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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (68 page)

BOOK: El viajero
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—Deberíamos acercarnos a ellos antes de hacer nada —planteó—, para asegurarnos de que llevan a Michelle y para saber cuántos son.

—Me parece bien —convino el chico—. Si vamos con cuidado, no se darán cuenta; nosotros no llevamos ninguna luz.

—Eso es. Por cierto...

—¿Qué pasa?

Beatrice le miró a los ojos, muy seria.

—El simple hecho de que estés aquí ya supera todas las expectativas de Michelle —comenzó, adivinando los temores del chico—. Quiero que lo tengas en cuenta. Nadie espera más de lo que estás haciendo. Siéntete libre para actuar.

Pascal asintió.

—Gracias, Beatrice. ¿Tan fácil resulta leer mis pensamientos?

La chica sonrió de forma leve.

—Las experiencias fuertes es lo que tienen: que en poco tiempo las personas que las comparten alcanzan un grado de conocimiento sorprendente. Hemos compartido tanto en tan poco tiempo, que es como si te conociera de toda la vida.

—O sea —dijo él, buscando el toque de humor que habría empleado Dominique—, que este viaje maldito de unas horas nos lo convalidan por tres años de ir a la misma clase y compartir amigos.

Ahora Beatrice esbozó una sonrisa mucho más amplia, antes de hablar en susurros. No olvidaba que dependían del factor sorpresa para salir con éxito de aquel atolladero, así que no debían delatarse haciendo ruido.

—Más o menos —aceptó ella—, veo que has captado la idea.

Pascal se había dado cuenta de lo importante que era que pudieran canalizar su angustia y exteriorizarla; por eso intentaba bromear. Necesitaban reírse, relajarse antes de esa última fase de su misión. O explotarían, perderían el control y arruinarían el final de aquella aventura.

No podían seguir enlazando peligros con el único descanso de los apacibles viajes por aquella dimensión temporal neutra que provocaba la Colmena. Era inhumano, insoportable.

El Viajero se había quedado en silencio, interpretando aquella curiosa conversación en medio de las circunstancias adversas que los rodeaban. Resultaba surrealista, como contar chistes en plena trinchera antes de una batalla que prometía ser encarnizada. Era, en definitiva, como mofarse de la muerte. Y eso le gustó a Pascal. Había que ser muy valiente o estar muy loco para permitirse ese lujo. O ser el Viajero, añadió con cierta vanidad.

Pascal descubría así, en aquel instante, que en el fondo ya no le daba miedo la muerte. Había aprendido a vivir con ella, simplemente. Se había acostumbrado a su muda compañía. Lo que lo atemorizaba era la soledad. Quizá por eso decidió que era momento de sacar el tema que lo atormentaba:

—La gente tarda... —empezó, ruborizándose— tarda en hacer lo que nosotros hemos hecho, Beatrice.

Pascal quería hablar de ello antes de que la presencia de Michelle lo hiciese más difícil. Sería un minuto, mientras comenzaban a acercarse hacia las antorchas. Así podría luchar con la conciencia tranquila, necesitaba estar al cien por cien. No podían seguir esquivando el asunto como si nunca hubiera ocurrido. Había pasado, y tenían que asumirlo. Aunque solo fuera para olvidarlo a continuación.

El cambio de tono empleado por el chico cortó con cierta brusquedad el carácter inofensivo de la charla. El espíritu errante había comprendido sin esfuerzo a qué se refería Pascal con aquellas palabras.

—No hay un plazo determinado para eso —repuso ella disimulando una mueca de dolor ante el recuerdo de algo que jamás volvería a ocurrir—. Por la sencilla razón de que no hay dos personas iguales ni dos circunstancias idénticas, no hay dos encuentros iguales. Pasó y no me arrepiento, si es eso lo que quieres oír. ¿Tú?

Pascal calibró su siguiente intervención.

—Yo... —titubeó— no es que me arrepienta. Lo que no sé es si estuvo bien.

Beatrice le lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Por Michelle? Según me contaste, no estáis saliendo, al menos todavía. Hasta que ella pueda contestar a la proposición que le hiciste, eres libre.

—No —el Viajero mostraba a cada segundo una mayor turbación—, no me refiero a eso.

—¿Entonces?

Pascal bajó los ojos, incapaz de responder.

—Claro que el problema no es Michelle —dedujo ella, cuyo dolor íntimo salía por fin a la luz—. Es porque yo estoy... muerta. Soy solo un recuerdo de lo que fui en tu mundo, ¿verdad? Ese es el obstáculo.

* * *

Marguerite, ajena a lo que pasaba por la mente de su amigo, volvió al asunto Delaveau:

—Lo que me extraña es que ese loco de Varney me haya dado plantón esta noche —reflexionó en voz alta—. Citándome en su casa, le habría sido muy fácil acabar conmigo, porque yo no acudía con sospechas tan fundadas como para ir preparada. Y sin testigos, además. ¿Por qué decidiría no acudir?

Marcel rememoró su encuentro con Varney, algo que no podía compartir con la detective. Si ella supiese que le debía la vida...

—Supongo que ese asesino no quería problemas —elucubró el forense—. Tú eres una víctima muy incómoda. No olvides que a muchos criminales no les gusta atacar a policías. Además, ya tenía sus víctimas elegidas para esta noche. Ya tenía su menú para la cena.

—Eso será —ella enmudeció un instante, como cayendo en la cuenta de algo—. Oye, estamos hablando sin parar y tú estás débil. ¿Prefieres descansar y mañana seguimos la conversación?

La detective hacía con su propuesta un verdadero esfuerzo de paciencia, no pretendía ser desconsiderada a pesar de su ansia por cerrar los detalles de lo ocurrido. A fin de cuentas, con el asesino muerto, ya no había prisa por cerrar el expediente.

Marcel, a pesar de su doloroso agotamiento, optó por empezar ya con la tapadera que había concebido:

—Estoy bien, hablemos.

—¿Seguro?

—Sí, sí.

Marguerite sacó su libreta de un bolsillo.

—Cuando quieras, entonces.

Marcel había calculado al milímetro la versión que debía contar. Tenía que poner mucho cuidado para no apartarse de ella, o despertaría los recelos de su amiga.

—Mis investigaciones me llevaron a averiguar que, la noche de la muerte de Delaveau, un testigo accidental vio a Varney salir del instituto: Dominique.

Marguerite sufrió uno de sus arranques de mal genio:

—¿Y por qué no lo dijo? ¡Hablamos con muchos alumnos!

—Miedo, inseguridad —aventuró el forense—. El chaval tampoco estaba seguro de lo que había visto; no olvides que solo podía describirlo, ya que no lo conocía, y tuvo miedo de que aquel individuo tomase algún tipo de represalia contra él si hablaba.

La detective no abandonó sus quejas a media voz, pero lo dejó continuar.

—Por lo que parece —continuó Laville—, Varney se dio cuenta de que había sido visto, y cambió sus planes. Tenía que silenciar a aquel muchacho inoportuno, así que desde el principio decidió matarlo. No podía hacerlo en plena calle, por lo que siguió al chico hasta llegar a la casa de Jules Marceaux. Dominique acudía a la fiesta de Halloween, y allí Varney se quedó merodeando, esperando su oportunidad.

—Déjame adivinarlo —le cortó Marguerite, llevada de su entusiasmo profesional—. Dominique, durante la fiesta, contó lo que había visto a Melanie y Raoul.

—Exacto. Y eso fue la sentencia de muerte de sus dos compañeros.

—Porque Varney no estaba dispuesto a dejar con vida a nadie que pudiese incriminarlo en el crimen de Delaveau —terminó la detective atando cabos.

—Evidente.

Marguerite puso cara de extrañeza.

—Pero ¿cómo logró Varney saber que esos chicos estaban al corriente de lo que había visto Dominique? ¡Él se había quedado fuera de la fiesta!

Marcel se encogió de hombros.

—Ni lo sé ni me importa, a estas alturas —el forense procuraba fingir indiferencia, pues su amiga acababa de incidir en el punto débil de su montaje—. A lo mejor escuchó a la pareja hablar sobre ello cuando se marchaban a casa, y cambió de objetivo sobre la marcha. El caso es que Raoul y Melanie se acabaron metiendo en el parque Monceau, y Varney aprovechó muy bien la oportunidad. Se ensañó con ellos, de hecho.

Marguerite procesaba toda aquella información.

—Ahora me explico que Dominique no nos dijera nada el lunes —observó.

El forense asintió.

—Claro. Después de la «casual» desaparición de sus compañeros, debió de pensar que lo mejor era olvidarse del tema... para no ser el siguiente en caer.

—Solemne estupidez —volvió a exaltarse Marguerite—. Así solo le ponía las cosas más fáciles al asesino.

—No puedes pretender que la mente de un adolescente funcione como la tuya, Marguerite.

Ella volvió a refunfuñar, acatando aquella aseveración tan lógica.

—En cualquier caso, aún quedaba con vida el testigo inicial —animó a continuar a Marcel, tras unos segundos de apuntar en su libreta.

—Sí. Supongo que Varney confiaba en las dudas de Dominique y en el hecho incuestionable de que el muchacho no lo conocía en realidad, como te he dicho antes. Jamás había visto al profesor Varney hasta que lo distinguió aquella noche saliendo del
lycée
, así que ignoraba su identidad.

—Claro, Varney todavía no había entrado a trabajar como sustituto de Delaveau, luego los alumnos del instituto no lo conocían. En realidad, nuestro asesino se proponía acabar con todos los que, en definitiva, solo podían describirlo.

—Un riesgo que se agravaría a partir del lunes —matizó Marcel—, si Varney lograba empezar a trabajar en el mismo
lycée
del crimen, ya que allí podía ser reconocido por Dominique. Por eso se dio tanta prisa aquella noche.

Marguerite apuntaba en su libreta, atenta.

Laville reanudó en seguida su narración de los hechos; no quería que ella dispusiera de tiempo para asimilar toda aquella información:

—Varney, mientras mantenía las apariencias de cara a la galería, ha estado esperando la oportunidad idónea para terminar su tarea de «limpieza de rastros vivos». Y esta noche se presentaba una buena ocasión en casa de los Marceaux: Dominique, con sus padres fuera de casa, había quedado en reunirse con Jules en los trasteros, así que estarían solos. Y Varney, por supuesto, ha logrado sorprenderlos allí.

—No sin antes cruzarse con una vecina por la escalera, a la que ha matado.

—Así ha sido. Yo ya barajaba como posible su actuación de esta noche —confesó Marcel, cambiando de postura sobre la cama—. Intuía que podía volver a dar señales de vida nuestro psicópata favorito, y acertaba. Por eso te dejé en la escena del otro crimen y me dirigí a la casa de Jules; buscaba un indicio más sólido antes de avisarte. Tienes que entender que no quisiera precipitarme; después de lo de mis teorías sobrenaturales, tú no te tomarías demasiado bien un nuevo paso en falso.

—¡Somos amigos, Marcel! —exclamó ella—, y tampoco soy tan bruta. O a lo mejor sí —rezongó, tras pensarlo mejor.

Ella empezó a pasear por la habitación, reorganizando sus ideas. A continuación, dio un cambio de rumbo a la conversación.

—¿Y ese espadón de plata que encontramos en el desván? Estaba manchado y Varney presentaba heridas de arma blanca...

Marcel bajó la mirada, simulando vergüenza.

—Sabes perfectamente que fui yo quien la utilizó contra él —reconoció—. Todavía había cosas que no me cuadraban, por eso no había abandonado del todo mis «teorías». Olvídalo.

—De todos modos, los restos en la hoja de esa arma no son manchas de sangre, sino de una sustancia bastante extraña pendiente de analizar —ella resopló—. Pero ¿es que ya no usas nunca pistola? ¿Cómo te pudiste enfrentar a Varney con un arma así?

—Nuestro asesino tampoco ha utilizado armas de fuego —se defendió el forense con un tono enigmático—. En ningún momento.

—Eso es cierto. Aunque a mí no me tranquilizaría que mi comportamiento coincidiese con el de un demente.

Marcel aceptó el sarcasmo con una sonrisa, aunque prefirió cortar de forma drástica aquel asunto. Para ello se serviría de un pequeño secreto de Marguerite, un secreto que ella no estaría dispuesta a que trascendiese.

—¿Querrás que envíe a balística la munición que extraiga del cuerpo de Varney? —consultó aparentando la mayor inocencia.

—No hará falta —se apresuró a responder la detective con cierta hostilidad, como si intuyese el juego que se traía entre manos su amigo—. Solo yo disparé contra él.

—De acuerdo, Marguerite. Lo que tú digas.

—Ese asesino debía de estar ya muy impaciente —dedujo ella acariciando su collar de amatistas—, pues cada día que transcurría sin acabar con Dominique aumentaban las posibilidades de que el chico contara a alguien más lo que sabía. Cada hora aumentaba el riesgo para él.

—Por eso esta noche ha sido más torpe. Su primer crimen, sin prisas, fue perfecto.

—Pero esta última chapuza sorprende viendo lo calculador que era Varney. El tipo sabía esperar y, al ocupar un trabajo nocturno, contaba con no coincidir con su testigo a pesar de que estudiaba en el mismo centro. ¡Lo tenía todo pensado! Por eso siempre llegaba al instituto con el tiempo justo para ir a clase, y se marchaba después.

—Un tipo listo, sin duda.

Marguerite meneó la cabeza.

—Pero ¿por qué volver al lugar del crimen? ¿Por qué ese gesto tan retorcido de sustituir a su propia víctima en el trabajo, como regodeándose, en vez de huir lo más lejos posible? ¿Acaso lo mató para eso? Es demasiada osadía —Marguerite estrujaba su collar de amatistas—. ¿Por qué desangrarlo así? Quedan tantas incógnitas... Incluyendo la tumba vacía de Luc Gautier, por cierto. Ahora ya da igual, pero ¿qué habrá sido de su cadáver? Igual nunca lo enterraron allí...

Marcel suspiró antes de seguir mintiendo.

—Yo tampoco tengo todas las respuestas.

—Ya lo supongo. Pero eso no reduce los interrogantes. Fíjate si no en esa pareja de la azotea que han asesinado esta misma noche. El modus operandi encaja a la perfección, el desangrado de la mujer es una auténtica firma de Varney. No hay duda de que él acabó con ellos. Pero ¿por qué los mató antes de dirigirse a casa de los Marceaux?

Marcel se vio obligado a improvisar, lo que hizo exagerando su gesto de fatiga:

—Es posible que utilizara ese piso para espiar el movimiento en el domicilio de Jules, para comprobar cuándo llegaba Dominique.

—Sí, es posible. Pero resulta todo tan forzado...

—Todo gira en torno al móvil del crimen de Delaveau. Me temo que eso Varney se lo ha llevado a la tumba, y con ello todas las demás cuestiones que yo también me planteo. Pero ha merecido la pena, ¿no?

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