos hacía mucha gracia a mis hermanas, a mi madre y a mí, pero no a mi padre, que consideraba que no había que desperdiciar el pegamento de aquella manera.

Por lo tanto, podría decirse que la Rigalt y el
Lecturas
eran mis armas secretas en el mundo de la prensa rosa, las fuentes de mi conocimiento, las que asentaron la base de mi cultura del faranduleo y me prepararon para enfrentarme a aquel universo que, hasta entonces, como Londres, sólo conocía en realidad «de oídas».

Durante los primeros meses que viví en la capital mi existencia navegó entre la fascinación y eso que en catalán llamamos
enlluernament
. El primer encargo que recibí de la central de Barcelona consistió en acudir a la colocación de la primera piedra de una residencia para discapacitados cuya madrina era una folclórica de posguerra que había recuperado su esplendor gracias a un programa de televisión en el que se equivocaba continuamente. No sólo fue la folclórica: también rondaba por ahí la mujer del presidente del Gobierno, la presidenta de la Comunidad, la mujer de un torero ya retirado, el joven presentador del momento y actrices a las que sólo yo —de nuevo y gracias una vez más a
Lecturas
, el auténtico «quién es quién» del famoseo para mí— les ponía nombre. No fallaba: siempre que aparecía un señor o una señora con pinta de haber sido alguien, mis compañeros se me acercaban y yo les adoctrinaba: «Esa fue actriz en los ochenta aunque ahora es conocida porque tuvo un lío con un duque»; «Aquel es un
playboy
que se enrolló con una baronesa»; o «Esta es una tía viuda que dice que tiene mucha pasta pero que está loca por salir en los papeles».

Envalentonado, crecido por mi éxito, hubo veces también en que, tras un intenso repaso al personaje de turno que pasaba en aquel momento ante nosotros a fin de entrar en el acto, cerraba los ojos teatralmente y, ante el corrillo formado por compañeros expectantes, pronunciaba un dictamen demoledor:

—Este no es nadie.

Y entonces pasábamos de hacerle cualquier pregunta chorra o de sacarle alguna fotografía.

Por aquellos tiempos tan cercanos pero que ahora casi nos parecen de la Edad de Piedra, después de los eventos que debía cubrir tenía que acudir a la delegación de
Pronto
en Madrid para escribir allí los textos que me encargaban. Era el modo más inmediato de hacerlo y de que les llegaran a tiempo, pues una vez escritos no había otra manera de mandárselos que por fax o mensajero, lo cual era, además de caro, lento.

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