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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (6 page)

BOOK: La meta
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Me mira a los ojos, directamente, sin contemplaciones. Sabe lo que está pasando, evidentemente.

De pronto, me encuentro diciéndole si le importa que le acompañe hasta el avión, a lo que él responde amablemente que no.

Me levanto y recojo mi abrigo y mi cartera. La bebida está intacta. Bebo un sorbo y la dejo. Jonah se encuentra ya de camino hacia la puerta de embarque. Va tan deprisa por el pasillo que me cuesta seguirle. El camino está abarrotado de pasajeros que van y vienen.

—Tengo curiosidad —le digo— por saber qué es lo que le hizo sospechar que algo no funcionaba bien en mi fábrica.

—Fue usted mismo el que lo dijo.

—¿Yo?

—Alex, deduje claramente de sus propias palabras que usted no está dirigiendo una fábrica tan eficiente como cree. Creo que lo que ocurre es justamente lo contrario. Está usted dirigiendo una planta muy
poco
eficiente.

—Bueno, mis datos no dicen eso. ¿Quiere decirme que mis empleados se equivocan con las cifras, que me están mintiendo, o qué?

—No, no. Estoy seguro de que la gente que está a su servicio no le miente. Lo que le mienten son sus cifras.

—Bueno, a veces redondeamos aquí o allí. Pero, vamos, eso lo hacen todas las empresas.

—No, no es eso, Alex. Usted
cree
que está dirigiendo una fábrica eficiente y se equivoca.

—¿En qué me equivoco? Pienso como muchos otros directores.

—¡Justamente!

—¿Qué quiere usted decir? —empiezo a sentirme incómodo y ofendido.

—Alex, si es usted «como muchos otros» —dice recalcando mis propias palabras— es que ha aceptado un montón de cosas sin preguntarse si son correctas o no. Luego, realmente, usted no está usando la cabeza, sino la rutina.

—Jonah…, yo siempre estoy dándole a la cabeza —digo un tanto airado—. ¡Es parte de mis obligaciones!

Niega con el gesto, tranquilamente.

—Repítame, Alex, ¿por qué piensa que sus robots representan un gran avance?

—Pues, simplemente, porque han aumentado la productividad.

—Pero, ¿qué es la productividad? Reflexiono un momento, antes de responder.

—Según dice mi empresa, existe una fórmula; algo así como que el valor añadido por trabajador es igual a…

Jonah vuelve a negar con la cabeza.

—Al margen de cómo lo quiera definir su empresa, la productividad, y perdóneme, no es eso. Olvídese de fórmulas por un momento y dígame con sus propias palabras…, ¿qué quiere decir «ser productivo»?

Doblamos rápidamente una esquina. Delante de nosotros se ve ya el paso para detectar metales y los guardias de seguridad. Querría haberme detenido aquí para decirle adiós, pero él no aminora la marcha.

—Vamos, dígame, ¿qué significa ser productivo? —me pregunta de nuevo mientras se somete al detector de metales. Desde el otro lado del aparato me dice—: Para usted, en particular, ¿qué significa?

Pongo mi maletín sobre la cinta transportadora y le sigo. ¿Qué querrá que le diga?

Al otro extremo le contesto:

—Bueno…, supongo que realizar algo adecuadamente.

—¡Exacto! ¿Qué quiere decir «adecuadamente»?

—De acuerdo a una meta.

—¡Correcto!

Se hurga por debajo del jersey y saca un puro del bolsillo. Me lo da.

—¡Enhorabuena! Cuando se actúa de forma productiva, se logra algo de acuerdo a una meta. ¿No es cierto?

—Sí —digo recogiendo mi maletín.

Volamos, más que andamos, de puerta en puerta. A duras penas puedo mantener el paso. Jonah continúa diciendo:

—Alex he llegado a la conclusión de que «productividad» significa hacer las cosas de tal manera que, en el caso de la empresa, ésta se aproxime lo más posible a su meta. Todo aquello que lleve a una compañía más cerca de su meta es productivo; todo aquello que no la lleve es improductivo. ¿Me sigue?

—Sí, pero… en realidad, Jonah, eso es de sentido común.

—Simple lógica, más bien.

Nos detenemos. Observo que entrega el billete en el mostrador.

—Pero es simplificar demasiado las cosas. No me aclara nada. O sea, que si voy en dirección a mi meta obro de manera productiva; si no, no. Bueno, ¿y qué?

—Lo que le quiero decir es que es inútil producir si no sabe cuál es su meta.

Recoge su billete y se dirige a la puerta de embarque.

—Ah, bien, digamos que uno de los objetivos de mi compañía es el aumento de rendimientos así que, si se mira así, siempre que aumento los rendimientos estoy siendo productivo. Es lógico.

Jonah se detiene en seco y me mira.

—¿Sabe cuál es su problema?

—Sí, necesito aumentar mis rendimientos.

—No, ése no es su problema. Su problema es que no sabe cuál es la meta. Por cierto, sólo hay una meta, no importa de qué empresa se trate.

Me quedo mirándole confuso. La azafata, un tanto impaciente, se viene hacia la puerta. El resto de los pasajeros ya ha subido a bordo. Sólo quedamos nosotros dos en la sala de espera. Voy detrás de él, que ya se dirige al avión.

—Espere, espere, ¿qué quiere decir con que yo no sé cuál es la meta? Sí lo sé.

En ese momento estamos ante la entrada del avión. Jonah se vuelve hacia mí. La azafata nos mira desde dentro del aparato.

—¿De verdad?… Entonces dígame cuál es la meta de su organización.

—La meta es elaborar productos de la manera más eficiente que podamos.

—Falso. Esa no es la meta. ¿Cuál es la meta de verdad?

Me quedo mirándole confuso. La azafata, un tanto impaciente, se asoma por la puerta y dice con algo de sorna:

—¿Alguno de ustedes ha venido hasta aquí para tomar el avión?

—Un momento, por favor —responde Jonah, mientras se vuelve hacia mí—. Vamos, Alex, rápido, contésteme de una vez.

Ya no sé qué decir.

—¿El poder? —sugiero tímidamente. Parece sorprendido.

—Bueno, no está mal, Alex. Pero por el mero hecho de fabricar algo no se obtiene poder.

La azafata está enfadadísima de no poder hacerse con nosotros.

—Caballero —dice casi a modo de insulto—, ¡si no va a subir al avión debe volver a la terminal!

Jonah la ignora.

—Alex —dice pacientemente—, nunca podrá comprender el significado de la productividad si no sabe cuál es la meta. Hasta que no lo sepa seguirá haciendo juegos de palabras y números… —Su voz parece una súplica. Intenta hacerme entender. Me azuza, me vapulea con la mirada.

—¡Alcanzar, conquistar una tasa de mercado! Esa es la meta.

—¿Seguro? Entra en el avión.

—Oiga, ¿por qué no me lo dice ya de una vez? —le grito.

—Piense. Piense en ello, Alex. Usted puede encontrar la respuesta por sí mismo.

Entrega su tarjeta a la azafata, me mira y se despide con la mano. Voy a levantar la mía para despedirme también y descubro que sujeto en ella, todavía, el puro que me dio. Lo meto en el bolsillo de mi americana. Cuando levanto la vista ya se ha ido. Un empleado me advierte secamente que va a cerrar la puerta del avión.

5

Es un buen puro.

Para un fumador más experto que yo, es probable que resulte un poco seco, después de estar varias semanas en el bolsillo de mi chaqueta. Lo fumo con delectación durante la reunión de Peach y me acuerdo de aquella extraña conversación con Jonah.

Peach está de pie, delante de nosotros. Golpea con un largo puntero de madera el centro de un gráfico. El humo se despereza lentamente al atravesar el foco del proyector. Alguien aporrea concienzudamente las techas de una calculadora enfrente de mí. Todos escuchan atentamente, toman notas, hacen comentarios…, todos, menos yo.

«… parámetros consecuentes… es esencial superar… recuperación de beneficios… índices operacionales… lo que ofrece una prueba…»

No sé lo que ocurre allí. Parecen hablar en un idioma extraño que aprendí hace tiempo y apenas recuerdo. Palabras, palabras y más palabras.

«Seguirá haciendo juegos de palabras y números.»

Durante unos instantes, allí en el aeropuerto O'Hare, de Chicago, intenté pensar sobre lo que había dicho Jonah. Sus palabras habían sido como un revulsivo, pero eran tan extrañas, tan sorprendentes, que apenas las podía comprender. Además, tenía que pensar en lo que diría en Houston, a donde iba para hablar de robots, no de metas… Perdía el avión, así que dejé de lado aquellos inquietantes momentos pasados con mi antiguo profesor de Física y volví al torbellino de la realidad inmediata.

Ahora pienso en Jonah. Debe estar más cerca de la realidad de lo que suponía porque, mientras yo miro la cara de los asistentes a la reunión, siento la extraña corazonada de que nadie sabe realmente lo que lleva entre manos. Parece como si todos nosotros fuéramos una tribu de hechiceros a extinguir, sin saber ni siquiera los fundamentos de la medicina que tantas veces hemos practicado. Se me antoja que el humo de los cigarros no es otro que el del ceremonial para exorcizar el espíritu que nos está aniquilando.

¿Cuál es la verdadera meta? Ninguno de los asistentes se ha hecho esta pregunta, es evidente. Peach sigue con su cantinela de «costes de oportunidad» y «metas productivas». Hilton Smyth le hace descaradamente la pelota, asintiendo a cada una de sus afirmaciones, como siempre. ¿Es que nadie se da cuenta de lo que está pasando?

A las diez, Peach hace un descanso. Todo el mundo sale a los lavabos o a tomar café. Yo me quedo quieto en mi sitio, hasta que la sala se vacía por completo.

¿Qué es lo que hago aquí? De repente, me pregunto para qué he venido. Después de la reunión, que, por cierto, durará casi todo el día, ¿voy a poder hacer mi fábrica más competitiva, salvar un empleo o ayudar a alguien a hacer algo que pueda resultar provechoso?.. . Es inútil. No sé ni siquiera lo que es la productividad. Estoy perdiendo el tiempo. Con estos pensamientos en la cabeza, voy recogiendo lentamente y… me largo.

Nadie se dirige a mí en el tramo que separa la sala de los ascensores, así que, afortunadamente, mi escapada pasa inadvertida. Pasa inadvertida hasta que, esperando el ascensor, se me acerca Hilton Smyth.

—No estarás intentando abandonar el barco, ¿verdad Al? Por unos instantes pienso en ni siquiera mirarle, pero me doy

cuenta de que Smyth va a ir con el cuento a Peach, así que improviso:

—Tengo que hacerlo. Hay un asunto urgente que debo resolver en la fábrica.

—¿Cómo? ¿Una emergencia?

—Más o menos.

Las puertas del ascensor se abren. Subo. Smyth sigue su camino con una expresión curiosa en sus ojos. Las puertas se cierran.

Peach bien podría despedirme por abandonar su reunión. Tal y como están las cosas, no sería sorprendente. Bueno, si me despidiera me ahorraría los tres meses de angustia que quedan para que ocurra lo inevitable. Tengo el ánimo por los suelos.

Al llegar a Bearington no voy a la fábrica. Deambulo por las calles, girando el volante cuando me parece. Pasan dos horas. No me importa. Quiero escapar. No pienso en el trabajo. Trato de olvidarlo, pensando en el buen día que ha quedado. Brilla el sol. Hace buena temperatura. No hay nubes. El cielo es azul y, aunque la primavera no ha llegado todavía, ya anuncia que está cercano su milagroso estallido de cada año. ¡Es un buen día para evadirse!

Recuerdo haber mirado la hora poco antes de llegar a la verja de entrada de la fábrica, la una. De repente, cuando estoy a punto de traspasar la verja, caigo en la cuenta de que no quiero entrar. Miro a la fábrica y acelero, dándole la espalda. Tengo hambre. Voy a buscar algo para comer. Me doy cuenta de que lo que realmente no quiero es entrar otra vez en la dinámica del trabajo. Necesito pensar tranquilamente.

Un par de kilómetros más arriba hay una pizzería. Está abierta. Entro y pido una pizza de tamaño medio con doble de queso, pepinos, salchichas, champiñones, pimienta, mostaza, aceitunas, cebolla y —¡hummm!— ¡trocitos de anchoa! Mientras espero, se me van los ojos detrás de las patatas fritas, los taquitos de jamón, las aceitunas… Le digo al encargado, un siciliano, que me prepare dos bolsas para llevar. Normalmente, no bebo a mediodía, pero el anuncio luminoso —«LLÉVAME»— de las cervezas me hace desearla y pido seis latas frías. Pago y salgo con tan preciado cargamento. ¡La angustia me abre un apetito voraz!

Cerca de la fábrica hay un camino de gravilla que asciende por una pequeña pendiente, hasta llegar a la subestación eléctrica que está a un kilómetro, más o menos. Giro bruscamente para entrar en el camino. El Buick derrapa un poco. Tiendo la mano rápidamente para evitar que la pizza salte del asiento.

Aparco, dejando tras de mí una nube de polvo. Me quito la corbata y la americana para que no se manchen. Desabrocho los dos botones superiores de mi camisa y empiezo a dar cuenta de las provisiones. Es un auténtico placer morder la masa crujiente. El queso se estira entre mi boca y la pizza, en hilos amarillos y elásticos.

La fábrica está ahí. La veo desde mi atalaya, al otro lado de la carretera. Es como una caja de metal gris sobre la explanada. Ni una sola ventana. Sé que dentro hay cuatrocientas personas trabajando en el turno de día. Sus coches están aparcados delante de la

fábrica. Observo que un camión está reculando entre otros dos, en la plataforma de embarque. Los tres transportan materiales. Los materiales que las máquinas y los hombres de dentro están utilizando para hacer cosas. Al otro extremo, otros camiones se llevan lo que se ha producido. Se supone que yo dirijo lo que ocurre allí abajo. Abro una cerveza y mastico mi pizza antes de beber un trago.

La fábrica parece un elemento más del paisaje. Es como si fuera consustancial al paisaje mismo. Sin embargo, sé que lleva allí sólo quince años y, es más, sé que es muy probable que no sobreviva los próximos quince. ¿Cuál es la meta? ¿Qué se supone que hacemos ahí? ¿Qué es lo que está manteniendo en marcha todo el montaje?

Jonah afirmaba que hay una sola meta. Bueno, pues no lo veo tan claro; a lo largo de la jornada se llevan a cabo un montón de operaciones, todas igualmente importantes… por lo menos… la mayoría; si no, no las haríamos. Bueno, pues a mí me parece que todas ellas podrían ser metas. Quiero decir, por ejemplo, que la compra de materias primas es muy importante; hay que conseguir comprar a bajos costes…

Mientras pienso esto, oigo en mi interior la voz de Jonah diciendo: «¿Es ésta la meta?» Me río y casi me atraganto al pensar que comprar barato pudiera ser la razón de la existencia de la fábrica. Sin embargo, seguro que en el departamento de compras hay gente que piensa y actúa como si fuera esa la meta. Andan por ahí, alquilando almacenes para meter todas esas gangas que compran a bajo coste. ¿Qué tenemos ahora?, ¿alambre de cobre para treinta y dos meses?; ¿planchas de acero inoxidable para siete?… Toda clase de elementos que, por cierto, han inmovilizado millones y millones. No, definitivamente, comprar a precios económicos no es, ni mucho menos, la meta.

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