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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (6 page)

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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En cuanto abrió la puerta se arrepintió de haberlo hecho sin tomar alguna de las elementales precauciones o haber mirado por la estrecha mirilla. Frente a él vio a un hombre vestido a la mejicana, con un revólver en la mano y un antifaz negro sobre el rostro.

—¡Hola, Cecilio! —saludó el enmascarado, empujando hacia atrás al carcelero.

Este susurró:

—¡
El Coyote
! ¡Dios mío!

—¿Qué te ocurre, Cecilio? Pareces asustado.

Mientras hablaba,
El Coyote
cerraba con llave la puerta de la prisión.

—¿Es que has hecho algo malo? —siguió
El Coyote
.

Cecilio Castro no podía hablar. La presencia del famoso enmascarado le volvía a traer el inquietante recuerdo de la muerte de
Borax
MacAdoo.

—Me estás haciendo hablar sólo a mí, Cecilio —sonrió
El Coyote
—. Eso no está bien. No es correcto.

—¿Qué quiere de mí? —murmuró Cecilio.

—Quiero hacerte unas cuantas preguntas antes de decidir si debo castigarte o no.

Cecilio Castro se atragantó. De su cinturón pendía un buen revólver cargado con seis excelentes balas, cualquiera de las cuales era sobradamente capaz de matar al hombre que tenía ante él; mas para hacer aquello era preciso desenfundar el revólver, amartillarlo y apretar el gatillo. Y todo ello delante del hombre más peligroso de California: ¡del
Coyote
! No. Cecilio Castro era incapaz de hacer semejante cosa. Porque el castigo del
Coyote
sólo era uno: ¡la muerte!

—¡Por favor, no lo haga! —suplicó.

—Contesta a lo mucho que tengo que preguntarte.

—¿Qué quiere saber?

—¿Quién hizo matar a
Borax
MacAdoo?

Cecilio estaba temiendo esta pregunta.

—No lo sé —respondió.

—Mientes —dijo fríamente
El Coyote
, cuya mano derecha descansó sobre la curvada culata del revólver que había enfundado después de cerrar la puerta.

—No… De veras, no le engaño —susurró Cecilio, por cuyo cuerpo acababa de pasar un escalofrío provocado por el ademán del
Coyote
—. No sé quién le mató.

—Pero sabes que le mataron, ¿no? Sabes que su muerte no fue accidental.

—No, no sé nada…

La mano izquierda del
Coyote
hizo presa en la camisa de Cecilio, quien tuvo la impresión de que una terrible ave de presa le había cogido con sus garras.

—Cecilio: estás pidiendo a gritos que te mate y me entran tentaciones de complacerte. Sabes que
Borax
MacAdoo fue asesinado y, además, sabes una cosa que no has dicho a nadie: sabes que estuvo tres días encerrado en esta cárcel. ¿Por qué no se lo dijiste a tus jefes? ¿Por qué, a pesar de saber que el dueño del Hotel Morgan mintió al decir que
Borax
MacAdoo había ido a pasar unos días en San Francisco, no confesaste que no había estado en San Francisco, sino en la cárcel?

Cecilio Castro se sabía entre dos peligros igualmente grandes; pero el representado por
El Coyote
era el más inmediato y, por lo tanto, el carcelero decidió que lo más prudente era resolver aquel problema.

—El jefe me lo prohibió —dijo.

—¿Quién es ese jefe?

—No le conozco. No le He visto nunca la cara. Le llamamos
El Encapuchado
porque se presenta ante nosotros con la cara cubierta por una capucha que sólo deja ver los ojos.

El Encapuchado. El Coyote
sintió un estremecimiento de ira. ¿Quién era aquel hombre cuyo nombre indicaba misterio, poder e inteligencia? ¿Un rival? Hasta entonces no había hecho nada para enfrentarse con él. Sin embargo, el hecho de que tuviese servidores fieles y temerosos, era una amenaza para él.

—¿Qué te ordenó?

—Que no dijese que el señor MacAdoo había estado en la cárcel.

—Tú sabías que iba a morir, ¿verdad?

Tras un breve silencio, Cecilio Castro movió afirmativamente la cabeza.

—¿Por qué no le avisaste? —preguntó
El Coyote
.

—El jefe me habría matado si lo hubiera hecho. Castiga sin piedad a los traidores.

—¿Dónde os cita?

—En la Casa de las Golondrinas.

—¿Por qué quería matar a MacAdoo?

—No lo sé. No sé más que deseaba que muriese; pero no antes del día en que murió.

—¿Querían arrebatarle algo?

—No lo sé.

—Dime quiénes son los demás cómplices del
Encapuchado
.

—Sólo conozco a Pío Ruiz y Fernando Ochoa; pero hay otros.

—Está bien. Supongo que Morgan también debe pertenecer a la banda, ¿no?

—Claro. Me olvidé de él.

—Está bien. Abre la puerta y aleja las tentaciones de utilizar ese revólver.

Cecilio Castro fue lentamente hacia la puerta de la cárcel, hizo girar la llave en la cerradura y ese mismo instante la puerta fue empujada desde fuera y se vio un centelleo metálico, al que siguió un alarido de dolor que se fue convirtiendo en un estertor agónico. El carcelero trató de aferrarse a alguna parte, y, al fin, su cuerpo cayó contra la puerta, cerrándola. Después, el cuerpo fue resbalando hacia el suelo y por fin quedó tendido en el umbral.

Empuñando uno de sus revólveres,
El Coyote
saltó hacia la puerta y trató de abrirla. Se lo impidió el cuerpo de Cecilio.
El Coyote
comprendió que no tendría tiempo de retirar el cuerpo, salir a la calle y alcanzar al asesino. Por ello decidió atender, si era posible, al carcelero. Pero éste había muerto. En el pecho tenía clavado hasta la empuñadura un estoque español de agudísimo y afilado acero. En la cruz del arma se veía un papel.
El Coyote
lo arrancó, leyendo estas palabras:

«POR TRAIDOR».

No llevaba firma; pero
El Coyote
pronunció un nombre:

—¡
El Encapuchado
!

Cecilio Castro había tenido razón al expresar sus temores acerca del castigo que aplicaba su jefe.

El Coyote
apartó el cuerpo de Cecilio y luego apagó todas las luces que ardían en el interior de la cárcel; acto seguido aseguróse de que los revólveres salían con facilidad de sus fundas y, por último, yendo hacia la puerta, cogió un alto taburete. Colocándose a un lado de la puerta, la abrió suavemente y tiró hacia fuera el taburete, que hizo retemblar la acera de tablas. Al mismo tiempo se oyó un silbido y un choque casi ahogado por la caída del taburete.

Cuando
El Coyote
salió de la cárcel con el revólver a punto de disparar, no vio a nadie; pero sus oídos captaron el rumor de unos pasos que se alejaban.
El Coyote
acercóse al taburete y una dura sonrisa pasó por sus labios. En una de las tres patas se hallaba fuertemente hundido un cuchillo mejicano de pesada hoja. Un cuchillo propio de lanzador experto, que podía hundirse hasta la cruz si se tiraba con la debida fuerza.

En California sólo había habido un hombre capaz de manejar el cuchillo de aquella manera. Aquel hombre era don Jerónimo Salas; pero desde que en una pelea perdió, de un hachazo, cuatro dedos de la mano derecha, en la cual sólo conservó el pulgar, don Jerónimo no había vuelto a manejar el cuchillo.

Sin embargo, el acero clavado en el taburete llevaba una firma clarísima.

—Mañana nos veremos, don Jerónimo —decidió
El Coyote
.

* * *

El Coyote
deslizóse en el interior de la casa después de subir hasta el tejado utilizando un árbol cercano. Reinaba en ella un profundo silencio que fue turbado por el gemir de algunas tablas al ser pisadas.

El Coyote
empezó a descender por la escalera hacia el primer piso, en el cual tenían su alojamiento Pío Ruiz y Fernando Ochoa, dos de los menos recomendables personajes de Los Ángeles.

Con ellos no sería fácil discutir. Habría que emplear la violencia. Tal vez la máxima violencia. Pero seguramente aquellos hombres sabrían mucho más que Cecilio Castro acerca de la identidad del
Encapuchado
o, por lo menos, podrían darle algunos datos que le permitieran seguir una pista segura.

Al llegar ante una de las puertas que daban a la escalera,
El Coyote
se detuvo. La mano con que empuñaba el revólver se inmovilizó y el arma quedó apuntada ante él. Una línea de luz dibujaba el umbral de la puerta.
El Coyote
escuchó atentamente. No se oía nada. Ni una respiración, ni un carraspeo, ni una voz. Pasaron unos minutos. El silencio continuó inquebrantado. Por fin,
El Coyote
empujó la puerta. Estaba abierta. El espectáculo que se ofreció a los ojos del enmascarado no pudo ser más trágico. Dos hombres estaban sentados en una mesa. Entre ellos se levantaba una botella de tequila casi vacía. Los dos hombres se hallaban caídos de bruces sobre la mesa y su inmovilidad era la de la muerte, pues ni el más leve suspiro se escapaba de entre sus azulados labios.

El Coyote
tocó aquellos dos cuerpos. Estaban helados. La muerte de Pío Ruiz y Fernando Ochoa habíase producido antes que la de Cecilio Castro. Como en el caso de éste, el asesino había dejado una nota, que
El Coyote
leyó lentamente:

«LA MUERTE ES LA MEJOR CERRADURA PARA UNA BOCA INDISCRETA».

Tampoco llevaba firma; pero el nombre del
Encapuchado
también brotó de los labios del
Coyote
.

Los dos cadáveres no presentaban ninguna señal de violencia. La muerte debía de haberles llegado con el alcohol.

El Coyote
cogió la botella de tequila y la vació en el suelo. Algún imprudente podía pagar cara su curiosidad o su sed.

* * *

Abel Morgan estaba nervioso. No le gustaba nada de cuanto sucedía. Mateos le había interrogado muy a fondo acerca de lo que había hecho
Borax
MacAdoo desde que llegara a su hotel. Le había tenido que mentir, y si Cecilio Castro perdía la serenidad él se encontraría metido en un apuro del que no le sería nada fácil salir.

Cuando entró en su cuarto, después de haber cerrado ya las puertas del hotel, los pensamientos de Morgan eran muy amargos. La culpa de todo la tenía su mala suerte. Aquella mala suerte que nunca le había abandonado, que se había pegado a él como se pegan las pulgas a un perro flaco, sin soltarle ni un solo momento. Si hubiera tenido un poco de buena suerte todo habría sido fácil; pero incluso en las ocasiones en que la suerte parecía sonreírle, lo hizo con una media sonrisa que en seguida se trocó en mueca.

Había comprado aquel hotel e inmediatamente encontróse con que se le estaba terminando el dinero, y ese suceso le colocó en manos de un hombre a quien no conocía —porque jamás había visto su rostro— que le dio todo cuanto le hizo falta; pero ni un centavo más. Que le mantuvo a flote, pero dejándole siempre con el agua a punto de invadir la cubierta de su maltratado buque. En cualquier momento en que
El Encapuchado
le retirase su apoyo, volvería a naufragar. Y para vivir aquel no vivir, había tenido que convertirse en un delincuente, culpable, ahora, de la muerte de un hombre.

Entró en su habitación, que se componía de una sala y una alcoba. Cerró con llave y dejóse caer en una mecedora. Luego con cansado ademán, alcanzó uno de los cigarros que guardaba en una caja de cedro, encima de la cercana mesita, lo encendió, y cuando lanzaba la segunda bocanada de humo su mirada tropezó con un hombre que acababa de salir de la alcoba.

El antifaz que le cubría el rostro y los dos revólveres que pendían de su cintura, indicaban tan claramente las intenciones de aquel hombre, que Abel Morgan estuvo a punto de dejar caer el cigarro que tenía entre los labios. Vióse obligado a sostenerlo con los dedos, al mismo tiempo que preguntaba con estrangulada voz:

—¿Quién es usted?

—Me llaman
El Coyote
. ¿No ha oído hablar de mí?

—Sí…, sí… pero creí que… que no era verdad.

—Ya ve que lo soy —replicó
El Coyote
, avanzando hacia Morgan—. ¿Le importaría contestar a algunas preguntas?

—¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó el hotelero.

—No se preocupe por ese detalle; —replicó
El Coyote
—. Carece de importancia.

—Para mí la tiene… —contestó Morgan—. Esta habitación se hallaba cerrada…

—¿Se acuerda de
Borax
MacAdoo? —preguntó
El Coyote
.

Morgan se atragantó con el humo de su cigarro. Sus dilatados ojos miraron aterrados al enmascarado, que siguió:

—Usted sabe quiénes colocaron la carga explosiva que destrozó a
Borax
MacAdoo.

—No.

—Fueron Pío Ruiz y Fernando Ochoa —siguió
El Coyote
—. Recibieron una buena paga; pero ya no les sirve de nada, porque los dos han muerto.

—¿Les ha matado usted?

—No —sonrió
El Coyote
—. Les mató
El Encapuchado
.

—¿Le conoce?

—No. Quiero que usted me diga qué sabe de él.

—Yo no sé nada —declaró, con lívida rostro, Morgan.

—¿Prefiere que venga el señor Mateos a preguntarle por qué dijo que
Borax
MacAdoo había estado en San Francisco, cuando, en realidad, sabía usted que se encontraba en la cárcel, detenido por borracho?

—¡No! —gritó Morgan—. No diga eso. ¿Se lo ha revelado Cecilio?

—Lo sabía antes de ver a Cecilio. Han hecho ustedes grandes favores al
Encapuchado
; pero ahora ya no les necesita y de la misma forma que mató a Pío Ruiz y Fernando Ochoa, mató luego a Cecilio y le matará a usted si no se anticipa a él y me dice lo que sepa de su persona.

—¿Ha muerto Cecilio? —preguntó, en un susurro, Morgan.

—Sí. De una estocada. Una muerte muy californiana.

—¡Dios mío! Pero… yo no sé nada. Hace algo más de dos años me encontraba a punto de arruinarme. Recibí una carta en la cual se me ofrecía el dinero necesario para salir de mis apuros más grandes. Acepté, y al devolver la carta recibí dos mil dólares. He ido recibiendo sumas de pequeña importancia que me han permitido sostenerme a flote. A cambio de eso, he tenido que hacer lo que
El Encapuchado
me mandaba. Lo último fue que dejara que Pío y Fernando metiesen algo en el baúl de
Borax
.

Mientras hablaba, Morgan fumaba nerviosamente.

—¿Cómo es
El Encapuchado
? —preguntó
El Coyote
.

—No sé. Nadie le conoce…

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