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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (3 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Lo que "Vuelos Interoceánicos" deseaban, era una pequeña isla deshabitada, con una meseta o zona plana susceptible de ser excavada, en la que se pudiese construir una pista de aterrizaje de unos dos kilómetros y medio de longitud. Era preferible una isla deshabitada, porque así la tierra podría arrendarse barata al descuidado gobierno propietario de la isla. Por otra parte, si él encontraba la isla apropiada y ésta resultaba estar habitada por una sola tribu o un puñado de indígenas —blancos no, naturalmente— también serviría. Los indígenas podían ser trasladados a otra isla, indemnizándolos debidamente, y la tierra podría comprarse igualmente a buen precio.

Mi tarea consistiría, añadió Mr. Trevor, en localizar tres o cuatro islas que reuniesen semejantes condiciones y después aterrizar en ellas para visitarlas, enviando acto seguido un detallado informe a Canberra. Los expertos que trabajaban para Mr. Trevor estudiarían mi informe, escogerían una o dos islas con carácter preferente y enviarían los especialistas, para que adoptasen la decisión final. Por el reconocimiento aéreo, yo cobraría 500 dólares. Por el informe completo, si resultaba que mis gestiones habían tenido éxito, percibiría otros 3.000 dólares.

A pesar de que me gustaba viajar entre las islas de la Polinesia, aquella empresa no era de mi agrado. En primer lugar, siento aversión a los aviones.

Por otra parte, no tengo demasiados arrestos para explorar tierras yermas y estériles, perdidas en el confín del mundo. Sin embargo, Dra. Hayden, no tengo por qué ocultarle que últimamente no he estado nadando en la abundancia, ni mucho menos. No pretendo engañarla ni pasar por quien no soy.

En la actualidad, mi vida diaria es una lucha constante. Tengo que enfrentarme con la creciente competencia de los comerciantes indígenas. Cada vez me resulta más difícil encontrar objetos de valor. Por consiguiente, siempre que se presenta una oportunidad de complementar los escasos ingresos que me produce la tienda, usted comprenderá que no puedo despreciarla. Aunque el presupuesto de gastos de Mr. Trevor era limitado, la suma final que debía pagarme era considerable, muy superior desde luego a los ingresos que pudiera darme en un año mi tienda y los otros negocios que poseo. Así es que no tuve más remedio que aceptar la proposición.

Después de recibir instrucciones detalladas y cuando Mr. Trevor tomó el avión para regresar a Australia, traté de fletar inmediatamente un hidroavión particular. Los que había disponibles en Papeete, como por ejemplo los dos hidroaviones de la RAI que llevan turistas a Bora Bora, resultaban demasiado caros. Así es que continué haciendo indagaciones y cuando expuse el caso al barman de Quinn's, él me dijo que conocía precisamente al hombre que necesitaba, añadiendo que uno de sus clientes, el capitán Ollie Rasmussen, de quien yo recordaba haber oído hablar, era dueño de un viejo hidroavión que compró a una empresa norteamericana poco después de la Segunda Guerra Mundial, el barman me confió que Rasmussen vivía con su esposa polinesia en una casita de Moorea que, como usted sabrá, se encuentra a un paso de Hawai, y que tenía un almacén junto al Quay du Commerce. Rasmussen se dedicaba a la importación-exportación, según creía el barman, y empleaba el hidroavión para transportar sus artículos. De todos modos, venía a Papeete una vez por semana y no me resultaría difícil verlo.

A los pocos días me entrevisté con el capitán Rasmussen y su copiloto, un joven indígena de veinte años escasos llamado Richard Hapai, el aliento de Rasmussen olía a whisky, soltaba tacos al hablar y su aspecto general no inspiraba confianza. Yo sentí ciertos recelos. Resultó que en efecto poseía un viejo Vought-Sikorsky, un tosco y desvencijado bimotor que podía alcanzar una velocidad máxima de 275 kilómetros por hora, pero lo tenía limpio y cuidado. Esto hizo que sintiese de nuevo respeto por él. Rasmussen era un hombre pintoresco y parlanchín, que se deshacía en lamentos por la necesidad en que se vio en 1947 de cambiar su vieja goleta perlera por un hidroavión, pero creo que sentía más afecto por el hidroavión de lo que él mismo quería admitir. Efectuaba vuelos semanales entre las islas, de unos días de duración, mas a pesar de ello disponía de tiempo para alquilarme su aparato y sus servicios sin objeciones. Estuve regateando con él durante una hora y por último cedió a llevarme en tres vuelos de reconocimiento, dos de breve duración y uno más largo, sin aterrizar más de tres veces, por 400 dólares.

Hace quince días, con Rasmussen y Hapai en la carlinga, efectuamos nuestro primer vuelo de exploración. Debo reconocer que el capitán Rasmussen conoce mejor que yo la región que se extiende entre Samoa y las Marquesas y me mostró buen número de atolones deshabitados cuya existencia yo siempre había sospechado, pero que no aparecen en los mapas.

No obstante, ninguno de Ellos era adecuado para "Vuelos Interoceánicos", por no reunir las condiciones requeridas. La segunda expedición, efectuada pocos días después, dio los mismos resultados negativos, aunque ordené a Rasmussen que aterrizase para visitar un atolón. Yo estaba muy desanimado, pues veía que se me escapaban los 3.000 dólares que me habían ofrecido, pero confiaba aún en que el tercer vuelo, que era el más largo, serviría para descubrir lo que deseaba. Pero este tercer vuelo se aplazó durante varios días. Rasmussen se hallaba ausente de Papeete y nadie conocía su paradero. Por último se presentó en mi hotel, hace cinco días, dispuesto a despegar al amanecer para un reconocimiento de dos días, interrumpido únicamente por las paradas necesarias para repostar, una noche en Rapa y las órdenes que yo le daría para que descendiese cuando encontrase algo que pareciese reunir condiciones.

No hace falta, Dra. Hayden, que la obligue a compartir la desesperación que yo sentí durante aquel último vuelo de reconocimiento, el primer día no ofreció resultado alguno, el segundo día, después de salir de Rapa al amanecer, nos dirigimos hacia el Sur, subiendo y bajando durante varias horas, muy lejos de las rutas oceánicas frecuentadas, examinando una isla de coral tras otra. Ninguna de ellas era adecuada para las finalidades expuestas por Mr. Trevor y era inútil que tratase de seguir engañándome. A media tarde, Rasmussen puso la reserva y dio media vuelta para volver a nuestra base, refunfuñando y diciendo que nos habíamos alejado demasiado para regresar a Tahití a una hora razonable de la noche. Yo le indiqué que dirigiese el hidroavión por el Nordeste, a fin de rozar las islas Tubuai al regresar a Tahití. Rasmussen no se mostraba muy dispuesto a hacerlo, arguyendo que le quedaba muy poca gasolina, por último se compadeció de mi abatimiento y accedió a mi petición, entre trago y trago de whisky.

Hapai empuñaba los mandos del aparato, Rasmussen pronto estaría borracho perdido y yo me agazapaba entre ambos, atisbando por la ventanilla, cuando vi la vaga silueta de una isla que brillaba al sol poniente a mucha distancia. Exceptuando el archipiélago de las Tubuai, para el que aún faltaba mucho, yo no me hallaba familiarizado con aquella región. Sin embargo, comprendí que aquella mota de tierra no podía ser una isla conocida ni importante.

"¿Qué es esa tierra que se ve allá abajo?", pregunté al capitán Rasmussen.

Hasta aquel momento, pese a su aspecto rudo, Rasmussen me había parecido un compañero muy servicial y campechano. Me desagradaban ciertas expresiones vulgares de su lenguaje y procuraba olvidarlas; sin embargo, esta vez trataré de reproducir sus palabras tal como las pronunció, para que usted pueda experimentar lo mismo que yo experimenté aquel atardecer en el aire.

Cuando yo le pregunté qué era aquella mota de tierra que se veía a lo lejos, el capitán Rasmussen rezongó:

"¿Qué es? No es nada… un asqueroso atolón… desierto… con un poco de hierba… tal vez guano… sin agua, sin vida, excepto albatros, gaviotas y golondrinas de mar… únicamente es bueno para las aves, no para los aviones".

Esta explicación distaba mucho de dejarme satisfecho. Recuerde usted que yo poseo ciertos conocimientos acerca de aquellas islas.

Así es que volví a la carga:

"No me parece que sea precisamente un atolón pequeño. Más bien me parece una isla bastante grande, con una meseta madrepórica. Incluso pudiera ser una isla volcánica. Si a usted no le importa, me gustaría examinarla con más atención".

Recuerdo que al oír estas palabras el capitán Rasmussen pareció serenarse de pronto y cuando habló, lo hizo con cierta aspereza:

"No me importa perder el tiempo dando un rodeo. De todos modos, yo he cumplido mi misión… casi está anocheciendo… me queda poca gasolina… y aún tenemos que cubrir mucha distancia. Valdrá más que no vayamos".

Algo que percibí en su tono de voz, en sus modales, en su mirada furtiva, me hizo sospechar de pronto de su integridad. Resolví no dar el brazo a torcer.

"¿Dice usted que está deshabitada?", insistí.

"Sí, eso digo."

"Entonces insisto en verla con más atención. Mientras estemos en este avión fletado por mí, creo conveniente que usted se acomode a mis deseos".

Sus lacrimosos ojos de beodo parecieron hacerse más claros y vivos.

"¿Quiere usted buscarse dificultades, profesor?"

Yo me sentía muy violento, pero me arriesgué. Era demasiado importante lo que estaba en juego para mostrarme tímido en aquellos momentos.

Le contesté en el mismo tono:

"¿Y usted, trata de ocultarme algo, capitán?"

Esta pregunta le enfureció. Estaba seguro de que iba a maldecirme. Pero en lugar de hacerlo, se inclinó hacia su piloto auxiliar indígena.

"Muy bien, démosle gusto… acércate un poco más, Hapai, para que vea que no hay nada en las Sirenas; sólo acantilados, piedras y unas cuantas colinas."

"¿Las Sirenas? —me apresuré a preguntarle—. ¿Así se llama esa isla?" No figura en las cartas y no tiene nombre en ellas. Se había puesto extremadamente misterioso.

El hidroavión ya había descrito un gran círculo y avanzaba hacia la distante mota de tierra, que poco a poco iba haciéndose más visible, hasta que pude distinguir escarpados farallones marinos y lo que parecía ser una meseta con un cono volcánico al extremo.

"Bien, hasta aquí no más —dijo Rasmussen a su ayudante. Luego agregó, dirigiéndose a mí—: Véalo usted mismo, profesor… no hay sitio para aterrizar."

Esto sería cierto, caso de no haber tal meseta, pero yo sospechaba que la había y así se lo dije a Rasmussen, pidiéndole que volase más cerca y más despacio, para que yo pudiese salir de dudas. Rasmussen, que refunfuñaba entre dientes, se disponía de nuevo a presentar objeciones, cuando yo le interrumpí con toda la severidad de que fui capaz.

"Capitán —le dije—, tengo una idea bastante clara de nuestra situación. Así es que si usted se niega a que vea esta isla como deseo, encontraré a alguien que me llevará a Ella mañana mismo."

Esto era pura fanfarronada, porque casi se me habían terminado los fondos que me adelantó Mr. Trevor y, además, no estaba muy seguro de nuestra situación exacta, pero al pronunciarla, casi creí en mi amenaza.

Rasmussen guardó silencio un momento. Me miraba parpadeando y pasándose la lengua por los labios resecos. Cuando finalmente habló, lo hizo con voz algo insinuante y siniestra:

"En su lugar, yo no lo haría, profesor. Usted y yo hemos hecho un arreglo amistoso para hacer un viaje tranquilo y de carácter particular. Yo me he mostrado muy generoso con usted. Nunca había traído a nadie por esta zona. Será preferible que no trate de aprovecharse de las buenas disposiciones del capitán".

Rasmussen me inspiraba cierto temor pero también tenía miedo de fallar en la misión que me habían encomendado. Me esforcé por mantener mi nota jactanciosa.

"Este cielo y este océano son libres —dije, antes de repetir—: Nadie podrá impedir que vuelva aquí especialmente ahora, cuando estoy seguro de que usted me oculta algo."

"Habla usted a tontas y a locas —gruñó Rasmussen—. Hay un millón de islas desiertas como ésta. Nunca sabrá cuál es. Le será imposible encontrarla."

"La encontraré, aunque tenga que estar buscándola un año —afirmé con énfasis—. Para ello cuento con mis amigos de Canberra y toda su flota aérea. Tengo una idea bastante aproximada de dónde estamos. He observado ciertas señales. —Me lo jugué todo a una carta—. Si usted piensa ponerme obstáculos, muy bien, hágalo. Volvamos a Tahití y pondré este asunto en manos de otros pilotos, que cumplirán las instrucciones de quien les paga."

Temí que Rasmussen estallase o tratara de agredirme, pero se hallaba tan alcoholizado que sus reacciones eran tardías y lentas. Me miró torciendo el gesto y, sin dejar de farfullar, se volvió a su copiloto.

"Lleva a este hijo de… hacia Las Sirenas, Hapai. A ver si así se calla de una vez."

Durante los diez minutos siguientes, volamos en irritado silencio sobre el océano, hasta llegar a la isla que, según pude observar entonces, no era una sino tres. Distinguí fugazmente dos diminutos atolones, cada uno de los cuales media menos de medio kilómetro de circunferencia. Eran atolones madrepóricos que apenas se levantaban sobre el nivel del mar, con un poco de terreno seco, alguna hierba, vegetación baja y palmeras. Uno de ellos mostraba una minúscula y encantadora laguna. En comparación con estos atolones, la isla principal era grande, pero sus dimensiones eran modestas al lado de otras islas de la Polinesia. Me pareció que no tenía más de seis kilómetros y medio de longitud por unos cinco de anchura. A causa de la rapidez con que pasamos sobre ella, sólo pude distinguir el alto cráter volcánico con sus empinadas laderas recubiertas de un espeso manto verde, pinos, retorcidos bosques formados por árboles de maderas duras, algunos valles cubiertos de lujuriante vegetación, una resplandeciente laguna de color cobrizo, innumerables hondonadas y barrancos y unos enormes acantilados que defendían completamente la isla.

Y entonces distinguí la ansiada meseta. Se hallaba cubierta de una gruesa alfombra de verde y lozana vegetación; era plana y regular, sin que en ella se alzasen peñascos, el terreno era liso, sin grietas ni barrancos. Entreví confusamente que la meseta descendía hacia el mar por unas boscosas laderas, que terminaban junto a una estrecha playa arenosa.

"No hay ningún fondeadero para barcos —decía Rasmussen, sin ocultar su satisfacción—. Hay muy poco calado… arrecifes sumergidos… peñascos… los vientos del Norte harían pedazos cualquier embarcación. Por eso nunca vine a recalar aquí cuando tenía la goleta. Sólo es posible hacerlo con este hidroavión."

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