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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (9 page)

BOOK: El sol sangriento
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Kerwin empezó a decir que él se había cruzado por lo menos con cuatro la noche anterior, pero descubrió que no podía pronunciar esas palabras. Literalmente,
no podía
, tenía como un puño apretándole la garganta. En cambio, escuchó al Legado que hablaba sobre Darkover.

—Es un lugar raro —dijo—. Tenemos algunas zonas de comercio, Ciudades Comerciales aquí y en Caer Donn, allá en los Hellers, el espaciopuerto aquí y el gran aeropuerto en Port Chicago, igual que en todas partes. Ya conoces la rutina. Habitualmente, dejamos tranquilos los gobiernos. Cuando los pueblos de los diversos planetas han visto lo que tenemos para ofrecerles en términos de tecnología avanzada, comercio y participación en una civilización galáctica, empiezan a cansarse de vivir en condiciones primitivas y bárbaras, con las jerarquías de monarquías y autarquías, y piden formar parte del Imperio. Nosotros estamos aquí para llevar a cabo plebiscitos y protegerlos de las tiranías persistentes. Es casi una fórmula matemática; las cosas pueden predecirse de este modo. Un mundo clase D como éste suele resistir unos cien o ciento diez años. Pero Darkover no sigue ese esquema, y no sabemos bien por qué. —Golpeó un puño sobre su escritorio de varios metros cuadrados—. Dicen que no tenemos ni una condenada cosa que ellos quieran tener. Oh, comercian con nosotros a veces. Nos dan plata o platino o gemas o pequeños cristales matrices, ¿sabes qué son?, a cambio de cosas como cámaras y suministros médicos, baratos equipos de montaña, hachas para hielo y cosas así. Herramientas metálicas, especialmente: tienen gran escasez de metales. Pero no tienen el menor interés en iniciar con nosotros un intercambio tecnológico ni industrial; no han solicitado expertos ni asesoramiento tecnológico; no tienen nada que se parezca siquiera a un sistema comercial…

Kerwin recordó haber recibido algo de esta información durante su instrucción en la nave.

—¿Estás hablando del gobierno o de la gente común?

—De ambos —espetó el Legado—. El gobierno suele ser un poco difícil de localizar. Al principio, creímos que no existía. ¡Demonios, podría
no
haberlo!

Los darkovanos, según el Legado, eran gobernados por una casta que vivía virtualmente en reclusión; eran incorruptibles y, sobre todo, inaccesibles. Un misterio, un enigma.

—Una de las pocas cosas con las que comercian son los
caballos
—prosiguió el Legado—. Caballos. ¿Puedes imaginártelo? Les ofrecemos aviones, tránsito de superficie, maquinaria para construir caminos… ¿Y qué compran? Caballos. Estimo que hay grandes manadas en las estepas exteriores, en las llanuras de Valeron y Arilinn y en las tierras altas de las Kilghard Hills. Dicen que no quieren construir caminos. Por lo que conocemos del terreno, no sería fácil hacerlo. Les hemos ofrecido toda clase de auxilio tecnológico y no lo quieren. Compran algunos aviones de tanto en tanto. Dios sabe qué hacen con ellos. No tienen aeropuertos y no compran suficiente combustible, pero sí compran aviones. —Apoyó la barbilla sobre las manos—. Es un lugar loco. Nunca lo he comprendido. A decir verdad, me importa un comino. ¿Quién sabe? Tal vez tú lo comprendas algún día.

Cuando volvió a tener tiempo libre, avanzado el día siguiente, Kerwin atravesó las zonas más respetables de la Ciudad Comercial en dirección al Orfanato de los Hombres del Espacio. Recordaba cada paso del camino. El edificio, blanco y frío, se alzó ante él, extraño y ajeno como siempre lo había estado, entre árboles, a bastante distancia de la calle; el emblema terrano de estrella y cohete centelleaba sobre la puerta. El vestíbulo exterior estaba vacío, pero a través de una puerta abierta vio a un pequeño grupo de muchachos que trabajaban industriosamente alrededor de un globo. Desde la parte trasera del edificio llegaban los agudos y alegres gritos de niños que jugaban.

En la enorme oficina que había sido el terror de su infancia, Kerwin esperó hasta que una respetable dama vestida con sobrias ropas darkovanas —falda ancha, una chaqueta de piel— vino a preguntarle, de manera amable, qué podía hacer por él.

Cuando le hubo dicho a qué venía, ella le extendió cordialmente la mano.

—¿De modo que eres uno de nuestros muchachos? Creo que debes de haber estado aquí antes de mi época. ¿Tu nombre es…?

—Jefferson Andrew Kerwin, Junior.

Se le arrugó la frente debido a un cortés esfuerzo de concentración.

—Posiblemente haya visto el nombre en los Registros, pero no lo recuerdo. Debes de haber estado aquí antes de mi época. ¿Cuándo te marchaste? ¿A los trece años? Oh, eso es inusual. La mayoría de nuestros muchachos se quedan hasta los diecinueve o veinte años; luego, después de una prueba, les encontramos trabajo aquí.

—Me enviaron a la Tierra, con la familia de mi padre.

—Entonces sin duda tendremos registros de ti, Jeff. Si se sabe quiénes son tus padres… —Vaciló—. Por supuesto, tratamos de mantener los registros completos, pero a veces sólo conocemos el nombre de uno de los padres; han existido… —titubeó, tratando de encontrar un modo cortés de enunciarlo— uniones desafortunadas…

—Es decir que… ¿si mi madre fue una de las mujeres de los bares del espaciopuerto, mi padre ni siquiera se molestaría en consignar quién era?

Ella asintió, con aspecto ofendido ante la llaneza.

—Suele ocurrir. O tal vez una de nuestras jóvenes quiso tener un niño sin informarnos con respecto al padre. Aunque no parece ser tu caso. Si me esperas un minuto…

Se dirigió hacia una pequeña oficina lateral. A través de la puerta abierta, pudo ver fugazmente las máquinas de oficina y una pulcra muchacha darkovana que vestía uniforme terrano. Al cabo de unos pocos minutos, la dama regresó con aspecto perplejo y un poco irritado y habló con voz cortante.

—Bien, señor Kerwin, no parece haber registro suyo en el orfanato. Debe de haberse tratado de otro planeta.

Kerwin la miró con fijeza, atónito.

—Pero es imposible —dijo razonablemente—. Viví aquí hasta los trece años. Dormía en el Dormitorio Cuatro; el nombre de la matrona era Rosaura. Solía jugar a la pelota en aquella cancha de allá —señaló.

Ella sacudió negativamente la cabeza.

—Bien, tenga la seguridad de que no hay registros suyos, señor Kerwin. ¿Es posible que le hubieran registrado con otro nombre?

—No, siempre me llamaron Jeff Kerwin —negó él.

—Y, lo que es más, tampoco tenemos registro de que ninguno de nuestros muchachos haya sido enviado a Terra a los trece años. Eso sería muy inusual, en absoluto nuestro procedimiento habitual, y sin duda el hecho hubiera sido cuidadosamente registrado. Créame que todo el mundo lo recordaría aquí.

Kerwin dio un paso al frente. Se irguió sobre la mujer un hombre grande, amenazante, furioso.

—¿Qué intentas decirme? ¿Qué quieres decir con que no tienes registros de mí? En nombre de Dios, ¿qué motivos podría tener para mentirte? Te digo que viví aquí durante trece años. ¿Crees que no lo

? ¡Maldición, puedo probarlo!

Ella retrocedió, asustada.

—Por favor…

—Mira —dijo Kerwin, tratando de ser razonable—. Tiene que haber algún error. ¿No estará el nombre mal archivado, o tal vez la computadora funcionó mal? Necesito saber qué clase de registros míos hay aquí. ¿Quieres comprobar otra vez la ortografía, por favor? —Volvió a deletrearle su nombre, y ella le respondió con frialdad:

—Probé con ese nombre y con dos o tres variaciones ortográficas. Por supuesto, si te registraron bajo otro nombre…

—No, maldición —gritó Kerwin—. ¡Es
Kerwin
! Aprendí a
escribir
mi nombre… ¡en esa aula que está justo al final del corredor, la que tiene un gran retrato de John Reade en la pared norte!

—Lo siento —dijo ella—. No tenemos registros de nadie llamado Kerwin.

—¿Qué clase de imbécil, de idiota con dedos torpes tienen para atender la computadora, entonces? ¿No están archivados los nombres, las huellas dactilares, las impresiones retinales?

Se había olvidado de eso. Los nombres podían alterarse, cambiarse, archivarse mal, pero las huellas dactilares no cambiaban.

—Si eso te puede convencer, y si sabes algo de computadoras… —replicó fríamente la mujer.

—Durante siete años trabajé en CommTerra con un Barry-Reade KSO4.

—Entonces —invitó ella con voz helada—, te sugiero que entres y chequees los bancos por ti mismo. Si crees que tu nombre puede estar mal registrado, mal escrito o mal archivado, ya sabes que cada niño que ha pasado por el Orfanato está codificado para tener acceso por sus huellas digitales.

Se inclinó hacia él, le entregó una tarjeta y presionó sus dedos, uno por uno, sobre el papel especial, sensible a las moléculas, que registraba, invisiblemente, las curvas y relieves, la estructura de los poros, el tipo de piel y la textura. Introdujo la tarjeta en una ranura. Él observó el enorme rostro silencioso de la máquina, el frente vidrioso, como ojos ciegos que lo miraran.

Con velocidad casi imposible, liberó una tarjeta, que se deslizó hasta una bandeja. Kerwin la arrebató antes de que la mujer pudiera entregársela, pasando por alto la indignación que su rostro revelaba. Pero, mientras la miraba con expresión de triunfo y la seguridad de que ella, por alguna razón, le había mentido, su rostro cambió. Un frío terror le atenazó el estómago. En las mayúsculas típicas de la impresión de la máquina se leía:

NO HAY REGISTRO DEL SUJETO

Ella tomó la tarjeta de los dedos repentinamente laxos de Kerwin.

—No puedes acusar de mentirosa a una máquina —le dijo con frialdad—. Ahora, si te parece, debo pedirte que te marches.

Su tono revelaba con más claridad que sus palabras que si él no se marchaba ella llamaría a alguien que lo echaría.

Kerwin se aferró con desesperación a la mesa. Sentía como si hubiera pisado en una fría y vertiginosa extensión del espacio. Consternado, desesperado, suspiró:

—¿Cómo pude equivocarme? ¿Hay algún otro Orfanato de Hombres del Espacio en Darkover? Yo… yo
viví
aquí, te aseguro…

Ella lo miró hasta que una especie de compasión ocupó el lugar de su furia.

—No, señor Kerwin —dijo con suavidad—. ¿Por qué no regresa al Cuartel General y consulta en la Sección Ocho? Si hay algún… error, tal vez ellos puedan ayudarte.

Sección Ocho. Médica y Psic.

Kerwin tragó con dificultad y se marchó, sin más protestas. Eso significaba que ella creía que estaba trastornado, que necesitaba ayuda psiquiátrica. Él no la culpaba. Después de lo que acababa de escuchar, hasta él pensaba algo parecido de sí mismo. Salió al aire frío, con los pies rígidos y la cabeza confusa.

Estaban mintiendo, mintiendo. Alguien está mintiendo. Ella estaba mintiendo y él lo sabía; podía sentir cómo mentía…

No, eso era lo que pensaba cada psicótico paranoide: que alguien estaba mintiendo;
todos estaban mintiendo, había una conspiración en su contra…
Alguien, algunos
seres
misteriosos y evasivos conspiraban contra él.

Pero, ¿cómo podía haberse equivocado? Maldición, pensó mientras bajaba la escalera, yo solía jugar a la pelota allí: a patear y atraparla cuando era pequeño y a juegos más estructurados cuando era mayor. Levantó la vista hasta las ventanas de su antiguo dormitorio. Con frecuencia había trepado hasta ellas después de alguna escapada, ayudado por las adecuadas ramas bajas de ese mismo árbol. Sintió deseos de trepar hasta el dormitorio para ver si las iniciales que había tallado en el marco de la ventana todavía estaban allí, pero descartó la idea. Con la suerte que tenía últimamente, casi seguro que lo atraparían y pensarían que era un potencial seductor de niños. Se volvió y una vez más observó con fijeza las blancas paredes del edificio en el que había pasado su infancia… ¿o
no
?

Se presionó las sienes, tratando de atrapar sus esquivos recuerdos. Recordaba hasta allí. Todos sus recuerdos conscientes se referían al orfanato, al terreno en el que se encontraba, a correr por allí; cuando era muy pequeño había caído por la escalera y se había lastimado la rodilla… ¿Cuántos años tenía entonces? Siete, tal vez ocho. Lo habían llevado a la enfermería y le habían dicho que le coserían la rodilla; él se había preguntado cómo diantres harían para poner su rodilla en una máquina de coser y, cuando le mostraron la aguja, había sentido tanta curiosidad por cómo harían que se había olvidado de llorar. Ése era su primer recuerdo verdaderamente claro.

¿Tenía algún recuerdo
anterior
al orfanato? Por más que se esforzara, sólo podía recordar una fugaz imagen de cielo violeta, cuatro lunas que pendían como gemas y una suave voz de mujer que le decía: «Mira, hijito, no volverás a ver esto durante muchos años…» Sabía, por sus lecciones de geografía, que la conjunción de las cuatro lunas en el cielo no se producía con mucha frecuencia, pero no podía recordar dónde había estado cuando la vio, ni cuándo había vuelto a verla. Un hombre cubierto con una capa verde y oro caminaba a grandes zancadas por un corredor de piedra que brillaba como mármol, con la capucha caída sobre un centellante pelo rojo; en algún lado había una habitación llena de luz azul… y después él estaba en el Orfanato de los Hombres del Espacio, estudiando, durmiendo, jugando a la pelota con una docena de niños de su edad, un racimo de niños con pantalones azules y camisas blancas. Cuando tenía diez años, se había enamorado de una niñera darkovana llamada… ¿Cómo se llamaba? Maruca. Se desplazaba suavemente en sus pantuflas bajas y tenía una voz suave y amable.

Me acariciaba el pelo y me llamaba, Tallo, aunque eso era en contra de las reglas; una vez que tuve alguna clase de fiebre, se quedó a mi lado toda la noche en la enfermería y me puso paños fríos en la cabeza y me cantó. Tenía una profunda voz de contralto, muy dulce.

Y cuando tenía once años, le había hecho sangrar la nariz a un muchacho llamado Hjalmar, que le había llamado
bastardo
y le había gritado que al menos él
sabía
el nombre de su padre; los habían separado mientras ambos se debatían y se lanzaban terribles insultos entre sí. Los había separado el canoso maestro de matemáticas. Y unas pocas semanas antes de que lo metieran, asustado y tembloroso y atontado por las drogas, a bordo de la nave espacial que lo llevaría a Terra, había estado con una muchacha llamada Ivy, de una clase superior a la suya. Él había guardado su porción de golosinas para ella, y ambos habían caminado cogidos tímidamente de la mano bajo los árboles que se hallaban al otro lado del campo de juego; una vez, torpemente, él la había besado, pero ella había girado el rostro, de modo que él sólo había besado un poco de fino pelo castaño, de dulce aroma.

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