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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (7 page)

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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Era lo que había dicho también Cecilio y, sin duda, lo que no tuvieron tiempo de decir Pío y Fernando.

—¿No hay en él algo que le distinga de los demás?

Con cierta dificultad, Morgan pudo responder:

—Sólo hay algo que me ha extrañado… Nunca emplea la mano derecha. Todo lo hace con la izquierda… con la izquierda. La derecha la deja sobre la mesa… Allá en la Casa de las Golondrinas… ¡Oh, cómo me duele la cabeza! Este cigarro era demasiado fuerte…

De pronto dejó caer la cabeza hacia adelante y la barbilla le chocó contra el pecho. El cigarro se escapó de sus labios, en los que apareció una espuma verdosa.

El Coyote
se puso en pie de un salto. Por tercera vez en unas horas
El Encapuchado
le burlaba, hiriendo ante sus propios ojos a los únicos que podían ayudarle.

Un leve examen bastó para que
El Coyote
se convenciera de que Abel Morgan había muerto. Cogiendo el cigarro que Morgan había fumado hasta un momento antes, lo olió. El aroma no tenía nada de anormal; pero… Allí donde los labios de Morgan habían entrado en contacto con el cigarro, se veía una mancha verdosa.

El Coyote
examinó los restantes cigarros que se encontraban en la caja de cedro. Sólo había tres más y cada uno de ellos presentaba huellas bastante claras de haber sido sumergidos por su extremo inferior en un potente veneno, del que estaban impregnados. La humedad de los labios había bastado para matar al dueño del hotel.

El Coyote
se guardó los cigarros envenenados. Tal vez algún día le fuesen útiles contra el misterioso encapuchado, que en las primeras batallas reñidas contra
El Coyote
había llevado la mejor parte.

«Pero una lucha sólo termina cuando uno de los dos enemigos ha muerto —murmuró
El Coyote
—. Y cuando llegue ese momento, yo cuidaré de que el muerto seas tú,
Encapuchado

Capítulo VII: La visita a don Jerónimo

El carruaje de don César de Echagüe se detuvo a la puerta de la hacienda de don Jerónimo Salas. Frank Christie, el mecánico encargado de las máquinas agrícolas, se hallaba cerca de la verja y acudió a abrir.

—Buenos días, don César —saludó.

—¿Cómo está usted, Christie?

—Muy bien, señor; pero… ¿quiere usted ver a don Jerónimo?

—Ése es nuestro propósito —replicó el dueño del rancho de San Antonio.

—¡Oh, perdón! —se disculpó Frank Christie—. No me había dado cuenta de que le acompañaba su hijo. Pues, volviendo a lo que decía antes, creo que haría usted mejor no tratando de ver hoy a don Jerónimo. Está de un humor de mil diablos.

—¿Quién está de un humor de mil diablos? —Preguntó una potente voz—. Christie, se toma usted unas libertades excesivas que ya me estoy hartando de soportar. No olvide que es uno de mis criados y que no le pago, ni mucho menos, para que exponga opiniones acerca de mi carácter.

Don Jerónimo Salas era un hombre alto, que había sido muy corpulento, aunque había perdido ya una gran parte de sus músculos devorados por la creciente adiposidad. Sin embargo, unos años antes había sido uno de los hombres más agresivos de Los Ángeles, y aún conservaba mucho del antiguo carácter.

—Discúlpeme, don Jerónimo —pidió el encargado, por cuyos ojos pasó un ramalazo de ira y de odio.

Don Jerónimo Salas nunca había sabido tratar a los que trabajaban para él y por eso cambiaba muy frecuentemente de peones. Frank Christie, por su especialización mecánica, que le evitaba tener un contacto demasiado directo con el dueño de la hacienda, era el único que había soportado durante unos tres años al irascible don Jerónimo.

—¿Para qué viene a esta casa? —siguió don Jerónimo Salas, volviéndose hacia don César—. ¿Le he pedido que viniera? ¿Quién es usted? ¡Márchese!

—Venía a proponerle que me vendiese unas tierras…

—¡No quiero vender tierras! —gritó Jerónimo Salas—. ¡No quiero vender nada! ¡Márchese de aquí! No le conozco ni me interesa saber quién es.

—Es don César de Echagüe, papá —dijo en aquel momento José Salas, el hijo de don Jerónimo, que había acudido al oír las voces de su padre.

—Me tiene sin cuidado quien sea ese hombre —replicó don Jerónimo—. Yo no le he llamado. No quiero verle. Dile que se marche, o tráeme un látigo y le echaré yo mismo. ¡Aún me sobran fuerzas para hacerlo!

José Salas acercóse al carruaje. Se advertía que su turbación era muy grande. Con voz temblorosa, pidió:

—Por favor, don César, le ruego que vuelva en otro momento o me diga qué desea de mi padre. Tal vez yo pueda resolverlo; pero ahora insisto: aléjese. Tiene los nervios muy excitados y cuando se encuentra así es casi un irresponsable.

—No te preocupes, José —replicó don César—. Ya volveré otro día. —Y en voz baja agregó—: Quería hablar de unas tierras que dicen son muy buenas y que a tu padre no le interesan. Me refiero a las tierras del Valle de la Victoria.

La mano derecha de José Salas se cerró en torno a la muñeca de don César.

—¡Por Dios, no hable de esas tierras! —dijo—. Hace años que mi padre no piensa en otra cosa. No, no. No le hable de eso. Antes de vender un palmo de tierra del Valle de la Victoria sería muy capaz de vender su alma al diablo.

—¿De qué estás hablando? —gritó don Jerónimo—. ¡Quiero saberlo!

—¡Le decía que volviese otro día, papá! —replicó el joven Salas.

—Que no vuelva hasta que yo le llame —dijo rudamente don Jerónimo—. Que no vuelva hasta entonces. ¡Que no vuelva nunca más!

Sonriendo, don César hizo dar media vuelta al caballo que tiraba del cochecillo jardinera y alejóse de la hacienda de don Jerónimo. El fracaso de su entrevista con el hacendado no parecía preocuparle mucho.

—No podré registrar la habitación de don Jerónimo —dijo el pequeño César.

—No —respondió su padre—. Don Jerónimo estaba hoy de muy mal humor. Cualquiera le creería loco. Tal vez lo esté. Jamás ha demostrado tener una cabeza muy sólida.

Pero los pensamientos de don César estaban muy lejos de allí y de aquellos problemas. Estaban fijos en una mujer que era, sin duda alguna, la clave de todo el misterio.

Capítulo VIII: La viuda de
Borax
MacAdoo

Carolyn MacAdoo se había instalado en la posada del Rey Don Carlos.

—Aunque tendrá tristes recuerdos para mí, pues aquí murió Mickey, creo que éste es el mejor hotel de la ciudad —dijo a Yesares, cuando llegó a la posada.

Más tarde recibió la visita de Teodomiro Mateos. El jefe de policía le ofreció su pésame oficial y particular. Luego solicitó documentos de identidad, los confrontó con los que poseía y al final explicó:

—Su esposo dejó algún dinero y diversas propiedades. El dinero se ha gastado casi todo. Las propiedades ya le pertenecen y puede vender alguna si necesita dinero.

—No necesito dinero con urgencia —replicó la viuda de
Borax
MacAdoo—. Tengo bastante para unas semanas. Luego venderé las tierras que pudiese tener mi marido. Nunca me contó gran cosa de sus negocios, por lo que ignoro el valor de mi herencia.

—Yo también lo ignoro, señora —replicó Mateos—. Tal vez un abogado o notario pueda informarla. Yo estoy muy ocupado. Esta ciudad es cada día peor. Hace unas cuantas noches fueron asesinados nuestro carcelero y otros dos hombres. Cada día ocurren sucesos lamentables. Señora… repito mi pésame…

Cuando quedó sola, Carolyn Wister lanzó un suspiro de alivio. ¡Qué hombre tan pesado aquel jefe de policía o lo que fuese! Además, desde que se lo anunciaron estuvo temiendo que descubriese la verdad.

Carolyn se dejó caer de espaldas en la cama y clavó la mirada en el techo. Su situación era bastante difícil; mas, por fortuna, el que un hombre muriera de muerte violenta no parecía sorprender a nadie en aquella ciudad.

De pronto, Carolyn empezó a sentir la impresión de no estar sola. Esta impresión se hizo tan fuerte que, para desecharla, Carolyn decidió incorporarse y dejar que sus ojos se convencieran de que estaba sola.

Pero su asombro no conoció límites cuando, al mirar a su alrededor, vio a un hombre sentado a unos dos metros de ella. Cualquiera que hubiese sido el aspecto de aquel hombre, Carolyn se hubiera asustado; pero su espanto fue enorme al ver a un hombre vestido de oscuro, a la moda mejicana, con la cabeza cubierta por un sombrero de copa cónica y ala ancha y vuelta hacia arriba, traje excelente y botas de montar muy altas. Pero la causa del sobresalto mayor de Carolyn fue el antifaz que cubría el rostro del hombre y las armas que pendían de su cinturón canana.

—Buenas noches, desconsolada viuda de
Borax
MacAdoo —sonrió el enmascarado.

Hablaba con ironía que no pasó inadvertida a la mujer.

—¿Quién es usted y qué busca aquí? —preguntó Carolyn.

—Soy
El Coyote
.

—¡
El Coyote
!

Carolyn no esperaba encontrarse al famoso personaje.

—¿Me conoce? —preguntó
El Coyote
.

—He oído hablar de usted; pero no esperaba tener el gusto de conocerle personalmente.

—Si no se hubiese apartado del buen camino, nunca me habría conocido, señora.

—¿Qué quiere decir? —preguntó la mujer.

—Es usted muy hermosa, señora. No me extraña que el señor MacAdoo se enamorase de usted.

—¿Qué pretende decir con esas palabras?

—No pretendo más que expresarle mi profundo pesar por la pena que la aflige. ¿Y su hijo? ¿Lo dejó en San Francisco? ¿Cómo pudo separarse de una criatura tan delicada?

Carolyn miraba fijamente al
Coyote
. Aquel hombre conocía toda la verdad y no intentaba disimularla. Por el contrario, estaba tratando de hacérselo comprender.

—¿Cuánto le pagan por representar esa comedia que puede llevarla a la cárcel?

—No represento ninguna comedia —tartamudeó Carolyn.

—Tal vez no sea una comedia, sino un drama —dijo
El Coyote
—. Usted no ha estado nunca casada con
Borax
MacAdoo, ni el hijo que usted dice ser suyo es de usted ni de
Borax

Carolyn sentía una inmensa opresión en el pecho. Aún intentó un último esfuerzo.

—Michael MacAdoo era mi legítimo esposo.

—¿De veras?

—Sí. Me casé con él en San Francisco, hace un año. Además, no tengo por qué responder a sus preguntas.

—Tal vez en lo último que ha dicho tenga algo de razón; pero yo puedo enviar una noticia al amable jefe de policía que acaba de salir de aquí. Ese amable jefe puede reunir a algunos médicos y pedir que examinen a la viuda de Michael MacAdoo y certifiquen si puede ser o no la madre del hijo que ha dejado en San Francisco.

Carolyn acusó el golpe como si lo hubiera recibido físicamente. Palideció mortalmente, y, por último, declaró:

—Está bien…, usted gana. Cuando se ha perdido todo y el enemigo lo sabe, es inútil seguir fingiendo que se es fuerte. ¿Qué quiere de mí?

—Que desaparezca.

—No comprendo.

—Si desaparece, El Encapuchado no podrá nada contra usted.

—¿Le conoce?

—Sí.

—Es implacable con quienes le traicionan.

—Ya lo sé…

En aquel momento entreabrióse la puerta del cuarto y por ella asomó una mano armada con un cuchillo que partió silbando contra el cuerpo de Carolyn. La fulminante reacción del
Coyote
salvó milagrosamente la vida de la mujer, pues el enmascarado cogió un almohadón que estaba junto a él y lo lanzó de forma que se interpusiera entre el cuchillo y Carolyn. Oyóse un choque blando y el cuchillo cayó al suelo, junto con el almohadón, cuando había faltado apenas unos centímetros para que se hundiera en el corazón de Carolyn.

Ésta miró horrorizada el cuchillo y luego, volviéndose hacia
El Coyote
, dijo con alterada voz:

—No diré nada más. Nada más.

—Ya no necesito que me diga nada. Creo que lo sé todo. Voy a salir de esta habitación. Dentro de diez minutos salga usted a la calle y cuando se le acerque un hombre y le diga
Coyote
, sígale. Él la llevará a lugar seguro.

—¿Y mi desaparición? ¿No sorprenderá…?

—Más sorprendería que encontraran su cadáver. Y para usted sería mucho menos agradable.

—Está bien. Un chino amigo mío me dijo que quien monta en un tigre no puede desmontar cuando quiere, sino cuando el tigre le deja.

—Es un buen refrán —sonrió
El Coyote
—. Y de cuantos tigres he conocido,
El Encapuchado
es el peor de todos.

El Coyote
fue hacia la puerta, la abrió, y una ojeada al pasillo le indicó que no existía ningún riesgo inmediato. Cuando Carolyn salió para ver qué dirección había seguido el enmascarado, el pasillo estaba vacío. No se veía el menor rastro del
Coyote
.

La mujer vaciló un momento entre seguir o no el consejo de aquel hombre. Por fin, una mirada al cuchillo que estaba medio clavado en el almohadón, la decidió, y cuando transcurrieron los diez minutos fijados por
El Coyote
, salió de la habitación y bajando a la plaza la empezó a cruzar. Cuando llegó a la mitad de ella, una sombra se acercó, preguntando:

—¿Señora de MacAdoo?

Carolyn tardó unos instantes en decidirse a responder. ¿Y si aquel hombre era el mismo que había intentado herirla? Pero en aquel momento el otro resolvió sus dudas con esta palabra:


Coyote
.

—Yo soy la señora de MacAdoo —murmuró Carolyn.

—Debo acompañarla a un sitio donde estará segura —respondió el hombre—. Lo ha ordenado
El Coyote
. En el lugar donde quedará usted encontrará a un hombre que también se halla refugiado. No debe decirle quién es.

—¿Por qué? —preguntó Carolyn.

Timoteo Lugones se encogió de hombros.

—No lo sé —contestó—. Me limito a cumplir las órdenes recibidas. Le aconsejo que haga lo mismo.

—Está bien ——sonrió Carolyn—. Guardaremos silencio. No comprendo nada; pero tal vez sea mejor así.

Timoteo Lugones tomó la dirección del barrio mejicano. Caminaba tomando grandes precauciones y procurando evitar toda emboscada, pues había sido prevenido acerca de los peligros que podía correr. Por fin llegó ante la casa de Adelia y llamó con los nudillos. Abrióse la puerta y la gruesa india se hizo a un lado, saludando con una profunda inclinación a la mujer que llegaba con Timoteo. Luego la guió hasta una habitación mucho mejor amueblada y más confortable de lo que podía esperarse en una casa de tan pobre apariencia.

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