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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (8 page)

BOOK: La Ira De Los Justos
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Los oficiales blancos que estaban a bordo comenzaron a animarlo como si estuviesen viendo un partido de fútbol americano. El gigantón se había quedado aislado a unos treinta metros de la orilla. Las lanchas se habían separado unos cuantos metros para evitar que los No Muertos se lanzasen sobre ellos, pero una de las zódiacs se mantenía todavía a escasa distancia, para que aquel tipo pudiese saltar a bordo. Los soldados apretujados en las lanchas le hacían gestos desesperados para azuzarle, pero el hombre negro estaba demasiado ocupado para atender a nada de aquello.

El M16 giraba sobre su cabeza como una maza, con un silbido aterrador. Cada pocas vueltas impactaba en la cabeza de un No Muerto, provocando un sonido seco y quebradizo que ponía los pelos de punta. No sé si aquellos golpes eran mortales o no, pero desde luego le servían para abrirse camino, ya que los afectados caían como sacos ante él. En un momento se vio rodeado por tres No Muertos a la vez. Mientras que a los dos más cercanos les abría la cabeza con la culata ensangrentada de su arma, al tercero se lo quitó de en medio por el expeditivo método de plantarle una patada en el plexo solar que le tuvo que partir al menos un par de costillas.

Los oficiales habían dejado de disparar los fusiles de precisión y aullaban como locos, viendo cómo aquel pobre diablo luchaba por su vida.

—¿Qué cojones hacen? —Me volví hacia Viktor—. ¿Por qué coño no disparan para abrirle paso?

—Está claro que es porque no quieren disparar, y si no queremos tener problemas con ellos creo que nosotros tampoco deberíamos hacerlo —murmuró el ucraniano mientras lanzaba una profunda mirada reflexiva sobre los oficiales de a bordo. Algo estaba pasando por la cabeza de Pritchenko, pero fui incapaz de adivinar qué era. Estaba demasiado alterado por todo aquello.

—¡Esto es un asesinato! —protesté.

Nadie me hizo ni el menor caso. El soldado negro continuó abriéndose camino a golpes hasta la orilla. Por un momento estuve convencido de que iba a lograrlo. Tan sólo le faltaban un puñado de metros hasta el borde del muelle y únicamente dos No Muertos se interponían entre él y la salvación. De golpe, cargó contra uno de ellos con un
tackle
digno de un defensa de fútbol americano. El No Muerto salió disparado hacia el agua y se hundió con un chapoteo. Al otro lo agarró por un brazo y lo hizo rotar sobre sí mismo, lanzándolo contra un grupo cercano, donde cayó en un revoltijo de brazos, piernas y cabezas.

Vitoreé entusiasmado, dejándome llevar por la emoción, pero de repente el grito murió en mi garganta. El soldado había dado un paso atrás para coger carrerilla y saltar a la zódiac, y ese maldito medio metro de retroceso fue suficiente. Uno de los No Muertos derribado en el suelo estiró su mano y agarró con sus uñas rotas y podridas los cordones de la bota de aquel tipo justo cuando tomaba impulso para saltar. El soldado cayó pesadamente sobre el muelle, y dos No Muertos se abalanzaron sobre él. Uno de ellos clavó sus dientes en el bíceps del tipo, dejando una profunda marca sanguinolenta, mientras el otro desgarraba una de sus pantorrillas. Con un gruñido, el soldado pateó la cabeza del que mordía su pierna con la bota que le quedaba libre, mientras le asestaba al otro No Muerto un puñetazo capaz de desnucar a un búfalo. Arrastrándose llegó hasta el borde del muelle y se dejó caer al agua.

Su cuerpo se hundió con un chapoteo y tras un segundo de incertidumbre su cabeza apareció de nuevo, justo al lado de la zódiac. Los soldados que se apilaban en la lancha lo subieron como pudieron a bordo, dejando un rastro de sangre sobre la lona de la embarcación; luego viraron y comenzaron a acercarse lentamente al
Ithaca
.

Era un crimen monstruoso. Aquel hombre estaba condenado. A través de aquellos dos mordiscos, millones de pequeños virus del TSJ habían entrado en su organismo y, en aquel preciso instante, debían de estar replicándose a toda velocidad. En pocas horas aquel gigante sería un No Muerto más, uno grande y peligroso, por cierto. Y todo porque a los tipos que se reían y aplaudían a mi lado no les había apetecido disparar para ayudarle a salir de allí. Me sentía enfermo sólo de pensarlo.

—Vámonos, Viktor —le dije a Pritchenko con voz ahogada—. No aguanto ni un minuto más aquí. Me alegro de que Lucía no estuviera en cubierta para ver esto.

—Todo esto es muy raro —me respondió Viktor—. Un grupo de desembarco compuesto sólo por negros, sudamericanos e indios, sin un solo blanco entre ellos, y los dejan morir como chinches. No tiene ningún sentido.

—Nada tiene sentido desde hace tiempo.

—Ya, pero esto es muy extraño —insistió tercamente el ucraniano.

El baqueteado grupo de desembarco había llegado hasta el costado del buque y unos cuantos marineros ya estaban conectando las mangueras a los depósitos, mientras los maltrechos soldados subían por la red de abordaje colgada por un lateral. Con unas cabrias descolgaron unas camillas hasta los botes para ayudar a subir a aquellos que estaban más gravemente heridos.

Por una parte resultaba reconfortante ver que aquellos hombres seguían aplicando la máxima de no dejar a nadie atrás, pero por otro lado era imposible no pensar en lo absurdo de aquel gesto. Ninguno de aquellos heridos tenía salvación. El TSJ los transformaría en No Muertos a los pocos minutos de su muerte. De hecho, algunos de los oficiales del puente seguían disparando contra la multitud del muelle, pero apuntando tan sólo a los soldados caídos del grupo de desembarco, que ya se habían levantado convertidos en No Muertos, en una versión macabra del «no dejar a nadie atrás».

Viktor, el resto de los oficiales y yo nos retiramos del puente, que rielaba bajo el calor tropical del mediodía, hacia el salón interior, donde unos camareros con uniforme blanco dirigidos por Enzo estaban colocando un almuerzo de aspecto fabuloso. Aquello resultaba terriblemente perturbador. Si miraba por una de las ventanas veía a los agotados soldados supervivientes, derrumbados sobre la cubierta, mientras se desprendían de su pesado equipo y se pasaban botellas de líquido de las que bebían ávidamente. En el interior del salón, los mismos oficiales de uniforme azul que un momento antes estaban disparando indiscriminadamente sobre la multitud del muelle y habían dejado morir sin mover un dedo a varios de sus hombres charlaban distendidamente, fumando cigarrillos con un gin-tonic en la mano y se inclinaban cortésmente cuando pasaba Lucía entre ellos. Mientras tanto, a apenas seiscientos metros, el muelle de Luba permanecía lleno de No Muertos tambaleantes, a los que se oía gemir de manera sorda y monótona incluso por encima del zumbido del aire acondicionado. Era como tener una ventana con vistas al infierno desde el selecto cóctel del club de golf.

El capitán se abrió paso, cortés y sonriente, entre los oficiales y se acercó a nosotros. Al llegar a nuestra altura tomó la mano de Lucía y la besó educadamente.

—Señorita, es un placer que comparta con nosotros este sencillo aperitivo —dijo—. Creo que hablo en nombre de todos mis oficiales cuando le digo que su presencia a bordo es ciertamente refrescante. Una dama tan bella como usted es una alegría para la vista.

—Todo lo contrario que el espectáculo de sus hombres ahí fuera —dije en tono cortante, lo que me valió una mirada de advertencia por parte de Lucía y Viktor.

—Evidentemente no es agradable, señor —contestó impertérrito el capitán Birley—, pero debe tener en cuenta que estamos sumergidos en una lucha entre las fuerzas de Dios y las del Infierno, entre la Luz y la Oscuridad. En circunstancias como éstas debemos dejar a un lado ciertas convenciones sociales, como la compasión.

—Pero ¡son sus hombres! —protesté.

—¿El equipo de desembarco? —Birley se encogió de hombros—. Son ilotas, gente de clase inferior, y además todos ellos son unos pecadores. Con su esfuerzo y con su vida están expiando sus pecados y ganándose un sitio en la mesa del Señor. Ahora mismo, los que han caído están sentados en el banquete infinito que les ofrece nuestro Señor Jesucristo, mucho más grande y mejor que este simple refrigerio. Confío en que eso no le suponga ningún problema… señor.

No se me pasó por alto la elocuente pausa que había dejado Birley al final. Tenía que recoger velas.

—Hum, no, por supuesto que no, capitán Birley. Le estamos enormemente agradecidos por su hospitalidad, y entendemos perfectamente su manera de actuar.

—Sería una pena descubrir que no merecen ustedes este estatus, créame —contestó Birley, dejando en el aire un montón de amenazas implícitas—. Ahora, si me permiten, tengo que ordenar que se envíe un mensaje por radio a Gulfport para comunicar el éxito de nuestra operación. Si me permiten…

El capitán Birley se alejó hacia la sala de radio, parando ocasionalmente a charlar con uno u otro grupo por el camino. El rumor de las conversaciones y una suave música clásica se mezclaban con los gemidos de los No Muertos del muelle, creando una atmósfera onírica.

—¿Qué opináis de todo esto? —preguntó Prit, dándole un sorbo a su bebida.

—No lo sé, pero no me gusta —replicó Lucía—. Esta gente es tan formal, tan educada, tan… y sin embargo me dan escalofríos. Hay algo que no encaja.

En ese momento, Strangärd, el alto oficial sueco, pasó a nuestro lado. Sin mirarnos y con la vista perdida en la multitud de No Muertos del muelle se colocó de tal manera que obstruíamos la línea de visión del resto de los ocupantes del salón. Cualquiera que le viese pensaría que estaba distraído contemplando la multitud de cadáveres de Luba, abstraído en sus pensamientos.

—Tengan cuidado —masculló entre dientes—. Aunque no lo parezca, Birley les está vigilando atentamente. El viejo es muy desconfiado y seguramente estará preparando un informe para entregárselo al reverendo cuando lleguemos. El hielo bajo sus pies es muy fino ahora mismo, amigos.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Quiénes son esos ilotas? ¿A qué viene todo esto? —pregunté, mientras miraba fijamente a Lucía y la obsequiaba con una luminosa sonrisa, como si aquella conversación no fuese tan angustiosa.

—No podemos hablar aquí. Las paredes del barco oyen. Pero sepan que hay más gente que piensa que todo esto es una aberración. Cuando lleguemos a Gulfport buscaré la manera de hablar con ustedes. Entonces se lo explicaré todo.

Strangärd se alejó de nosotros, para sumergirse en otro grupo. Al cabo de un momento le oí reír, junto con otros oficiales, cuando alguien contaba un chiste. Aquel condenado sueco sabía disimular muy bien. La pregunta era: ¿cuántos de los de a bordo estaban disimulando? ¿Y por qué?

Ciertamente, al llegar a Gulfport, alguien nos tendría que dar una explicación. Y que fuese satisfactoria, además.

8

Al cabo de cuarenta y ocho horas, las bodegas del
Ithaca
estaban llenas a rebosar con más de medio millón de toneladas de excelente petróleo. Los marineros encargados de las bombas soltaron las tuberías que nos conectaban con la estación y, tras taponarlas con unas capas de hule embreado, las arrojaron al mar sujetas a unas boyas. Si en alguna ocasión había que regresar a Luba, tan sólo habría que pescar aquellas boyas y conectarlas a los depósitos. Era una solución inteligente.

Un leve temblor me indicó que los motores del
Ithaca
se habían puesto de nuevo en marcha. El petrolero levó las anclas cubiertas de un limo negro y espeso y comenzó a avanzar muy lentamente hacia alta mar. Antes de abandonar el puerto, varios soldados que estaban situados al otro lado de la alambrada, en la proa (
los ilotas… ¿de qué me suena ese jodido nombre?
) subieron cuatro féretros envueltos en una bandera y tras disparar una descarga al aire los arrojaron ceremoniosamente al mar. El TSJ había hecho estragos entre los heridos, como era de esperar.

El
Ithaca
iba ganando velocidad a medida que se acercaba a mar abierto. El viento comenzaba a refrescar y era cada vez más molesto. Justo cuando me daba la vuelta para entrar de nuevo en el barco, me quedé petrificado, contemplando la proa. Me froté los ojos, estupefacto.

En medio de todos los soldados que saludaban ceremoniosamente a los ataúdes que se hundían, estaba el coloso negro que había dirigido el grupo de desembarco. Y pese a que le habían mordido al menos dos veces, el muy cabrón tenía un aspecto excelente. Y desde luego, no era un No Muerto.

9

¡Matadlos, matadlos a todos, aunque sea en el vientre de sus madres!

ILYA HRENBURG

Radio Estación Hangeul 9

Wonsan, Corea del Norte

El teniente Jung Moon-Koh se aburría. Llevaba más de siete horas de su turno y, como todos los días desde hacía más de un año, su pantalla reflejaba lo mismo que el día anterior.

Nada.

La Radio Estación de Escucha Lejana Hangeul 9 era el noveno y mayor puesto de radioescuchas de una serie de más de cien estaciones repartidas por toda la geografía de Corea del Norte. Aquella estación, como todas las demás de la serie, se habían construido en los años sesenta, con el propósito de monitorizar todas las conversaciones de radio que se pudiesen cruzar en Corea del Sur. Alguien había convencido al Querido Líder Kim Il Sung de que sería una buena estrategia defensiva saber qué tramaban los despiadados capitalistas del Sur antes de que iniciasen su ataque. Y escuchar sus conversaciones de radio, había afirmado el entusiasta promotor de la idea, era la mejor manera de saberlo.

En lo que no había caído el audaz promotor de la red Hangeul era que las conversaciones de radio de Corea del Sur ya se contaban por millones en los años sesenta, en plena época de despegue económico del tigre asiático, muchas más, desde luego, que en el territorio Juche de Corea del Norte, donde el mero hecho de poseer una radio constituía un delito. Escuchar, clasificar y traducir todas las transmisiones era virtualmente imposible, sobre todo para los escasos medios técnicos de aquel país atrasado y empobrecido. Así que aquella idea, después de dos años de trabajos y una inversión millonaria, había quedado discretamente apartada. Por su parte, el padre de la misma había visto su brillante carrera militar truncada bruscamente por una bala del calibre 9 milímetros. Así se pagaban los fracasos en el Paraíso de los Trabajadores.

Durante más de treinta años las estaciones habían permanecido cerradas en su mayor parte; tan sólo se mantenían operativas unas cuantas, para controlar las conversaciones de la flota estadounidense que patrullaba el mar de Japón. No es que aquello fuese de mucha utilidad, por supuesto, pues la mayor parte de las conversaciones navales estaban codificadas, pero alguien había decidido que se hiciese de aquella manera, y la inercia de no hacer nada sin el conocimiento del Amado Líder era demasiado grande.

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