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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (6 page)

BOOK: La espía que me amó
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Frun
Stromberg estaba asustada, y más cuando descubrió a Sigmund sufriendo uno de sus extraños accesos de temblor ante el acuario. Se preguntó si el muchacho estaría trabajando demasiado en la escuela. Los informes que llegaban indicaban que el chico era académicamente brillante, y poseía una inclinación natural hacia las ciencias. Su cociente de inteligencia era tan alto que resultaba imposible de medir.

Herr Stromberg era un empresario de pompas fúnebres. Sigmund permanecía en el taller de su padre tanto tiempo como ante el acuario, y observaba las técnicas del negocio. La construcción de los ataúdes, los revestimientos, las maderas que podían emplearse, los estilos y variedades de asas y accesorios, los métodos de presentación al futuro cliente.

Aunque dudaba en mencionarlo a su marido por temor a herir sus sentimientos,
Frun
Stromberg se sentía preocupada porque los evidentes talentos de su hijo pudieran echarse a perder si entraba en el negocio familiar.

No tuvo mucho tiempo para preocuparse. Poco después del decimoséptimo cumpleaños de Sigmund, el Saab en que ella y su marido viajaban quedó fuera de control en un lugar notoriamente peligroso, y se hundió en el lago. Ambos pasajeros se ahogaron. Aparentemente los frenos del vehículo, de ordinario dignos de fiar, habían fallado.

Sigmund Stromberg mostró una actitud flemática ante la tragedia que por segunda vez le arrebataba a sus padres, y se ganó el respeto de sus vecinos encargándose él mismo de arreglar los funerales. Sus maestros lo apremiaron para que vendiera el negocio, o lo dejara en manos de un encargado, de manera que él pudiera continuar sus estudios en la Universidad y proseguir en busca de un brillante futuro que parecía suyo por derecho propio. Él los desilusionó diciendo que se disponía a llevar solo el negocio.

Y esto fue lo que hizo, y con gran empuje por cierto. A pesar de ser joven, mostraba una notable familiaridad con la muerte y lo que él denominaba como su «embalaje». La cremación era lo que él recomendaba como la forma más limpia, pura y ecológicamente satisfactoria de irse, y como el negocio prosperaba, construyó su propio crematorio privado. Tuvo que esperar más tiempo del previsto porque la firma contratada para efectuar el trabajo estaba en esa época comprometida en construir unas instalaciones similares, aunque más grandes, en la Alemania nazi.

Stromberg se convirtió en el hombre cuyo consejo siempre se solicitaba cuando se había producido una pérdida. Todo hombre o mujer importante esperaba llegar a sufrir la cremación de sus manos, y sabía que, por la forma de salir de esta existencia, todo el mundo vería la prueba de sus medios económicos. Stromberg se especializó en la cremación de ataúdes muy caros con adornos así mismo muy costosos. Argumentaba —aunque con la mayoría de los clientes no necesitaba argumentar— que la consagración de tanta riqueza a las llamas era como una especie de absolución, una purificación del cuerpo físico de la mancha de Mammón antes de penetrar en el crepúsculo eterno. Era el equivalente de los viejos héroes nórdicos quemados en sus largos barcos. Y servía también para demostrar al mundo que uno tenía dinero para quemar.

La mayoría de sus clientes, atormentados por la emoción, contenían una lágrima y asentían. Algunas semanas después de que el cuerpo del ser querido había sido entregado a las llamas, llegaba una enorme factura; había quien se arrepentía. Pero, ¿quién se atrevía a hace preguntas y a mostrarse quisquilloso en semejante situación? Y, de todas maneras, ¿qué había para discutir? Todo había pasado al horno. De hecho, sólo el cuerpo había sido quemado y generalmente sin los empastes de oro que sus dientes habían contenido. El mismo ataúd, que estaba diseñado como una caja de trucos japonesa para permitir una serie de sutiles variaciones de forma, era utilizado una y otra vez con una diversidad de pomos dorados. Stromberg se dio cuenta de que pocas personas asistían a tantos funerales hasta el punto de ser capaces de distinguir un ataúd de otro. Algunas viudas lo ayudaban incluso expresando el deseo de ser incineradas en el mismo estilo de ataúd que su difunto marido, y la verdad era que Stromberg era capaz de cumplir estas instrucciones al pie de la letra.

Una vez que los rodillos controlados eléctricamente habían transportado el ataúd a través de las cortinas y el telón de acero templado había bajado, se conectaba una grabación de un alto horno funcionando, mientras el cuerpo era volcado a una caja de contrachapado de madera reforzada con montantes. El ataúd era rápidamente desmantelado y el cadáver examinado en busca de adornos de valor. Todos los dedos que contuvieran anillos difíciles de quitar eran cortados, y la rígida boca obligada a abrirse. Si se encontraba algún diente de oro, era arrancado con unos alicates. Los asistentes al funeral se retiraban entonces y el sonido verdadero del horno cubría el zumbido grabado que tanto preocupaba a los acompañantes mientras estos salían con reprimido apresuramiento de aquel espantoso lugar de muerte.

Con este macabro fertilizante florecieron las semillas de la fortuna de Stromberg. Al terminar la guerra, trasladó su fortuna a Hamburgo, donde las oportunidades de expansión eran mucho mayores. Pero su mente andaba ya ocupada en otras cosas. La mayor parte de la flota mercante europea se había hundido durante la guerra, y Stromberg advirtió enseguida las posibilidades cuando el Plan Marshall empezó a ayudar al destruido continente a ponerse en pie. Invirtió su dinero en barcos, y pronto estuvo en magníficas relaciones con los griegos a medida que sus pobres barcos de carga fueron dejando paso a los petroleros. A sus veinticinco años, Sigmund Stromberg era ya millonario en dólares.

Pero esto no era suficiente. Cuanto más rico y próspero se hacía y más se expandía su red de poder y de amistades, Stromberg se daba cuenta de que el mundo no está controlado por los reyes o presidentes, sino por los criminales. Los reyes y presidentes son efímeros; las organizaciones como la Cosa Nostra o los Tongs perduran.

De manera que Sigmund Stromberg decidió que tenía que convertirse en criminal. La transición no tenía por qué resultar demasiado difícil; después de todo, era ya un estafador, un asesino y un ladrón de cadáveres.

Su oportunidad surgió al enterarse de que una serie de intereses criminales establecidos habían tramado un plan para vender «seguro» —basado en el tonelaje anual transportado— a uno de los magnates navieros griegos más ricos con el que Stromberg tenía una remota relación. Stromberg exageró la importancia de esta relación con el griego y se comprometió a convocar una relación en que la proposición fuera discutida por todas las partes interesadas. La reunión había de celebrarse en el
Ingemar
, por aquella época el petrolero mayor de la flota de Stromberg.

Para mantener una respetuosa distancia, Stromberg dispuso que la reunión debería tener lugar bajo la presidencia de un tal Bent Krogh, el cual había sido su mano derecha en los primitivos días del crematorio, y conocía todos sus secretos.

La decisión de no asistir fue, dado el curso de los acontecimientos, la correcta, ya que una explosión hizo volar por los aires el lugar en que debía celebrarse la reunión, segundos antes de la llegada del griego. Bent Krogh y los jefes de ocho de los más importantes grupos criminales de Europa fueron aniquilados, y el barco se convirtió en un infierno llameante. Fue una suerte para Stromberg que el barco estuviera bien asegurado.

Aquellos que estaban en el ajo creyeron que el griego se había olido el plan y tomado sus propias expeditivas para cortar de raíz un incipiente chantaje de protección. No resulto, por tanto, demasiado sorprendente cuando dos meses más tarde, su chofer puso en marcha el Rolls Royce Silver Cloud y vio como sus piernas cruzaban por delante de sus ojos cuando una explosión proyectó al vehículo, a su dueño y él mismo a una altura de quince metros, antes de depositar sus despedazados restos en un humeante cráter la mitad de profundo.

Stromberg había enviado una corona al funeral —su gusto en tales cuestiones era, forzosamente, ejemplar—, y tres meses más tarde, mediante una serie de tratos muy complicados, pero muy lógicos, se había hecho cargo de los intereses navieros del fallecido griego.

Ahora, los fríos y húmedos ojos de Stromberg se paseaban sobre los dos hombres inquietos que se hallaban ante él.

—Caballeros, tenemos un problema.

6. Habitación 4 C

Stromberg permitió que su voz fuera bajando, y dio un golpecito al pliegue de piel que, como una membrana, se extendía entre su dedo meñique y el anular. Había nacido con ella, y a
Frun
Stromberg le habría gustado mucho hacérsela quitar. Sin embargo, incluso esta simple operación estaba más allá de sus posibilidades económicas familiares cuando Sigmund era niño, y, al crecer, el muchacho se había mostrado absolutamente contrario a sufrir ningún tipo de cirugía. Incluso había adoptado la costumbre de coger con el pulgar y el índice de la mano derecha la traslúcida curva de carne y tirar de ella con gesto meditabundo.

—Señor, con respeto, seguramente la cuestión técnica…

Stromberg hizo callar a Bechmann con un gesto.

—El problema no es de naturaleza técnica. No puedo más que admirar el trabajo que han realizado ustedes sobre el Sistema de Rastreo de Submarinos. La primera fase de su explotación ha sido satisfactoria —hizo una pausa—. Quizá demasiado satisfactoria. Tal vez esto ha alentado pensamientos de codicia y avidez.

Pequeñas gotas de sudor aparecieron en la frente de Markovitz.

—Para decirlo con claridad, caballeros —prosiguió Stromberg—. He descubierto que tenemos un traidor en esta organización. Alguien que está incluso en estos momentos comprometido en la venta de los planos de
su
Sistema de Rastreo a gobiernos internacionales en competencia.

Levantó un brazo con un movimiento lento y perezoso, y extendió un largo y huesudo dedo detrás de su hombro derecho.

—Mi ayudante podrá dar más detalles sobre la materia. Traiga las pruebas, Miss Chapman. De la caja fuerte de la habitación 4 C.

La muchacha que surgió de las sombras había estado sentada, tomando notas en silencio desde que la reunión empezó. Era alta, morena, esbelta y hermosa según todos los cánones. Tenía ese aire de altivo desdén y desprecio apenas disimulado que es el sello de todas las secretarias de los ricos y triunfadores. Su vestido negro con el cuellecito blanco era tan simple que tenía que proceder de una de las más discretas casas de modas de París, y se movía con la gracia despreocupada, aristocrática, de un saluki pura sangre. Al abandonar la habitación, Stromberg la contempló con gesto de aprobación.

La habitación 4 C era larga y estrecha y estaba pintada de un color blanco, casi cegador. La muchacha nunca había estado allí anteriormente y se sorprendió de encontrarla vacía. Había supuesto que ése era el lugar donde Stromberg guardaba los documentos demasiado secretos incluso para ella. Al atravesar la puerta, se sorprendió por un agudo zumbido y una luz roja centelleante que brilló en el lado contrario de la habitación. Se detuvo, y se relajó. Debía de tratarse de algún dispositivo de seguridad. Stromberg la había enviado allí; así que, lógicamente, era seguro continuar.

Atraída por la luz, caminó a grandes zancadas por la habitación hacia lo que consideró que serían unas puertas correderas. La caja debía de encontrarse detrás de ellas.

De repente, oyó un sólido
click
detrás de ella. Se dio la vuelta. La puerta había sido cerrada. Cuando empezaba a andar hacia ella, se oyó un ruido de maquinaria y una partición cayó del techo como una guillotina, estando a punto de golpearla, y fallando por unos pocos centímetros. La habitación había sido reducida a la cuarta parte de su tamaño original.

La muchacha empezó a sentir pánico. Presionó con su dedo contra lo que esperó desesperadamente que fuera un botón de alarma. Aparte de romperse una de sus hermosas, largas y manicuradas uñas, no consiguió nada más. No sonó ningún timbre.

En vez de eso, las puertas se abrieron deslizándose suavemente. Se vio entonces frente a una placa de cristal que abarcaba desde el techo al suelo. La muchacha meneó su cabeza, incapaz de creer lo que estaba viendo. Lo que había detrás del cristal era agua, centenares, miles de litros de agua. Y peces, peces tropicales brillantemente coloreados nadando en solitario, o formando bancos. Era horripilante permanecer allí con la enorme presión de agua que debía de haber tras el cristal.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Se había estropeado finalmente el complejo sistema eléctrico que suministraba energía al cuartel general de Stromberg? ¿Y si el cristal se rompía? La muchacha gritó, y el sonido resonó en su prisión y volvió a sus oídos.

—¡Conserva la calma!

Dijo las palabras en voz alta, y miró a través del tanque para ver si podía averiguar dónde estaba. Algo se movía en las oscuras aguas. La muchacha vio lo que era, y volvió a gritar. Primero apareció el morro, en forma de proyectil aerodinámico. Luego los ojillos porcinos. Y luego todo el pez. Era un gran tiburón blanco. La muchacha se encogió presa de terror, y el tiburón salió disparado hacia ella. La chica captó una visión instantánea de las dos filas de dientes acerados situados detrás del puntiagudo morro, y luego el pez dio la vuelta, casi rozando el cristal con la panza. La muchacha cayó de rodillas y empezó a sollozar histéricamente. ¿Qué significaba aquella pesadilla? ¿Qué le estaba ocurriendo, en nombre del cielo?

¡Crack!
El súbito ruido de traqueteo era como si alguien estuviese desatascando una ventana inmovilizada por el frío. El cristal empezó a levantarse, y el agua penetró en la habitación al nivel del suelo, como una compuerta que estuviera abriéndose. El agua le golpeó en las rodillas y ella gritó y se puso de pie. Sus manos se aferraron desesperadamente al cristal y trató de empujarlo hacia abajo en un gesto patético e inútil. Los dedos temblaban por el vidrio en tanto que éste proseguía implacablemente su camino ascendente y la creciente marca de agua levantaba su falda dejando al descubierto sus adorables piernas y muslos. Ella gritaba palabras sin significado y que no ofrecían esperanza de salvación, y cuando el agua cubría sus hombros y su magullada cabeza golpeaba como un corcho contra el techo, la luz se apagó y un altavoz entró en funcionamiento.

—Eres tú quien nos ha traicionado, Kate Chapman, ¡y pagarás por ello!

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