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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los godos (2 page)

BOOK: La aventura de los godos
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Se puede decir que en el 395, fecha en la que Alarico es proclamado rey o caudillo de los visigodos, todas las tribus bajo esta denominación habían sido ya cristianizadas. También en ese año el Imperio Romano quedaba fraccionado definitivamente en dos, y, por si fuera poco, nacía Atila. Como vemos, un año muy excitante para la humanidad.

A lo largo del siglo IV el Imperio Romano había hecho todo lo posible para desaparecer. Con frecuencia los romanos utilizaban tropas mercenarias bárbaras para sus guerras defensivas o civiles, y los godos se habían acomodado perfectamente a las exigencias romanas. El ejército imperial se mostraba en una situación más que lamentable y no era extraño que muchos caudillos y generales godos se pusieran al mando de las anteriormente orgullosas legiones romanas.

En la segunda mitad del siglo IV llegó al poder el gran Teodosio, emperador de origen hispano y ferviente practicante de la fe católica, aunque no hemos de olvidar la entrañable tensión que mantenía con el enérgico san Ambrosio, obispo de Milán. Con Teodosio llegó la última y efímera reunificación del Imperio, no sin combatir al usurpador Eugenio, hombre culto y retórico que simpatizaba con el paganismo. Teodosio no quiso consentir esta situación y buscó alianza con los ya cristianizados visigodos para derribar y aplastar a los que él consideraba enemigos de la fe. Es aquí cuando nos volvemos a encontrar con Alarico dirigiendo a unas huestes visigodas que apoyaban con entusiasmo a ese emperador tan extraño que les prometía tantos beneficios.

Corría el año 394, Alarico tenía tan sólo veinticuatro años y ya era jefe natural de todas las tribus visigodas. Las mismas tribus que en el 376 habían sido empujadas por el poder de los hunos a cruzar su querido Danubio. En ese tiempo buscaron la protección de Roma, pero, como siempre, el Imperio los subestimó. A los visigodos, situados entre dos frentes, sólo les quedó combatir con decisión. Así, el 9 de agosto de 378, en la célebre batalla de Adrianápolis, asestaron una humillante derrota a los romanos, que incluso vieron morir a su emperador Valente. Adrianápolis supuso el principio del fin del Imperio Romano; desde entonces nada volvería a ser lo mismo en las fronteras de Roma y Constantinopla. El escritor cristiano Ambrosio escribió: «Vivimos el ocaso del mundo». Los visigodos, como si fueran conscientes de estas palabras, saborearon su victoria al máximo, inundaron y rapiñaron los Balcanes durante un lustro, tiempo que necesitó el nuevo emperador Teodosio para reorganizar el vencido ejército romano oriental.

En el 382, Teodosio se vio obligado a firmar un nuevo pacto con los visigodos; mediante este documento el emperador les cedía los territorios de Tracia para su establecimiento y además les eximía de impuestos. El compromiso de los visigodos se reducía a servir como tropas federadas en el ejército de Oriente. Así estuvieron algunos años, y alcanzó esta amistad su cima el 6 de septiembre del 394, cuando orientales y visigodos derrotaron a las tropas occidentales de Eugenio en las cercanías del río Frígido, con lo que consiguió la última unificación del Imperio Romano.

La alegría duró pocos meses: en enero del 395 moría el gran Teodosio, repartiendo el Imperio entre sus dos hijos: Honorio y Arcadio. Al primero le correspondió Occidente y el segundo, Oriente. Y en medio de todo Alarico y los suyos que, por cierto, se sintieron muy maltratados al comprobar que los hijos no estaban a la altura del padre. A los visigodos no se les pagó lo estipulado por sus servicios de guerra y, una vez más, fueron menospreciados por los romanos. Esto originó una crisis de tal calibre que los visigodos decidieron dar sentido a su identidad étnica y cultural. El hasta entonces caudillo Alarico fue proclamado rey de todos los visigodos, dando lugar a la dinastía baltinga.

Alarico, el orgullo de los Visigodos

Los romanos no eran capaces de imaginar lo que se les venía encima. Los ejércitos visigodos, liderados por su joven rey Alarico I, atravesaron Macedonia y Tracia por el paso de las Termópilas; esta vez no se encontraron al espartano Léonidas, sino a unos monjes arrianos que les facilitaron el paso. Recorrieron Fócida y Beocia incendiando poblaciones y esclavizando a sus habitantes. Atenas se salvó gracias al pago de un cuantioso rescate y a una opípara cena. Pero otras poblaciones como Corinto, Esparta, Argos y Megara fueron saqueadas y sus ciudadanos vendidos como esclavos. La rabia de Alarico se había cebado en Grecia. El visigodo se las prometía muy felices ante la debilidad de los dos jóvenes Augustos, pero Teodosio había previsto esta situación y, a tal fin, dejó al magister militum Estilicón, de origen vándalo, con la difícil tarea de tutelar a sus inexpertos vástagos. Alarico pronto embistió al Oriente de Arcadio, pero Estilicón era mejor táctico y estratega, obligando al godo a una rápida retirada cuando se encontraba a pocos kilómetros de Constantinopla. Con todo, el emperador oriental ofreció paz y territorios a los bárbaros. Alarico, que no había conseguido el prioritario propósito de convertirse en comandante militar de los ejércitos romanos, aceptó gustoso el gobierno de Iliria, una amplia zona que marcaba las fronteras entre Oriente y Occidente. Allí, a costa del tesoro romano, rearmó y entrenó a su poderoso ejército a la espera de días más propicios, siempre bajo la atenta mirada de Estilicón. Como el lector puede imaginar, Alarico, muy embravecido por los acontecimientos, no tardaría mucho en lanzarse a nuevas campañas militares.

En el otoño del 400, el ejército visigodo irrumpió por sorpresa en la Península Itálica aprovechando una ausencia de Estilicón, quien se encontraba rompiendo sus lazos con Oriente para apoyar decididamente a Honorio en Occidente. Los romanos escuchaban estupefactos las noticias de masacre y terror que llegaban desde el norte de su, hasta entonces, invulnerable península. Durante casi año y medio, los visigodos cabalgaron sin apenas oposición por lugares próximos a Roma. Una vez más, la fortuna se puso del lado imperial.

Al término del invierno del 402 el general Estilicón, al mando de un potente ejército, derrotó a la hueste goda el 19 de marzo en Polenza. Alarico encajó mal la derrota, pero aún tuvo suficiente poder de reacción para escapar con los restos de su ejército y vadear el río Po. Los romanos no estaban dispuestos a dejarlo huir definitivamente y emprendieron una persecución hasta que lo alcanzaron en las cercanías de la ciudad de Verona, donde nuevamente vencieron a los godos. Estilicón era un buen militar, pero también un excelente diplomático; eso permitió que, previo pago de una cuantiosa suma, Alarico decidiera poner pies en polvorosa huyendo de Italia hacia sus territorios. La noticia de la marcha de Alarico llenó de alegría las calles de Roma; sus habitantes, emocionados, levantaron en el 404 un arco triunfal en conmemoración del hecho. Roma había sido tocada pero todavía quedaban esperanzas de salvación, si bien no tardarían en disiparse. Pocos meses más tarde, el inepto emperador Honorio había recuperado el vigor. Fue entonces cuando se sintió fuerte para diseñar una campaña militar contra Oriente. Honorio nunca desestimó la posibilidad de reunir bajo un solo cetro el Imperio de su padre, lo que pasaba necesariamente por la victoria sobre su hermano Arcadio. Para ello, optó por la alianza con su antiguo enemigo visigodo. Estilicón dio el visto bueno al acuerdo, pues en el fondo admiraba el ímpetu y la bravura de Alarico; sospecho que estos sentimientos eran recíprocos.

En medio de los preparativos llegamos al año 408, donde se produce un hecho que cambiará el rumbo de la historia: la inesperada muerte de Arcadio. En ese mes de mayo, el Imperio Romano de Occidente ya había retirado muchas tropas de Hispania y las Galias para el futuro enfrentamiento con Oriente. Estilicón y Alarico habían reunido un impresionante ejército, cuando llegaron mensajeros desde la capital con órdenes de paralizar la campaña. Alarico exigió el pago de lo acordado, 1.814 kilos de oro. El emperador dudó, pero ante la sugerencia de Estilicón finalmente consintió con la promesa de la entrega del botín. Los visigodos se retiraron. Entonces el Augusto comete su más terrible torpeza, pues, pensando en una hipotética confabulación de Estilicón y Alarico, ordena ejecutar al primero, olvidando pagar al segundo.

La trama que envolvió el asesinato de Estilicón fue gestada en el seno de la facción más reaccionaria del Senado romano, ya que muchos senadores temían la entrega del poder al bárbaro a manos del buen general. La conspiración cobró cuerpo el 23 de agosto del 408 cuando, mediante engaño, Estilicón fue muerto en las puertas de una iglesia romana. La respuesta de las tropas al servicio de Estilicón no se hizo esperar y 30.000 soldados se pasaron inmediatamente al ejército de Alarico. Aquellos 1.814 kilos de oro se iban a convertir en los más costosos de la historia. Sin solución de continuidad, Alarico I vuelve a invadir la Península Itálica, esta vez sin un Estilicón que lo frene y con un objetivo muy claro en su mente: conquistar Roma. En pocas semanas sus tropas se plantan ante las murallas de la ciudad eterna. Alarico exige entonces un tributo al que los atemorizados romanos no osan negarse. El rescate consistió en 5.000 libras de oro, 30.000 libras de plata, 3.000 libras de pimienta y 4.000 piezas de seda. Una vez satisfecho el pago, Alarico se dirigió a Rávena, capital administrativa del Imperio, para negociar en persona con Honorio la concesión de los fértiles territorios comprendidos entre el golfo de Venecia y la frontera danubiana, más o menos lo que hoy ocupa la actual Austria. El torpe Honorio incurrió nuevamente en el error de despreciar al bárbaro, prolongando en exceso las negociaciones y mostrando tal falta de respeto hacia Alarico que, airado, volvió sobre sus pasos y mandó que su ejército sitiara de nuevo Roma. Los visigodos pensaban rendir la ciudad por hambre; en cambio, la hambruna se empezó a cebar en ellos. Por fin, el 24 de agosto del año 410, Alarico I daba la orden trascendental de ocupar la ciudad. El punto elegido fue la puerta Salaria, sita en el nordeste de Roma, por donde entraron los godos. Las órdenes de Alarico eran claras y contundentes: se podía saquear todo lo que se quisiera menos los templos cristianos, y además los guerreros godos no deberían destruir monumentos emblemáticos de la capital —recordemos que Alarico era un amante del arte y de la belleza y sabía que tarde o temprano debería volver a convivir con los romanos—. ¿Por qué no pensar en un futuro emperador de origen visigodo? Sólo Alarico I estaba capacitado para asumir tal poder; no olvidemos que los godos fueron considerados como los más civilizados de todos los pueblos germánicos, en detrimento de otras tribus menos romanizadas y poco dispuestas a negociaciones o pactos.

Sueños de grandeza

Los saqueos, incendios, torturas y asesinatos duraron seis días con sus noches y esto terminó por romper el alma del imperio más poderoso del mundo, que sucumbió ante un puñado de guerreros a los que los romanos consideraban bárbaros incivilizados. ¿Fue el castigo a su prepotencia?

Recordemos que muchos asociaban la caída de Roma con el fin de los tiempos, un pensamiento muy extendido desde los albores del cristianismo. El propio Alarico aseguraba que desde su entrada en Italia en el 408 una voz sobrenatural lo acompañaba en sus sueños. Esta voz decía:
«Intrabis in urbem»
; la visión hacía que el implacable godo pensara que un demonio lo empujaba hacia la destrucción de Roma.

Después del saqueo, Alarico ordenó marchar hacia el sur, pues sus guerreros estaban contentos, habían comido y bebido hasta la saciedad; alforjas, arcas y carros rebosaban gracias al botín obtenido, en el que destacaba el sagrado candelabro judío de siete brazos y la enigmática mesa de Salomón, arrebatados del templo de Jerusalén siglos atrás por el inclemente Tito, constituyendo las piezas principales del famoso tesoro que permitió a los godos asentar los cimientos de su futuro reino.

Alarico I, ebrio de optimismo y triunfo, todavía no tenía suficiente, era el primer bárbaro que conquistaba Roma y ahora soñaba con ser emperador. Para fortalecer su amplio poder necesitaba asegurar las líneas de abastecimiento que Roma mantenía con el norte de África. En esas provincias del Mediterráneo se encontraban los graneros del Imperio. Aprovechando el entusiasmo de una tropa que lo seguía con absoluto fanatismo, a la usanza clientelar germánica, dio la orden de emprender la marcha hacia Brindisi, desde donde pasarían a Sicilia y posteriormente fletarían una poderosa armada que los conduciría a las posesiones africanas. El plan fue diseñado minuciosamente, nada podía fallar. El poder y la fama de Alarico I eran inmensos, tenía cuarenta años recién cumplidos y se empezaba a considerar como un auténtico elegido de Dios.

La columna visigoda que avanzaba hacia la punta de bota italiana poseía unas dimensiones descomunales, miles de guerreros godos de toda condición y clase, mezclados con otros tantos esclavos capturados en las diferentes rapiñas y asaltos.

Entre esos rehenes iba Gala Placidia, la hermosa hija de Teodosio el Grande y hermana, por tanto, de Honorio y Arcadio. También viajaba el usurpador Atalo Prisco, senador romano de origen jonio y de posible religión arriana, al que Alarico había situado en el trono de Roma un año antes como emperador títere, puesto en el que mostró una absoluta ineficacia para cumplir con las misiones que el rey godo le había encomendado. El propio Alarico lo destituyó unos días antes del terrible asalto a Roma.

Gala Placidia fue capturada en la capital y con ella Alarico pensaba obtener ventajas a la hora de negociar futuras condiciones políticas o económicas. Con lo que no contaba el rey visigodo era con que el príncipe Ataúlfo se iba a fijar tan decididamente en la noble romana, como luego veremos.

El ejército visigodo fue devastando todos los territorios que encontró a su paso. Campania, Apulia y Calabria son ejemplos de la crueldad con la que se emplearon los bárbaros. Pronto llegaron a Cosenza, ciudad que no debía suponer el más mínimo problema para los guerreros de Alarico, pero, cuando ya habían sitiado la ciudad, la fatalidad visitó el campamento godo. Alarico en esos días estaba nervioso y alterado. Sus propósitos de invasión sobre África se habían truncado por una tremenda tempestad que había desarbolado y hundido casi toda la flota que, a tal fin, se encontraba dispuesta en Sicilia.

Quiso el destino que Cosenza fuera la ciudad que viera morir al gran rey visigodo Alarico I. Muchas fueron las leyendas que circularon tras su fallecimiento: unas dirían que murió ahogado en medio de una tempestad cuando se dirigía al norte de África, otras historias contaron que Alarico, temeroso de la revancha romana sobre su pueblo, fingió su muerte con el propósito de salvar a los suyos. Lo cierto es que al gran líder lo único que pudo derribarlo fue la enfermedad y ésta llegó en forma de malaria. En medio de fiebres y convulsiones moría Alarico I el Grande, primer rey del linaje baltingo y héroe eterno de los visigodos. Aquella tribu que inició su camino siglos antes siguiendo a una pléyade de linajes más o menos nobles ahora rendía culto y lloraba al único rey al que habían sido capaces de seguir.

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