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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (13 page)

BOOK: La Profecía
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Más veloz que la flecha que volaba hacia su corazón, el hombre vestido de negro habló e hizo un gesto. Hubo una llamarada y la flecha dejó de ser un instrumento mortífero para convertirse en un haz de cenizas que se disgregó llevado por el viento.

El segundo
Duuk-tsarith
actuó con tanta rapidez como su compañero. Alzando las manos al cielo, lanzó una orden en voz alta y la oscuridad cayó sobre ellos con la velocidad del rayo. La mañana brillante y soleada se convirtió en noche cegadora y sofocante. Saryon no podía ver nada y se agazapó en la maleza sin saber qué hacer. Entonces, cuando sus ojos empezaban a habituarse a la oscuridad, una extraña y plateada luna se adueñó del bosque. Aunque iluminaba todo lo que había en él, hacía que la carne humana reluciera con fuerza, desprendiendo un fantasmagórico resplandor violáceo. Parpadeando violentamente, el catalista pudo ver con toda claridad los asombrados rostros del cuarto hombre y del sacerdote cuando se volvieron en dirección a ellos.

Más por accidente que a propósito, Saryon estaba agachado entre las hierbas y, aunque la luz de la luna hacía que su carne reluciera, estaba seguro de que debía resultar difícil distinguirlo. Pero Mosiah se había incorporado para lanzar la flecha. Luchando para habituar sus ojos a la repentina oscuridad, el muchacho quedaba bañado por el plateado haz de la luna, siendo claramente visible para los dos enlutados seres. Lanzando un grito, Mosiah alzó el arco.

El
Duuk-tsarith
pronunció una palabra.

Dejando caer el arco, Mosiah se agarró el cuello.

—Yo... yo...

Intentó hablar, pero la parálisis mágica que el Señor de la Guerra había enviado sobre él interrumpió sus palabras, al igual que le iba cortando la respiración. Sus ojos empezaron a abrirse desmesuradamente hasta quedar en blanco. El muchacho luchaba desesperadamente por llevar aire a sus pulmones, pero era una lucha inútil.

Saryon se incorporó a medias, decidido a suplicar que se rindieran, cuando una forma oscura pasó como un rayo junto al catalista, casi arrojándolo al suelo. Los ojos de Mosiah parecían a punto de salirse de sus órbitas, mientras el rostro se le amorataba lentamente. Colocándose de un salto frente a su amigo, Joram alzó la Espada Arcana; la extraña luz de la luna no se reflejó en el metal, el arma era como un pedazo de noche en su mano.

En el mismo instante en el que la espada se interpuso entre el
Duuk-tsarith
y Mosiah, el hechizo del Señor de la Guerra se hizo añicos. Luchando por respirar, el muchacho se derrumbó; Saryon tomó a Mosiah en sus brazos y lo depositó en el suelo con cuidado mientras Joram permanecía de pie ante ambos en actitud protectora, sosteniendo la tosca espada entre sus fuertes manos.

Saryon esperó sentir en cualquier momento la ráfaga de aire helado que les congelaría la sangre en cuestión de segundos o el aterrador crujido del suelo al abrirse y tragarlos; ni siquiera el poder de la Espada Arcana podría detener hechizos como aquéllos, pensó. Pero nada ocurrió.

Asomando por entre la maleza, Saryon vio que el cuarto hombre se acercaba a ellos. A lo mejor había hablado. El catalista no podía oír nada a causa del chapoteo del agua de la cascada situada, no muy lejos, a su espalda. Pero los dos
Duuk-tsarith
habían vuelto sus encapuchadas cabezas hacia el hombre alto; les hizo una señal con la mano, indicándoles que retrocedieran, y los Señores de la Guerra inclinaron la cabeza en señal de obediencia. El asombro de Saryon aumentó, al igual que su temor. ¿Quién era aquel hombre a quien los
Duuk-tsarith
obedecían sin rechistar?

Quienquiera que fuera, se aproximó a Joram con tranquilidad, sin miedo, estudiando al muchacho con atención a medida que se acercaba a él.

—Tened cuidado, Garald —gritó el hombre que llevaba la larga capa de viaje y que Saryon había tomado, muy acertadamente, por un catalista—. ¡Percibo algo extraño en relación con el arma!

—¿Extraño? —El hombre llamado Garald lanzó una carcajada, una carcajada melodiosa y educada que parecía hecha del mismo suntuoso material que el tejido de su capa—. Gracias por la advertencia, Cardinal —continuó—, pero tan sólo veo una cosa extraña en relación a esta espada: ¡es la más fea de su especie en la que jamás haya puesto los ojos!

—Es eso, Alteza...

¡Cardinal! Saryon clavó sus ojos en él, desconcertado, y pudo atisbar el color de los sagrados ropajes del catalista por debajo de la capa. Entonces se dio cuenta de quién era: ¡un Cardinal del Reino! Y aquel Garald; el nombre le resultaba familiar, pero Saryon estaba demasiado nervioso para pensar con claridad. Las ropas lujosas, el hecho de dar a aquel hombre el tratamiento de Alteza...

El Cardinal siguió hablando:

—... Pero es esa espada tan fea, Alteza, la que ha alterado el conjuro de vuestros guardas.

—¿La espada lo hizo? Fascinante.

El caballero vestido con elegancia estaba lo bastante cerca para que Saryon pudiera verlo claramente bajo la luz que despedía aquella luna mágica. La belleza de la voz se correspondía con la de las facciones de su rostro, delicadamente modelado aunque sin parecer débil por ello. Los ojos eran grandes y de mirada inteligente; la boca era firme, las arrugas que la rodeaban delataban sonrisas y risas; la barbilla enérgica demostraba arrogancia, los pómulos eran altos y pronunciados. El cabello castaño, que despedía un ligero tono rojizo bajo la brillante luz de la luna, era corto, al estilo militar; y un rizo le caía sobre la frente en una graciosa y descuidada onda.

Dando un nuevo paso en dirección a Joram, el hombre llamado Garald alargó una mano enfundada en un guante de excelente piel de cordero.

—Entrega tu espada, muchacho —dijo con una voz que no era ni amenazadora ni exigente, pero que sin embargo estaba acostumbrada a ser obedecida.

—Cogédmela —contestó Joram, desafiante.

—Cogédmela, Alteza —corrigió el Cardinal, escandalizado.

—Gracias, Cardinal —dijo Garald, con una sonrisa bailando en sus labios—, pero no creo que sea éste el momento para enseñar a unos ladrones el protocolo de la corte. Vamos, muchacho; entrega tu espada pacíficamente y nada te sucederá.

—¡No, Alteza! —replicó Joram con desprecio.

—¡Joram, por favor! —le susurró Saryon, desesperado; pero el muchacho lo ignoró.

—¿Quién es este Garald? —musitó Mosiah.

Hizo intención de sentarse, pero volvió a quedarse inmóvil al instante. Aquel hombre elegante había apartado a los
Duuk-tsarith
de Joram, pero, aparentemente, había dejado a Mosiah a su cargo. Mosiah vio los relucientes ojos de los Señores de la Guerra clavados en él, notó el casi imperceptible movimiento de las manos que mantenían cruzadas ante sus negras ropas y permaneció totalmente inmóvil, sin atreverse apenas a respirar.

Saryon sacudió la cabeza, manteniendo los ojos fijos en Joram y en aquel Garald, que se acercó unos cuantos pasos más. Joram cambió de posición, alzando la espada.

—Muy bien —dijo el elegante caballero, encogiéndose de hombros—; acepto tu reto.

Garald se echó la capa sobre uno de los hombros, sacó una espada de su vaina y se colocó en posición de combate. Saryon sintió que se le resecaba la garganta; la espada, de diseño y forma antiguas, era tan delicada, hermosa y fuerte como el hombre que la empuñaba. La luz de la luna ardía en ella con un fuego frío y plateado, danzando en el agudo filo y centelleando en la cincelada empuñadura en forma de halcón con las alas desplegadas.

El halcón. Algo se agitó en la mente de Saryon, pero no podía apartar su atención de Joram el tiempo necesario para ocuparse de ello. El muchacho resultaba una figura lastimosa, casi patética, comparada con aquel hombre noble y alto y sus ricos ropajes. Sin embargo, había orgullo en Joram, una audacia y un coraje en sus ojos oscuros que rivalizaban con los de su oponente y le recordaban a Saryon que por sus venas corría sangre noble al igual que por las del otro.

Moviéndose torpemente, Joram imitó la postura de su enemigo, sabiendo muy poco sobre ella a excepción de lo que había podido aprender en los libros que había leído. Su torpeza pareció divertir a Garald, a pesar de que el Cardinal —con los ojos todavía fijos en la Espada Arcana— sacudió la cabeza y murmuró una vez más:

—Alteza, creo que...

Garald le hizo un gesto con la mano al Cardinal para que callara en el mismo momento en el que Joram, seguro del poder de su espada y enojado por el arrogante comportamiento de su oponente, se lanzaba hacia adelante.

Haciendo caso omiso de los vigilantes
Duuk-tsarith
, Saryon se puso en pie de un salto. ¡No podía permitir que Joram hiciera daño a aquel hombre!

—Detente... —exclamó el catalista, pero las palabras murieron en sus labios.

Se oyó el choque de los aceros, luego un grito de dolor y Joram se quedó parado retorciéndose una mano herida y contemplando estúpidamente la Espada Arcana mientras volaba por los aires para ir a aterrizar a los pies del Cardinal.

—Detenedlos a él y al otro —ordenó Garald, tranquilo, a los
Duuk-tsarith
, quienes no vacilaron en utilizar su magia ahora que les era permitido.

Con una sola palabra lanzaron el conjuro de Magia Aniquiladora que roba a sus víctimas la energía mágica de la que dependen todos los habitantes del mundo. Mosiah cayó hacia adelante con una exclamación. Pero Joram permaneció de pie, contemplando fijamente a los
Duuk-tsarith
con expresión de solemne desafío y frotándose la mano que había empuñado la espada, que aún le escocía a causa de la fuerte sacudida recibida.

—Os pido disculpas, Alteza —dijo uno de los
Duuk-tsarith
—, pero ese muchacho no responde a nuestro conjuro. Está Muerto.

—¿De verdad? —Garald contempló a Joram con una mirada de fría compasión que le hizo más daño a Joram que cualquier estocada. El rostro del muchacho enrojeció visiblemente y torció la boca en una mueca de intensa cólera—. Utilizad algo más fuerte —dijo el elegante caballero, observando a Joram—. No obstante, tened cuidado de no hacerle daño. Quiero saber más cosas sobre esa extraña espada.

—¿Y qué hay del catalista, Alteza? —preguntó el Señor de la Guerra, haciendo una inclinación.

Garald miró a su alrededor y clavó los ojos en Saryon.

—¡Por la sangre de Almin, Cardinal! —exclamó, asombrado—. ¡Aquí hay un miembro de vuestra Orden! Dejad que os ayude, Padre —añadió cortésmente, tendiendo la mano al confundido catalista.

Las palabras, aunque pronunciadas con el máximo respeto, no eran tanto una invitación como una orden, y Saryon no tuvo más elección que obedecer. Garald tomó a Saryon del brazo, ayudando amablemente al catalista a salir de la maraña de arbustos.

Al ver a Garald ocupado en otros menesteres, Joram intentó recuperar su espada. Pero tuvo que detenerse bruscamente cuando tres anillos de fuego descendieron del cielo y lo rodearon; uno a la altura de los codos, otro bajando hasta su cintura y el tercero rodeándole las rodillas. Los llameantes aros no tocaban a Joram, pero estaban lo bastante cerca de su piel para que notara el calor abrasador que despedían. No se atrevió a moverse.

Satisfechos porque su presa estaba, al menos por el momento, bajo control, los
Duuk-tsarith
miraron a su señor con expectación, pidiendo en su silenciosa forma de expresarse nuevas instrucciones.

—Registrad el claro —ordenó Garald—. Puede haber otros ahí fuera, escondidos en la hierba. Pero, ante todo... deshaceos de esta condenada oscuridad, ¿queréis?

Los
Duuk-tsarith
acataron sus órdenes. La noche desapareció y el día regresó con una brusquedad que dejó a todo el mundo parpadeando bajo la brillante luz del sol de la tarde. Cuando Saryon pudo volver a ver con normalidad, observó que los Señores de la Guerra, como si fueran la oscuridad personificada, habían desaparecido con ella. Estaba mirando a su alrededor perplejo cuando se dio cuenta de que Garald le estaba hablando.

—Confío en que no estéis asociado con esos jóvenes bandidos, Padre —dijo imperturbable pero con una cierta frialdad en la voz—. Aunque he oído decir que hay catalistas renegados por estas tierras.

—No soy un catalista renegado, A... Alteza —empezó a decir Saryon; luego se detuvo, al recordar—. Bien, quizá lo sea —titubeó—. Pero, por favor, escuchad mi historia —siguió, volviéndose hacia el Cardinal, que se había unido a ellos—. Yo... ¡Nosotros no somos ladrones, os lo aseguro!

—Entonces ¿qué significa esta invasión de nuestro claro y este ataque sobre nuestras personas? —preguntó Garald con creciente frialdad y una sombra de enojo en la voz.

—Por favor, dejad que me explique, Alteza —rogó Saryon desesperadamente—. Fue un error...

Los dos
Duuk-tsarith
aparecieron súbitamente, materializándose en el aire frente a Garald.

—¿Sí? —preguntó éste—. ¿Qué habéis encontrado?

—No había nada en el claro, Alteza, excepto esto.

Una de las enlutadas figuras extendió una mano y mostró un enorme cubo de madera.

—Un objeto curioso en estas tierras salvajes, pero no particularmente merecedor de vuestra atención, diría yo —observó Garald, contemplándolo sin interés.

—Es un cubo bastante notable, Alteza —dijo el
Duuk-tsarith
.

—No, no —respondió el cubo apresuradamente—. Tan sólo es un cubo sencillo y ordinario. No hay nada extraordinario en mí, os lo aseguro.

—¡En nombre de Almin! —exclamó Garald, mientras el Cardinal daba un paso atrás a toda velocidad, murmurando una oración.

—Un humilde cubo. El típico cubo de madera de roble —continuó el cubo con voz ronca—. Permitidme, amable señor, que lleve vuestra agua. Remojad vuestros pies en mi interior. Remojad vuestra cabeza...

—¡Maldición! —gritó Garald. Saltando hacia adelante, arrebató el cubo de las manos del Señor de la Guerra—. ¡Simkin! —gritó, sacudiendo el cubo—. ¡Simkin, estúpido cabeza de chorlito! ¿No me reconoces?

Dos ojos aparecieron de repente en el borde del cubo y estudiaron al hombre con atención. Los ojos se abrieron desmesuradamente; luego, con una carcajada, el cubo se transformó en la figura del barbudo joven, ataviado con sus ropas favoritas:
Barro con Excrementos
.

—¡Garald! —exclamó, abrazando al elegante caballero.

—¡Simkin! —respondió Garald, palmeándole la espalda.

El Cardinal parecía menos contento ante la visión de Simkin de lo que había estado ante la aparición del cubo parlante. Dirigiendo los ojos al cielo, el sacerdote introdujo las manos en el interior de las anchas mangas de su túnica y sacudió la cabeza.

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