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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (20 page)

BOOK: La espía que me amó
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Bond entregó las rosas, pero se mantuvo en sus trece.

—Quiero descubrir de donde proceden. Apenas acabo de besarte, y ya tengo un rival. Es muy desconcertante.

Anya cruzó sus brazos en torno a las rosas y las miró con coquetería.

—Será mejor —Bond giró sobre sus talones—. Soy escorpión, y nosotros somos apasionados y posesivos.

Detrás de la broma, había una cierta tristeza. Algo había cambiado, pero no estaba seguro de qué.

Anya esperó a que Bond hubiera salido de la habitación, y rápidamente tomó una delgada caja de polvos cuadrada de su bolso. La apretó para abrirla, y luego oprimió otro resorte que liberó el espejo. Volviendo a las rosas, quitó el sobre blanco metido dentro del celofán y lo rasgó. Ignoró la tarjeta que contenía, pero separó cuidadosamente la porción dentada de delgado papel de revestimiento que reforzaba la parte delantera del sobre. Esta parte encajaba exactamente en el espacio situado detrás del espejo de la polvera. Anya colocó el papel y luego puso el espejo en su sitio. En legra pequeña pero legible, se revelaba ahora un mensaje. Empezaba a leer cuando Bond entró en la habitación.

—Espero que esto irá bien. Parece más un samovar que un jarrón. Eso no ofenderá tus principios, ¿verdad?

Anya miró el jarrón que Bond tenía en sus manos, como si momentáneamente se estuviera preguntando qué estaba haciendo con él.

—No. Irá muy bien —hizo una pausa—. James, he tenido una respuesta a mi petición de un informe sobre el
Lepadus
. Es muy interesante.

Su tono era profesional. Una vez más, estaba prisionera de su oficio.

—Rosas rojas. Debería haberlo supuesto —dijo Bond dejando el jarrón y esbozando una sonrisa.

Anya tomó su mano y la apretó.

—James. No tengo que decir nada, ¿verdad? —hizo un gesto con la polvera—. Por eso estamos aquí. Esto es lo más importante. Nosotros podemos esperar.

—¿Qué dice el mensaje? —preguntó Bond, guardándose sus pensamientos para sí.

Anya soltó su mano y se dio la vuelta.

—El
Lepadus
fue botado hace ocho meses en St. Nazaire, y entregado cuatro meses más tarde. Desde entonces, no hay registro de que haya efectuado ningún viaje comercial.

—No pudo haber estado sometido a prueba durante tanto tiempo. Quizá se produjeron problemas mecánicos. También podría haber encallado, o entrado en colisión —comentó Bond, con el ceño fruncido.

—Si hubiera habido un accidente, habría recalado en algún puerto, y sólo catorce de ellos en el mundo son capaces de recibir a un petrolero del tamaño del
Lepadus
. No entró en ninguno de ellos —repuso Anya, meneando la cabeza.

Bond digirió la información. Construir un petrolero del tamaño del
Lepadus
debió de haber costado una fortuna, muchas fortunas. No ponerlo a trabajar parecía un acto de locura. A menos que… ¿era posible que el coste del
Lepadus
fuera a ser recuperado de otra manera que transportando petróleo?

—¿Tienes alguna idea de dónde estaba el
Lepadus
cuando desapareció el
Potemkim
?

Anya asintió lentamente con la cabeza.

—La misma idea se me ocurrió a mí. Ambos barcos estaba en el Atlántico Norte. El
Lepadus
fue uno de los buques contactados en el caso de que hubiera captado algún mensaje de radio o visto los restos.

Los ojos de Bond se estrecharon. Anya tenía razón. Era muy interesante. Y muy sospechoso, también. Un enorme petrolero VLCC de lento navegar podría ser precisamente la tapadera adecuada. Nadie esperaría que fuera a tener la capacidad de seguir y destruir un submarino nuclear. No obstante, podía permanecer en el mar durante largos períodos de tiempo sin despertar ningún interés, y su enorme masa podía ocultar una multitud de armamentos y equipos técnicos.

—Cuándo viste la maqueta del petrolero en el laboratorio de Stromberg, ¿notaste algo insólito en él?

Anya se detuvo para reflexionar antes de dar una respuesta.

—No sé que importancia puede tener, pero había algo extraño en la proa. La mayor parte de los petroleros tienen una proa bulbosa. Ya sabes, cóncava, para impedir el cabeceo y mantener la velocidad cuando navegan en lastre —Anya se dio cuenta del movimiento rápido de asentimiento de la cabeza de Bond, y sonrió excusándose—. Pero lo olvidé. Ya sabes eso. Fuiste comandante en la Marina.

—Así es —dijo Bond—. ¿En qué era diferente el
Lepadus
?

—La proa era recta —Anya se encogió de hombros—. Probablemente, eso no tenga gran importancia. Los diseños cambian con el tiempo. Quizás han decidido que esa forma resulta mejor para un petrolero tan enorme.

—Quizá —Bond miró a través del balcón y hacia una luz distante que era probablemente un vapor camino del Bonifacio—. Pero creo que sería mejor echar una mirada más detenida, ¿no te parece? Quizás esta vez pueda hacer los arreglos necesarios —alargó la mano sujetando la de Anya—. Y luego podemos ir a cenar. He estado haciendo mis propias y modestas investigaciones, y éstas sugieren que la
salsiccia seccata
seguida de un
agnello allo spiedo
es todo lo que necesitamos para recobrar el ánimo, regado con un buen par de botellas de
Cannonau di Sorso
, por supuesto.

—Por supuesto.

Anya cerró de golpe su polvera y miró a los misteriosos ojos oscuros iluminados ahora con una tenue luz de burla cariñosa. Quería que él la besara. Muy fuerte y muy largamente. Pero él no bajaba hacia ella su boca implorante. En vez de eso, avanzó sus dedos a través de las rosas color rojo vino y cogiendo la tarjeta que había llegado con ellas la lanzó a su regazo.

—¿Qué dice? ¿Con amor, de la KGB?

Ella desvió su mirada hacia abajo porque no quería que él descubriera el incontenible deseo en sus ojos. La delgada, precisa, escritura de la tarjeta le resultaba familiar. Procedía de la áspera mano del camarada general Nikitin. La había visto muchas veces, pidiendo información concerniente a oficiales que tenían que ser «evaluados».

—¿Bien? —preguntó Bond—. ¿Quién es mi rival?

Anya terminó de leer la tarjeta, y la arrugó convirtiéndola en una bolita. Su cara se endureció como si se hubiera visto obligada a soportar un súbito espasmo de dolor.

—Alguien a quien nunca verás.

Bond asintió, y notó que la temperatura de la habitación descendía. Hizo un gesto señalando las rosas.

—Dejaré que las arregles tú. Arreglar flores nunca fue mi especialidad.

Anya no lo miró, y su mano apretó la bolita de papel. ¿Se daría cuenta alguna vez de que el mensaje había sido su sentencia de muerte?

¡Anya, cuidado! Acabamos de enterarnos de que Bond fue el responsable de la muerte del agente Borzov. Esperamos que tomará usted todas las medidas necesarias para defenderse usted misma.

N.

18. Visitando la Marina

—Ahí está su cita, señor.

El piloto del helicóptero de la Marina británica sujetó los controles con la mano y señaló con su cabeza a babor. Había una pizca de satisfacción en su voz, pero era imposible decir si se debía a que había logrado llevar a cabo la cita sin problemas o a que casi había terminado su turno de servicio. Ciertamente, el tiempo estaba volviéndose repugnante, y el
Wayne
, de la Marina de los Estados Unidos, no podría permanecer mucho tiempo más en la superficie. Bond se dio la vuelta en el asiento y miró al largo cigarro gris con los característicos timones de profundidad emergiendo a ambos lados de la aleta de 6 m. de longitud. Un mar embravecido golpeaba contra el casco y la parte inferior de los timones de la nave. Así que éste era el aspecto que tenía un submarino nuclear. Noventa metros de muerte capaz de convertir a la Gran Bretaña en una réplica a gran escala de la caldera de Stromberg.

—Es muy amable por su parte el esperarnos.

Si el piloto encontró algo divertido en la observación de Bond, fue lo suficientemente discreto como para reservárselo para sí mismo.

—Nos están haciendo señales de que bajemos. Haría mejor en abrocharse el cinturón, señor. Usted y… eh… la mayor.

Bond miró la impasible cara de Anya, y se preguntó si habría alguna otra mujer en el mundo que fuera capaz de parecer atractiva ataviada con un mono y un casco de combate. La miró como a una walkyria del siglo XX, aunque ésa quizá no era una comparación absolutamente feliz. Las walkyrias, le parecía recordar, se dedicaban al trabajo de elegir aquellos que tenían que morir en la batalla. La actitud de Anya últimamente sugería que él sería un candidato selecto al primer golpe de hacha. Trató de captar su mirada, pero ella se movió hacia la parte trasera de la cabina y el equipo de izado. ¿Qué demonios habría en aquella nota que la había hecho cambiar tan súbitamente convirtiéndola en un bloque de hielo? Apenas si había dicho una palabra desde que leyera, y luego destruyera, el papel.

—Voy a bajar a nueve metros, señor.

Bond dio las gracias al piloto y observó a los marineros probando sus arneses y atando el suavizador al cable de izado.

—Si se sientan ustedes en el suelo y colocan sus brazos uno alrededor del otro, los bajaremos juntos, señor.

En la cara de Bond estuvo a punto de asomar una sonrisa. Pobre Anya. Aquello sería como encontrarse enfrentada con el hombre menos deseable de la habitación durante un Paul Jones. No obstante, la muchacha se merecía la experiencia. Podía ser una prerrogativa femenina el cambiar de idea, pero la velocidad con que Anya había efectuado el cambio era un abuso del privilegio. Bond se dejó caer de lado y extendió sus brazos hacia arriba. Se le ocurrieron media docena de agudezas, pero las suprimió todas. No había necesidad de pinchar a la mayor Amasova. Si sabía algo de las mujeres —y de las mujeres rusas en particular—, pronto la muchacha explotaría revelando sus sentimientos naturales. Bond esperaba que eso ocurriera cuando ella no tuviera un arma en la mano.

La tapa de la escotilla saltó para atrás, y el ruido del mar enfurecido ahogó el constante
zuac, zuac
de las palas del motor. Un viento frío penetró en la cabina, y Bond observó como se tensaban los músculos del cuello del piloto a medida que hacía malabarismos con los controles para mantener inmóvil el aparato.

—¡Cuándo ustedes quieran!

Anya se había echado al suelo a un metro de distancia de él, pero al oír las palabras del piloto, volvió su cabeza y se deslizó hasta Bond rodeándole con sus brazos. Uno de los marineros tensó la cuerda en el torno.

—Dejen colgar sus pies por el borde y yo les daré un empujón.

Bond hizo lo que le decían, y sintió que la espuma golpeaba contra el costado de sus botas. Podía ver como el mar azotaba el casco del
Wayne
. La cabeza de Anya estaba junto a la suya, y el perfume de la muchacha penetró en su nariz. Ésa fue la única prueba de que se trataba de la misma mujer que tan sensual y apasionadamente juntara su boca y su cuerpo con el suyo, apenas dos días antes. La misma mujer que le había mostrado una momentánea visión de algo que él creía que no volvería a conocer. «¡Maldita seas! —pensó mientras ella se aferraba a él sin pasión o sentimiento—. ¿A qué demonios estás jugando?»

Unas fuertes manos lo empujaron por la espalda, y Bond se encontró balanceándose en el aire con Anya en sus brazos y los arneses hincándose bajo las axilas. El viento y la espuma los azotaban, y el gris erial del océano ribeteado de blanco golpeaba desordenadamente contra las aletas del submarino. Visto desde arriba, parecía como si estuvieran cayendo en un remolino.


Okay
, ya los tengo.

Bond se alegró de oír que la voz con acento norteamericano sonara tan confiada. Una pértiga alzada desde abajo estabilizaba el cable por encima de su cabeza, y sus pies tocaron metal cuando una ola pasaba por encima del puente. Visto desde la nave, el mar era una procesión de enfurecidas montañas rematadas de blanco, azotadas por un viento casi tempestuoso. Un marinero se acercó y rápidamente desató las eslingas. El cable de izado colgó suelto e inmediatamente empezó a serpentear a medida que era recogido desde el helicóptero. Bond saludó con la mano y observó que le devolvían el saludo cuando la puerta de la escotilla se cerró y el aparato se elevó inclinándose a estribor. Pronto se hallaría de vuelta en su base, y el piloto y la tripulación estarían bebiendo café caliente y comiendo grandes bocados de jamón. No era fácil. A su lado, Anya miró a su alrededor con frío interés apreciativo. Su mandíbula estaba firme, y había un brillo despiadado, decidido, en sus ojos. Por primera vez desde que dejaron Cerdeña, Bond se sintió contento de que ella estuviera con él. Aunque su presencia no sirviera para otra cosa, al menos lo mantendría alerta.

A Bond le gustó el comandante Carter en cuanto le echó la vista encima. Era alto y ágil, casi larguirucho a la manera de Gary Cooper, y parecía demasiado voluminoso para su pequeño camarote. Tenía los ojos arrugados de marinero, pero estas arrugas tanto podían proceder de la costumbre de reír, como de estar expuesto continuamente al mal tiempo. Su desordenado cabello tenía un tono leonado, y poseía una larga nariz huesuda y ancha que las mujeres habrían encontrado atractivo sin ser capaces de nombrar un solo rasgo que pudiera ser considerado honestamente como bello. Su apretón de manos era firme y seco, y la mano se alargó en el momento en que Bond cruzaba el umbral del camarote.

—Bienvenido a bordo, comandante. Y también usted, mayor. Es un…

Bond observó cómo los ojos se estrechaban por el asombro al descubrir a Anya. Ésta asintió vivamente, y se quitó el casco para sacudir su pelo.

—Lo siento —dijo Carter—. No esperaba a una mujer.

—Tengo el rango de mayor en el Ejército ruso —dijo Anya fríamente—. Por favor, tráteme en consonancia. Mi sexo no tiene importancia.

Por un momento, pareció como si Carter fuera a discrepar. Luego asintió con la cabeza.

—Como usted diga, mayor. De todas maneras, están ustedes aquí, y eso es lo principal. Me empezaba a preocupar por ustedes. Durante un rato, va a hacer un tiempo infernal ahí afuera.

—Hemos estado luchando para mantener un horario desde que salimos de Cerdeña —dijo Bond—. ¿Cuánto tiempo cree usted que nos va a llevar el tomar contacto con el
Lepadus
?

Carter bajó un mapa mural del Atlántico Norte.

—Si está donde nosotros pensamos, y podemos mantener una velocidad de veinticuatro nudos, estaremos a su alcance dentro de diez horas.

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