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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (23 page)

BOOK: El último deseo
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—Lo sé.

—Ahora tengo que darte la razón. Te pedí un resultado y tengo un resultado. Cintra se aliará con Skellige. Mi hija se casará y no de mala manera. Hace un momento pensaba en todo esto y se me ocurrió que en cualquier caso se hubiera cumplido todo siguiendo el destino, incluso si no te hubiera cogido de la oreja y no te hubiera sentado junto a mí. Pero me equivocaba. El destino lo pudo haber cambiado el estilete de Rainfarn. Y a Rainfarn le detuvo la espada en la mano del brujo. Has trabajado dignamente, Geralt. Ahora es cuestión de precio. Di lo que pides.

—Un momento —dijo Duny, masajeándose el costado cubierto de vendas—. Cuestión de precio, decís. Yo soy el deudor, a mí me pertenece...

—No me interrumpas, yerno. —Calanthe entornó los ojos—. Tu suegra no aguanta que se la interrumpa. Recuérdalo. Y sabe que no eres deudor de nadie. Tal vino a suceder que fuiste algo así como el objeto de un contrato que cerré con Geralt de Rivia. Dije que estamos en paz y no veo la razón para que tuviera que estar eternamente pidiéndote perdón. Pero estoy todavía ligada por el contrato. Venga, Geralt. Tu precio.

—Bien —dijo el brujo—. Pido tu fajín verde. Para que siempre me recuerde el color de los ojos de la más hermosa de las reinas que conozco.

Calanthe sonrió, se quitó del cuello el collar de esmeraldas.

—Esta bisutería —dijo— tiene piedras de un tono más preciso. Guárdala junto con los hermosos recuerdos.

—¿Puedo decir algo? —preguntó con modestia Duny.

—Pero por supuesto, yerno, venga, venga.

—Sigo afirmando que yo te debo algo, brujo. Fue mi vida la que amenazaba el estilete de Rainfarn. A mí me hubieran atravesado los guardias si no lo hubieras impedido. Si se habla de algún precio, soy yo el que debiera pagar. Os juro que puedo hacerlo. ¿Qué quieres, Geralt?

—Duny —dijo con lentitud Geralt—. Un brujo al que se le hace tal pregunta debe pedir que se la repitan.

—La repito, pues. Porque, ¿sabes?, te debo algo también por otra causa. Cuando supe allí, en la sala, quién eras, te odié y pensé muy mal de ti. Te tuve por un asesino ciego y sediento de sangre, por alguien que sin pensarlo y sin remordimientos mata, limpia la hoja de sangre y cuenta el dinero. Y ahora me he convencido de que la profesión de brujo es en verdad digna de respeto. Nos proteges no sólo del Mal que se esconde entre las sombras, sino también del que está oculto en nosotros mismos. Una pena que seáis tan pocos.

Calanthe sonrió. Por primera vez en aquella noche Geralt estaba dispuesto a reconocer que era su sonrisa natural.

—Mi yerno lo ha dicho de una forma muy bonita. Tengo que añadir a ello dos palabras más. Justo dos palabras. Perdona, Geralt.

—Y yo, repito —dijo Duny—. ¿Qué es lo que quieres?

—Duny —habló Geralt con seriedad—, Calanthe, Pavetta. Y tú, honesto caballero Tuirseach, futuro rey de Cintra. Para ser brujo hace falta nacer a la sombra del destino, y no muchos nacen así. Por eso somos tan pocos. Envejecemos, morimos, y no tenemos a quién transmitir nuestra ciencia, nuestras habilidades. Nos hacen falta sucesores. Y este mundo está repleto de Mal, que espera solamente que nosotros faltemos.

—Geralt —susurró Calanthe.

—Sí, no te equivocas, reina. ¡Duny! Me darás aquello que ya posees y de lo que aún no sabes. Volveré a Cintra dentro de seis años, para comprobar si el destino me ha sido benigno.

—Pavetta —Duny abrió mucho los ojos—. Tú no estás...

—Pavetta —gritó Calanthe—. Acaso tú... Acaso tú estás...

La princesa bajó los ojos y enrojeció. Y luego contestó a la pregunta.

La voz de la razón 5

—¡Geralt! ¡Eh! ¿Estás aquí?

Levantó la cabeza de las amarillentas y ásperas páginas de la
Historia del Mundo
de Roderick de Novembre, interesante obra, aunque algo controvertida, que estudiaba desde el día anterior.

—Estoy. ¿Qué pasa, Nenneke? ¿Me necesitas?

—Tienes un invitado.

—¿De nuevo? ¿Quién, esta vez? ¿El duque Hereward en persona?

—No. Esta vez es Jaskier, tu colega, ese trotamundos, ese zángano y haragán, aquel sacerdote de las artes, brillante y clara estrella de las baladas y los versos amorosos. Como siempre, resplandeciente de gloria, hinchado como una vejiga de cerdo y apestando a cerveza. ¿Quieres verlo?

—Por supuesto. Al fin y al cabo, es mi amigo.

Nenneke se indignó, encogió los hombros.

—No comprendo tales amistades. Él es tu absoluto opuesto.

—Los opuestos se atraen.

—Está clarísimo. Oh, por favor, ahí viene —señaló con un movimiento de cabeza—. Tu famoso poeta.

—Él es de verdad un poeta famoso, Nenneke. No me querrás decir que nunca has oído sus baladas.

—Las he oído —se enfadó la sacerdotisa—. Y cómo. En fin, no sé mucho de eso, puede que a la habilidad para saltar libremente de la lírica sentimentaloide a la cerdada más obscena se le llame talento. No importa. Perdona, pero no os haré compañía. No estoy hoy como para aguantar sus poesías ni sus bromas vulgares.

Desde el pasillo se escuchó una risa perlada, el rasguido de un laúd y en la entrada de la biblioteca apareció Jaskier, vestido con una almilla de color lila con mangas de encaje y un sombrerito ladeado. A la vista de Nenneke el trovador se inclinó exageradamente, barriendo el entarimado con la pluma de garza prendida a su sombrero.

—Mis más profundos respetos, venerable madre —gorjeó tontamente—. Gloria a la Gran Melitele y a sus sacerdotisas, guardianas de la virtud y la inteligencia...

—Deja de molestar, Jaskier —bramó Nenneke—. Y no me llames madre. Me aterra el simple pensamiento de que pudieras ser mi hijo.

Se dio la vuelta de repente y salió, arrastrando la túnica por el pavimento con un siseo. Jaskier, con un gesto de mono, parodió una inclinación.

—No ha cambiado en nada —dijo serenamente—. Sigue sin entender una broma. Se ha enfadado conmigo porque al llegar platiqué un poquillo con la portera, una simpática rubia de largas pestañas, con unos rizos que alcanzan hasta un hermoso culito, el cual no pellizcar sería un pecado. Así que pellizqué, y Nenneke, que justo entonces apareció... Ah, qué más da. Hola, Geralt.

—Hola, Jaskier. ¿Cómo sabías que estaba aquí?

El poeta se enderezó, se tiró de los pantalones.

—Estaba en Wyzima —dijo—. Oí lo de la estrige, me enteré de que estabas herido. Anduve pensando dónde podrías ir a pasar la convalecencia. Como veo, estás ya sano.

—Bien ves. Pero intenta explicarle esto a Nenneke. Siéntate, charlaremos un rato.

Jaskier se sentó, echó un vistazo a los libros que yacían en el púlpito.

—¿Historia? —se sonrió—. ¿Roderick de Novembre? Lo he leído, lo he leído. Cuando estudié en la academia de Oxenfurt, la historia ocupaba el segundo lugar en la lista de mis materias favoritas.

—¿Y qué estaba en el primer lugar?

—Geografía —dijo serio el poeta—. El atlas del mundo era más grande y resultaba más fácil esconder detrás de él las damajuanas de vodka.

Geralt se rió secamente, se levantó, tomó de una estantería
Los Arcanos de la
Magia y de la Alquimia
de Lunini y Tyrss y sacó a la luz del día un recipiente rechoncho y envuelto en paja que estaba escondido tras el grueso volumen.

—Ohó —se alegró el bardo con claridad—. La inteligencia y la inspiración aún se esconden en las bibliotecas. ¡Aaaaj! ¡Me gusta! ¿De cerezas, verdad? Sí, esto es alquimia, vaya una maravilla. Ésta es la piedra filosofal, el verdadero valor de los estudios. A tu salud, hermano. ¡Aaaaj! ¡Es fuerte de la leche!

—¿Qué te trae por aquí? —Geralt recogió la damajuana de manos del poeta, echó un trago y tosió, tocándose el cuello vendado—. ¿A dónde te diriges?

—A ningún lado. Es decir, podría ir allí a donde tú vas. Podría acompañarte. ¿Piensas entretenerte mucho aquí?

—No mucho. El duque local me ha dado a entender que no estoy bien visto en sus posesiones.

—¿Hereward? —Jaskier conocía a todos los reyes, príncipes, gobernantes y señores desde el Jaruga hasta las Montañas del Dragón—. No te importe un pito. No se atreverá a meterse con Nenneke, con la diosa Melitele. El pueblo llano le quemaría el castillo.

—No quiero problemas. Y además llevo aquí ya demasiado tiempo. Me voy al sur, Jaskier. Muy al sur. Aquí ya no encuentro trabajo. La civilización. ¿Quién necesita un brujo aquí? Cuando pregunto por algún trabajo me miran como si estuviera loco.

—Qué chorradas dices. Qué hablas de una civilización. Atravesé el Buina hace una semana y yendo por el país oí hablar de muy distintas cosas. Parece que hay por aquí geniecillos del agua, wijunos, espantos, cometas, toda clase de guarrerías. Tendrías que estar de trabajo hasta las orejas.

—También he oído esas historias. La mitad son o imaginadas o exageradas. No, Jaskier. El mundo está cambiando. Algo se acaba.

El poeta tiró de la damajuana, entrecerró los ojos, suspiró pesadamente.

—¿De nuevo empiezas a llorar por tu triste destino de brujo? ¿Y a filosofar sobre ello? Percibo las consecuencias nocivas de lecturas inadecuadas. Porque eso de que el mundo cambia ya se le había ocurrido hasta a aquel viejo gilipollas de Roderick de Novembre. Tal mutabilidad del mundo es, dicho entre paréntesis, la única tesis de su tratado con la que se puede estar de acuerdo sin reservas. Pero no es ésta una tesis tan nueva como para que me tengas que agasajar con ella aquí, efectuando además gestos de gran pensador que no pegan para nada con tu cara.

Geralt, en lugar de contestar, le dio un tiento a la garrafa.

—Sí, sí —suspiró de nuevo Jaskier—. El mundo cambia, el sol sale y la vodka se acaba. ¿Qué más, en tu opinión, se acaba? Dijiste algo acerca de un final, filósofo.

—Te daré algunos ejemplos —dijo Geralt al cabo de un rato de silencio—. Sacados de los últimos dos meses que he pasado a este lado del río Buina. Un día, voy a caballo, miro, y un puente. Bajo el puente hay un troll que pide dinero a todo el que pasa. A los que se niegan, les rompe un pie, y a veces los dos. Así que me voy al alcalde, cuánto me dais, le digo, por el troll éste. El alcalde se queda boquiabierto de la sorpresa. ¿Qué dices?, pregunta, ¿y quién va a arreglar el puente si no está el troll? El troll cuida del puente, lo arregla a menudo, con su propio trabajo, bien sólido, como se ve. Sale barato pagarle un peaje. Sigo entonces para adelante, miro, un doblecolas. No muy grande, unas diez varas de la cresta de la nariz a la punta de la cola. Vuela, lleva una oveja en sus garras. Voy al pueblo, pregunto, cuánto pagáis por la culebra. Los aldeanos, de rodillas, no, gritan, es el dragón favorito de la hija menor de nuestro barón, como se le caiga una sola escama de los lomos el barón arrea y le prende fuego al pueblo, y a nosotros nos saca la piel a tiras. Sigo adelante, y me va entrando cada vez más hambre. Pido trabajo por acá y por allá, claro que sí, hay, pero, ¿cuál? A éste, capturarle una náyade, al otro una ninfa, a aquél una rariesposa. Se han vuelto idiotas por completo, en las aldeas hay más putas que patatas y el tío quiere una inhumana. Otro me pide que le mate una libélula y le suministre los huesecillos de sus manos, porque molidos y añadidos a la sopa al parecer aumentan la potencia...

—Eso es una patraña —intercaló Jaskier—. Lo he probado. No la aumentan ni pizca, y encima las sopas saben a agua de fregar. Pero si la gente cree en ello y está dispuesta a pagar...

—No pienso matar libélulas. Ni ninguna criatura inofensiva.

—Pues entonces vas a pasar hambre. Hazte sacerdote. No estaría mal con tus escrúpulos, con tu moralidad, con tu conocimiento de la naturaleza humana y todas esas cosas. El que no creas en ningún dios no tendría que ser ningún problema. Conozco pocos sacerdotes que crean. Hazte sacerdote y deja de compadecerte a ti mismo.

—No me compadezco. Constato hechos.

Jaskier cruzó los pies y observó con interés el dibujo de una suela.

—Me recuerdas, Geralt, a un viejo pescador que al final de su vida descubre que los peces apestan y que el agua hace que crujan y duelan los huesos. Sé consecuente. Charlotear y compadecerse no va a arreglar nada. Yo, si me diera cuenta de que se había acabado la demanda de poesía, colgaba el laúd en una percha y me hacía hortelano. Cultivaría rosas.

—Tonterías. No serías capaz de renunciar así.

—Quizás no fuera capaz —accedió el poeta, mirando todavía la suela del zapato—. Pero nuestras profesiones se diferencian en algo. Nunca se acabará la demanda de poesía ni del sonido de las cuerdas del laúd. Tu profesión es peor. Vosotros mismos, brujos, vais acabando con vuestro trabajo, lentamente, pero con continuidad. Cuanto mejor y más a conciencia trabajéis, menos trabajo os queda. Al fin y al cabo vuestro objetivo, la razón de vuestra existencia, es un mundo sin monstruos, un mundo tranquilo y seguro. Es decir, un mundo donde los brujos sean superfluos. Una paradoja, ¿no es cierto?

—Cierto.

—Antes, cuando todavía existían unicornios, había una gran cantidad de muchachas que cuidaban su virtud para poder cazarlos. ¿Te acuerdas? ¿Y los cazarratas de las flautas? La gente se pegaba por sus servicios. Los alquimistas acabaron con ellos cuando encontraron venenos eficaces, a lo que se añadió la domesticación general de gatos, hurones y comadrejas. Los animalitos eran más baratos, más simpáticos y no trasegaban tanta cerveza. ¿Captas la analogía?

—La capto.

—Escarmienta entonces en cabeza ajena. Las vírgenes de los unicornios se desvirgaron inmediatamente en cuando perdieron el trabajo. Algunas, anhelando recuperar tantos años de renuncias, adquirieron luego amplia fama por su técnica y ardor. A los cazarratas... Bueno, a ésos mejor que no los imites, porque se dieron a la bebida como un solo hombre y se dejaron pudrir. Y así, parece que ahora les ha llegado la hora a los brujos. Estás leyendo a Roderick de Novembre, ¿no? Hay ahí, si no recuerdo mal, referencias a los brujos, a aquellos primeros que comenzaron a ir por esos mundos hace así como trescientos años. Eran tiempos en los que los campesinos iban a segar en grupos armados, las aldeas estaban ceñidas por empalizadas de tres cuerpos, las reatas de mercaderes semejaban una marcha de ejércitos mercenarios y en las murallas de innumerables castillos había catapultas listas para disparar noche y día. Porque nosotros, los humanos, éramos intrusos. Esta tierra era de los dragones, las manticoras, los grifos y los amfisbenos, los vampiros, los lobisomes y las estriges, las kikimoras, las quimeras y las cometas. Y hubo que quitarles esta tierra a trechos, cada valle, cada desfiladero, cada bosque y cada calvero. Y esto lo conseguimos gracias a la poco valorada ayuda de los brujos. Pero esos tiempos, Geralt, se han ido para no volver. El barón no permite matar el doblecolas porque seguramente se trate del último dracónido en un radio de mil leguas y ya no causa miedo sino compasión y nostalgia por el tiempo pasado. El troll del puente convive con la gente, ya no es el monstruo con el que se asusta a los niños, es una reliquia y una atracción local, y además provechosa. ¿Y los espantos, manticoras, amfisbenos? Se esconden en espesuras y montañas inaccesibles...

BOOK: El último deseo
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