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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (9 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Las burbujas de jabón se adhirieron de nuevo al cuerpo de Claire y ella empezó a apartarlas con ademán ausente. Se dio cuenta de que estaba divagando y trató de recordar en qué pensaba. Ya estaba: en la carta de Easterday, recibida hacía cinco semanas, y en el efecto que la misiva produjo en todos ellos. Maud se había lanzado a una frenética actividad, desde luego. Y en cuanto a Marc, estaba más atareado, tenía mayor tensión (si esto era posible), estaba más nervioso, más susceptible ante cualquier pequeñez y sobre todo se mostraba muy quejoso acerca de la conveniencia de aquella expedición. "Tu amigo Easterday me parece un novelista", dijo a Maud dos noches antes. "Una cosa así debería ser objeto de una investigación a fondo antes de perder tanto tiempo y tanto dinero." Maud le respondió como siempre lo había hecho, tratándolo con la infinita paciencia y cariño que muestran todas las madres con sus hijos precoces. Acto seguido se puso a defender a Easterday, presentándolo como hombre serio y solvente y explicando que las circunstancias no permitían aquella investigación, recordándole al propio tiempo que tenía un olfato infalible para todo lo bueno, lo cual era resultado tanto del instinto como de la experiencia. Como de costumbre, abrumado por los argumentos de su madre, Marc se batió en retirada sumergiéndose en el fárrago de su agobiante trabajo extraordinario.

La rutinaria vida de Claire fue lo único que no pareció verse afectada por los recientes acontecimientos. Tuvo que escribir más a máquina y archivar más correspondencia, pero estas ocupaciones no bastaron para llenar su jornada de manera apreciable. Aún podía holgazanear todas las mañanas en el agua tibia del baño espumoso, leer durante el desayuno, celebrar consulta con Maud, hacer su trabajo acostumbrado e irse después a jugar el tenis con otras jóvenes señoras casadas de la facultad, tomar el té o asistir a una conferencia. Y por las noches, cuando Marc no podía llevarla al cine o a pasear en coche, a causa del trabajo, o cuando no los invitaban a una fiesta de sociedad, ella dejaba que su esposo estudiase sus notas, consultara sus fichas o corrigiera sus comunicaciones —todo ello labor propia de hombres—, mientras ella leía novelas o miraba, soñolienta y aburrida, la pantalla de la televisión. Nada de esto cambió a causa de Easterday y Las Tres Sirenas.

Sin embargo, Claire estaba segura de que algo había cambiado para ella. No tenía nada que ver con la rutina diaria. Estaba relacionado con un sentimiento, con una emoción efervescente y casi tangible que surgió en su interior. Hacía ya un año y nueve meses que era la señora de Marc Hayden, oficialmente, ante la ley, para bien o para mal, para siempre. Cuando contrajo matrimonio —"un buen partido", en opinión de su madre y su padrastro— aquellos sentimientos interiores se hincharon jubilosos, como una burbuja que la levantase por los aires cada vez más arriba, haciendo que todo lo que quedaba por debajo de ella pareciese maravilloso. Pero de manera paulatina, a medida que fue pasando el tiempo, aquella jubilosa burbuja se fue deshinchando y disminuyendo, para terminar convertida en una manchita húmeda que no representaba nada. En eso se convirtió la hinchada burbuja: en nada. Esto era lo que ella experimentaba entonces ante la vida: nada. Le parecía que toda su excitación y esperanzas de dicha habían huido. Era como si todo fuese predecible, como si ya supiese de antemano cómo sería su vida en los días venideros, hasta el último de ellos, sin que hubiese esperanza de nuevas maravillas. Estos eran los sentimientos que la dominaban y cuando oyó a las jóvenes que habían sido madres hablar de niños azules, se preguntó si habría también matrimonios azules.

No podía culpar a nadie de su desilusión, y menos que nadie a Marc, como no fuese a la propia esposa inexperta, con su ramo marchito de esperanzas románticas y novelescas. Si tuviese dinero, se dijo, subvencionaría un equipo de expertos para que descubriesen qué fue de las Cenicientas después de que fueron muy felices y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Pero hacía aproximadamente cinco semanas, Claire había acusado el impacto de algo beneficioso, el efecto que esto produjo sobre todo su ser fue inmediato, aunque los que la rodeaban no se percataron. Sintió que algo despertaba en su interior. Experimentó una sensación de bienestar.

Comprendió que en la vida podía haber algo más que insatisfacción. Y supo que todo ello se debía a la carta de Easterday, ella había mecanografiado con amor resúmenes a doble espacio de aquella misiva. Se sabía de memoria todo cuanto prometía Easterday.

A excepción de un viaje de ocho días a Acapulco y Ciudad de México, en compañía de su madre y su padrastro, efectuado cuando ella tenía quince años (recordaba las pirámides, los jardines flotantes, Chapultepec y que no había estado sola un instante), Claire nunca había salido de Estados Unidos. Y he aquí que de la noche a la mañana, como quien dice, iba a verse transportada a unos parajes desconocidos y exóticos de los Mares del Sur. Aquella promesa de cambio era tan estimulante que casi resultaba insoportable. Los detalles que daba Easterday acerca de Las Tres Sirenas resultaban bastante irreales y por consiguiente apenas significaban nada para ella. Se parecían demasiado a los millares de palabras que contenían los libros de Maud u otras incontables obras etnológicas que ella había leído; le parecían datos históricos pertenecientes al pasado, sin relación con su vida actual. Sin embargo, la fecha de la partida estaba cada vez más próxima y si Easterday no era el "novelista" que Marc veía, si aquellas cosas eran reales y no simples palabras, no tardaría en hallarse en el interior sofocante de una cabaña, entre hombres y mujeres semidesnudos, cuyos alimentos procedían de un almacén comunal, que consideraban la doncellez como un defecto y la educación sexual práctica como una necesidad, que hacían el amor en una cabaña de Auxilio Social y que durante un festival desenfrenado, en el que se celebraba nada menos que un concurso de belleza, los participantes acudían en el traje de nuestros primeros padres.

Claire consultó el reloj esmaltado puesto junto a la bañera. Eran las nueve y cuarto. La primera clase de Marc ya debía de haber terminado.

Hoy él dispondría de cuatro horas libres antes de dar la clase siguiente. Se preguntó si volvería a casa o se iría a la biblioteca. Pensó entonces que había llegado el momento de vestirse. Tendió la mano hacia la palanca situada bajo el grifo la accionó, abriendo el desagüe, y el agua jabonosa empezó a desaparecer borboteando.

Se incorporó, pasó con cuidado una pierna sobre el borde de la bañera y permaneció erguida, goteando sobre la gruesa estera blanca. Mientras el agua descendía aún por las curvas de su carne reluciente, volvió a pensar en la carta de Easterday. ¿Qué había dicho acerca de la moda imperante en Las Tres Sirenas? Los hombres llevaban bolsas púbicas sujetas por cordeles. Mirándolo bien, no había por qué escandalizarse teniendo en cuenta el sumario atavío que lucían los hombres en la playa durante el verano. Sin embargo, ellos sólo llevaban aquellas bolsitas y nada más. Pero se trataba de nativos, lo cual confería un aspecto decente, casi clínico, a la costumbre.

Ella había visto cientos de fotografías de nativos, algunos de los cuales ni siquiera llevaban bolsas púbicas, y le pareció algo muy natural para ellos.

Se le ocurrió entonces la idea, de pie en el centro del cuarto de baño, tan desnuda como cuando vino al mundo, de que así es como debería presentarse en público en Las Tres Sirenas. Aunque no, eso no podía ser cierto. Easterday había escrito que las mujeres llevaban faldellines de hierba "sin nada debajo" y el torso desnudo. Aunque, cielos, esto era casi como si fuesen desnudas.

Claire se volvió para contemplarse en el espejo, que ocupaba toda la puerta. Trató de imaginarse cómo la verían así, desnuda, los nativos de Las Tres Sirenas. Medía 1,62 metros y pesaba 51 kilos; éste era el peso que había leído en la balanza aquella misma mañana. Tenía el pelo oscuro y brillante muy corto, con las puntas formando rizos sobre las mejillas. Sus ojos almendrados tenían un vago aire oriental, que evocaba las sumisas y recatadas doncellas de la antigua Catay, pero el efecto que producían se veía desmentido por su color azul ahumado, "sexy", como los tildó una vez Marc. Tenía la nariz pequeña con aletas muy delicadas, los labios de un rojo cereza y la boca amplia y generosa, demasiado generosa. Los senos se desarrollaban suavemente a partir de la curva de los hombros y el pecho.

Eran voluminosos, hecho que le había producido gran turbación en su adolescencia, pero aún firmes y juveniles, lo cual no dejaba de ser un consuelo a sus veinticinco años cumplidos. Se le marcaban un poco las costillas… ¿qué pensarían de ello los indígenas?, pero tenía el vientre muy poco pronunciado, tan sólo levemente redondeado y las proporciones de sus muslos y esbeltas piernas, bien mirado, no estaban mal del todo. Sin embargo, era imposible saber qué opinarían gentes pertenecientes a otras culturas… los polinesios acaso la considerarían flaca, a excepción de su pecho.

Entonces pensó en el faldellín de hierbas. De treinta centímetros. Comprendió que aquellas dimensiones apenas permitían medio palmo de recato suplementario. Y esto con tal de que no se levantase viento… Dios mío; ¿qué pasaría si tenía que inclinarse o levantar la pierna para ascender un peldaño? ¿Y cómo se las arreglaría para sentarse? Resolvió hablar a fondo de la cuestión del vestuario con Maud. Teniendo en cuenta que aquella sería su primera expedición científica, debía preguntar a Maud qué tenía que hacer cuando se encontrase en Las Tres Sirenas.

Volvió a contemplarse en el espejo mientras se secaba. ¿Qué aspecto tendría cuando estuviese encinta? Tenía el vientre tan pequeño, realmente… ¿Habría lugar en él para otra persona, para su hijo? Tenía que haberlo y la naturaleza siempre resolvía estos problemas, pero en aquellos momentos le pareció algo absolutamente imposible. Al pensar en el hijo que tendría, pero que no llegaba, frunció maquinalmente el entrecejo. Desde el primer día habló con anhelo de tener un hijo; más tarde se refirió a ello en términos más prácticos, pero también desde el primer día Marc se opuso. Es decir, se opuso por el momento, aunque más adelante lo aceptaría, según solía decir. Los motivos que exponía parecían importantes cuando los escuchaba, pero al encontrarse sola y libre para pensar, los encontraba siempre insignificantes.

En una ocasión dijo que primero debían adaptarse a la vida conyugal. Debían disponer de algunos años de libertad juntos, sin responsabilidades suplementarias, dijo otra vez. Y últimamente argüía que para poder hablar propiamente de constituir una familia, primero tenían que instalar a Maud en otra casa, en lugar de vivir juntos como hasta entonces.

Mientras se frotaba las piernas con la toalla, empezó a poner en duda la sinceridad o la validez de todas estas razones, preguntándose si no ocultarían la única verdad; Marc no quería un hijo, le daba miedo la idea de tenerlo porque él aún continuaba siendo un niño, un niño talludo que dependía demasiado de su madre para ser capaz de adoptar una responsabilidad por su cuenta. Esta momentánea sospecha le desagradó y decidió no hacer más cábalas ni conjeturas.

Llamaron con los nudillos en la puerta que había detrás del espejo.

—¿Claire?

Era la voz de Marc, ella se sobresaltó ligeramente y se sintió culpable de que Marc la hubiese sorprendido sumida en aquellos pensamientos.

—¡Buenos días! —exclamó alegremente.

—¿Ya has desayunado?

—Todavía no. Me estoy vistiendo.

—Te esperaré, pues. Esta mañana me dormí y no he podido ir a la clase. ¿Qué quieres que le diga a Suzu? ¿Algo especial?

—Lo de siempre.

—Muy bien… A propósito, han llegado de Los Ángeles los últimos datos que pedimos.

—¿Hay algo de interés?

—Aún no he tenido tiempo de verlo. Lo examinaremos juntos mientras desayunamos.

—Muy bien.

Cuando oyó que Marc se había ido, se apresuró a abrocharse el sostén, luego se puso los pantaloncitos, el portaligas, se subió las finas medias, las sujetó y se puso la rosada combinación. Al salir del cálido cuarto de baño para dirigirse al soleado dormitorio del primer piso, más fresco, se preguntaba si aquella última investigación habría aportado algún nuevo dato.

Dentro de pocos minutos lo sabría. Se peinó a toda prisa, se pintó los labios sin maquillarse el resto de la cara, y después se puso su falda de lana color cacao claro, el suéter de cachemira beige, que abrochó cuidadosamente, buscó unos zapatos de tacón bajo, en los que introdujo los pies, salió al rellano y descendió a toda prisa la escalera.

Suzu, con su invariable sonrisa, estaba sirviendo el desayuno y Marc se encontraba junto a la mesa de la cocina, inclinado sobre una carpeta, cuando Claire hizo su entrada en el comedor. Después de saludar a Suzu, acarició el cabello de Marc, cortado casi al cero, mientras depositaba un beso en su mejilla.

Instalándose en una silla empezó a beber su zumo de uvas e hizo una mueca, pues había olvidado azucararlo. Después miró a Marc.

—¿Aún no ha regresado Maud?

—Aún está paseando por los pantanos —dijo Marc, sin levantar la mirada.

Claire rompió el extremo de una tostada.

—Bien, dime —dijo, indicando los documentos recibidos—. ¿Existe de verdad esa Disneylandia de la Polinesia?

Marc levantó la cabeza y se encogió de hombros.

—No puedo asegurar nada. Me gustaría estar tan seguro de ello como Matty. —Golpeó con el dedo los papeles que tenía delante—. Nuestros licenciados parecen haber hecho una labor muy concienzuda y meticulosa en la Biblioteca del Congreso. Han consultado toda la literatura sobre los Mares del Sur, tanto lo publicado como lo inédito. No han encontrado ninguna mención de Las Tres Sirenas en parte alguna. Ni una sola palabra…

—No hay que sorprenderse, creo. Easterday dijo que era un archipiélago desconocido.

—Yo me sentiría más tranquilo si existiese alguna referencia impresa. Aunque por supuesto —empezó a hojear nuevamente las notas—, hay ciertos hallazgos que parecen corroborar hasta cierto punto las afirmaciones de Easterday.

—¿Por ejemplo? —preguntó Claire, mascando a dos carrillos.

—La existencia de Daniel Wright es cierta y efectivamente vivía en Londres, antes de 1795, y en Skinner Street. También había hasta hace poco tiempo un abogado llamado Thomas Courtney que ejercía en Chicago…

—¿De veras?… ¿Se sabe algo más sobre él?

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