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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (13 page)

BOOK: El sol sangriento
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—¿Qué era eso? ¿Qué significaba? ¿Quiénes eran?

Con gracia pesadillesca, lentamente, la mujer se deslizó y cayó de lado al suelo. Jurando, Kerwin rodeó la mesa y se arrodilló a su lado, aunque ya sabía qué descubriría.

La mujer estaba muerta.

6. NUEVO EXILIO

Kerwin todavía sentía la garganta dolorida, mientras una pesada histeria hacía presa de él.

¡Todas las puertas siguen cerrándose en mis narices!

Entonces miró a la mujer muerta con pena y una culpa dolorosa. Él la había arrastrado a esto, y ahora estaba muerta. Esta mujer desconocida y poco encantadora, cuyo nombre ni siquiera conocía. Él la había involucrado en el misterioso destino que le perseguía.

Miró la matriz de la mujer, que yacía gris y opaca sobre la mesa. ¿Habría muerto junto con la mujer? Tímidamente, tomó la suya, se la guardó en el bolsillo, volvió a mirar a la muerta con lástima y fútil arrepentimiento y después se marchó y llamó a la policía.

Llegaron darkovanos vestidos de verde y con cinturones en cruz, la Guardia de la Ciudad —el equivalente de la policía metropolitana de Darkover—, que no parecieron en absoluto felices al ver un terrano allí y lo manifestaron. Con reticencia, rígidamente corteses, le concedieron el privilegio legal de llamar a un cónsul terrano antes de ser interrogado, privilegio del que Kerwin hubiera preferido prescindir. No estaba en absoluto ansioso de que el Cuartel General se enterara de que él había estado haciendo averiguaciones allí.

Le hicieron preguntas, y sus respuestas no les agradaron. Kerwin no se reservó nada, salvo el hecho de que tenía una matriz y por qué había ido hasta allí a consultar a la mujer. Pero por fin, como la mujer no tenía ni una marca y, como era obvio que no había sido molestada sexualmente y como tanto un médico terrano como un darkovano opinaron cada uno por su cuenta que había muerto de un ataque cardíaco, le dejaron ir y le escoltaron hasta el límite del espaciopuerto. Allí le dijeron adiós con cierta severa formalidad que le advertía, sin palabras, que, si volvían a encontrarlo en esa parte de la ciudad, ellos no serían responsables de lo que pudiera ocurrirle.

Él pensó, entonces, que ya había visto lo peor, cuando el callejón demostró ser sin salida: sólo le conducía a una mujer muerta. A solas en sus habitaciones, caminando de arriba a abajo como un animal enjaulado, revisó lo ocurrido una y otra vez, tratando de encontrarle algún sentido.

¡Maldición! ¡Tenía que haber algún
propósito
detrás de todo eso! Alguien, o algo, estaba
decidido
a que él no rastreara su propio pasado. El hombre y la mujer que se habían negado a ayudarle le habían dicho: «No nos corresponde interferir en los asuntos de las
vai leroni

La palabra no le resultaba familiar; trató de desentrañar las partes que la componían.
Vai
, por supuesto, era una expresión honorífica adicional, que significaba algo así como
digno
o
excelente
, como en el caso de
vai dom
, que quería decir, a grandes rasgos,
digno señor, buen señor, Su Excelencia
, según el contexto. Encontró
leroni
en
leronis
(singular, dialecto montañés), definido como «probablemente derivado de
laran
, en el sentido de poder o derecho de herencia, sobre todo el poder psíquico heredado;
leronis
suele traducirse casi siempre como
hechicera
».

Pero Kerwin se preguntó, frunciendo el ceño, quiénes eran entonces las
vai leroni
, las buenas hechiceras, y por qué en el mundo —en
cualquier
mundo— alguien habría de creer que él estaba involucrado en sus asuntos.

La chicharra del intercom interrumpió su preocupación; gruñó una respuesta y luego se reacomodó, pues el rostro del Legado, que había aparecido en la pantalla, se veía sin duda muy sombrío.

—¿Kerwin? Sube a Administración… ¡a paso rápido!

Kerwin hizo lo que se le ordenaba, trasladándose en los enormes ascensores hasta el elevado
penthouse
de paredes de vidrio donde se hallaban los despachos del Legado y de su personal. Mientras esperaba, a las puertas de la Administración, se puso rígido al ver, a través de una puerta abierta, dos de los uniformes de los Guardias de la Ciudad que caminaban envaradamente a cada lado de un hombre alto y erguido, de pelo plateado, cuyas ricas vestiduras y corta y enjoyada capa azul y oro revelaban a la alta aristocracia darkovana. Los tres le atravesaron con la mirada, y Kerwin tuvo la desagradable sensación de que lo peor todavía no había pasado.

La recepcionista le indicó que entrara. El Legado le miró con mala cara; esta vez no le invitó a sentarse.

—De modo que aquí está el darkovano —dijo, sin ninguna amabilidad—. Tendría que haberlo sabido. ¿En qué demonios te has estado metiendo ahora? —Ni siquiera esperó la respuesta de Kerwin—. Fuiste advertido —agregó—. Te metiste en problemas antes de haber estado aquí veintiocho horas completas. Eso no fue suficiente; tuviste que seguir buscando problemas. —Kerwin abrió la boca para responder, pero el Legado no le dio tiempo—. Te expliqué cuál era la situación en Darkover; aquí vivimos en una especie de tregua incómoda en el mejor de los casos y, tal como están las cosas, tenemos ciertos acuerdos con los darkovanos. Y eso incluye mantener a los turistas curiosos lejos de la Ciudad Vieja.

La injusticia de tal afirmación le hizo hervir la sangre a Kerwin.

—¡Un momento, señor! ¡Yo no soy un turista! Nací y fui criado aquí…

—Ahórrate todo eso —dijo el Legado—. Despertaste mi curiosidad lo suficiente como para que investigara esa historia fraudulenta que me contaste, acerca de que habías nacido aquí. Evidentemente, inventaste todo, no hay registro de ningún Jeff Kerwin en el Servicio. Excepto —agregó de modo sombrío—, del condenado barullero al que estoy mirando en este momento.

—¡Eso es mentira! —estalló Kerwin, furioso. Pero luego se interrumpió. Él mismo había visto el circuito rojo de prioridad, la advertencia de acceso codificado. Había sobornado al hombre, y aquél le había dicho:
mi empleo está en juego.

—Éste no es un mundo para mentirosos ni perturbadores —reprochó el Legado—. Te lo advertí una vez, recuérdalo. Pero, por lo que sé, tuviste que andar metiendo la nariz en todas partes…

Kerwin respiró hondo, tratando de presentar su caso con calma y razonablemente.

—Señor, si yo inventé toda la historia, ¿por qué alguien debería preocuparse por dónde ando «metiendo la nariz», como dicen? ¿No es evidente que eso prueba mi historia…, que hay algo raro en todo esto?

—Para mí todo lo que prueba —repuso el Legado— es que eres un loco con complejo de persecución y que crees que todos conspiramos para que no averigües algo de ti.

—Así expresado suena condenadamente lógico, ¿verdad? —reconoció Kerwin con tono de amargura.

—Muy bien —dijo el Legado—. Dame aunque sólo sea una razón para que alguien se moleste en conspirar contra un servidor civil de poca monta, hijo de…, como dices, un empleado del Imperio, de alguien del que nadie oyó hablar nunca. ¿Por qué habrías de ser tan importante?

Kerwin hizo un gesto de impotencia. ¿Qué podía responder a eso? Sabía que sus abuelos habían existido, que le habían enviado con ellos… pero, si no había en Darkover registro de ningún Jeff Kerwin, salvo de él mismo, ¿qué podía decir?

¿Por qué habría de mentir la mujer del orfanato? Ella misma le había dicho que siempre intentaban mantener contacto con los muchachos. ¿Qué prueba tenía él? ¿Habría construido todo a partir de su propio deseo? Su cordura se tambaleó.

Con un profundo suspiro, abandonó todos sus recuerdos y su sueño.

—Muy bien, señor, lo siento. Abandonaré todo, no intentaré averiguar nada más…

—No tendrás oportunidad de hacerlo. No estarás aquí —dijo el Legado con frialdad.

—¿Que no…?

Algo, frío y agudo como un cuchillo, pareció atravesar el corazón de Kerwin. El Legado asintió, con expresión inmutable.

—Los Mayores de la Ciudad han puesto tu nombre en la lista de
persona non grata
—informó—. Y, aunque no lo hubieran hecho, la política oficial es conceptuar muy mal a cualquiera que se mezcle demasiado en los asuntos nativos.

Kerwin se sintió como si lo hubieran apaleado; permaneció inmóvil, sintiendo que la sangre se retiraba de su rostro, dejándolo frío y sin vida.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que se ha pedido tu traslado —dijo el Legado—. Puedes llamarlo como quieras. En pocas palabras, has metido tu enorme nariz en demasiados rincones, y nos estamos asegurando de que no vuelvas a hacerlo. Saldrás de aquí en la próxima nave.

Kerwin abrió la boca y volvió a cerrarla. Se apoyó en el escritorio del Legado, sintiendo que se caería si no lo hacía.

—¿Eso significa que me deportarán?

—Así es —confirmó el Legado—. En la práctica no es tan malo, por supuesto. Firmé como si se tratara de una solicitud de traslado de rutina. Dios sabe que tenemos muchos aquí. Tienes un registro limpio, y te daré una buena recomendación. Dentro de ciertos límites, puedes tener cualquier destino para el que estés capacitado; ve a ver la comisión de Despacho para eso.

—Pero, señor, Darkover… —empezó a decir Kerwin, sintiendo en la garganta una especie de nudo.

Era su hogar. Era el único lugar donde quería estar.

El Legado sacudió la cabeza, como si pudiera leer el pensamiento de Kerwin. Se le veía cansado, demacrado, como un hombre viejo, agotado, que luchaba contra un mundo demasiado complejo para él.

—Lo siento, hijo —dijo con amabilidad—. Creo que sé cómo te sientes. Pero tengo un trabajo que cumplir y ni siquiera dispongo del suficiente poder para determinar cómo lo hago. Saldrás de aquí en la próxima nave. Y no solicites regresar, porque no se te autorizará. —Se puso de pie—. Lo siento, muchacho.

El Legado le tendió la mano. Kerwin no la tomó. El rostro de aquél se endureció.

—Estás dispensado del servicio de ahora en adelante. Dentro de veintiocho horas quiero que tengas presentada una solicitud formal de traslado, con tu ruta preferida y asignación. Si tengo que hacerlo por ti, pediré que te trasladen a la colonia penal de Lucifer Delta. Hasta que te marches estarás confinado en tus habitaciones. —Se inclinó sobre su escritorio y comenzó a cambiar papeles de lugar. Sin levantar la vista, agregó—: Puedes retirarte.

Kerwin se marchó. De modo que había perdido; había perdido todo. El misterio al que se enfrentaba había sido demasiado grande para él; se había metido en algo que lo excedía por completo.

El Legado había mentido. Kerwin lo había advertido cuando el hombre le había, tendido la mano, al final. El Legado se había visto obligado a condenarlo al exilio, aunque no lo deseaba particularmente…

Al regresar a sus sombrías habitaciones, Kerwin se dijo que no debía ser necio. ¿Por qué habría de mentir el Legado? ¿Sería un soñador, un tonto con delirio de persecución, que compensaba su infancia huérfana con sueños de grandeza?

Caminó de un lado a otro; fue hasta la ventana, inquieto, a mirar el sol rojo que se sumergía entre las montañas.
El sol sangriento
. Algún poeta romántico había dado ese nombre a la estrella Cottman mucho tiempo atrás. Cuando la rápida oscuridad cayó desde las montañas, Kerwin apretó los puños, mirando el cielo.

Darkover. Es el fin de Darkover para mí. El mundo por el que he luchado vuelve a expulsarme de nuevo. He trabajado y me he esforzado por volver aquí, y todo ha sido para nada. Todo lo que he conseguido han sido frustraciones, puertas cerradas, muerte…

La matriz es real. Yo no la he soñado ni la he inventado. Y ella pertenece a Darkover…

Buscó en el bolsillo y extrajo la gema azul. De alguna manera, era la clave del misterio, la clave de todas las puertas que le habían cerrado en la cara. Tal vez debería habérsela mostrado al Legado… No. El Legado sabía perfectamente bien que Kerwin le decía la verdad, sólo que por alguna razón había preferido no admitirlo. Si lo hubiera enfrentado con la matriz, con toda seguridad habría inventado alguna otra mentira.

Kerwin se preguntó cómo sabía que el hombre le había mentido. Porque lo
sabía
. Sin ninguna duda, sin vacilaciones, sabía que el hombre le había estado mintiendo, por alguna oscura razón que sólo él conocía. Pero…
¿por qué?

Corrió las cortinas para aislarse de la oscuridad exterior, de las luces del espaciopuerto, allá abajo, y colocó el cristal sobre la mesa. Se detuvo, vacilante, viendo con la imaginación el cuadro de la mujer tendida en una muerte inmerecida, recordando el terror que lo había invadido…

Vi algo cuando ella miraba dentro de la matriz, pero no puedo recordar qué era. Sólo recuerdo que me asustó más que el demonio…

En su mente apareció, como una luz parpadeante, un rostro de mujer, figuras oscuras ante una puerta que se abría… Apretó los dientes para contener el pánico que le invadía, golpeando la puerta cerrada de su memoria, pero no pudo recordar nada; sólo el miedo, el grito de una voz de niño y la oscuridad.

Con toda severidad se ordenó no ser necio. Ragan había usado su cristal y no le había hecho ningún daño. Con un sentimiento de autocontrol, colocó el cristal sobre la mesa y se protegió los ojos con la mano, como había hecho la mujer, para observar dentro de la piedra.

Nada ocurrió.

¡Maldición! Tal vez había algún truco especial, tal vez tendría que haber buscado a Ragan para persuadirlo, incluso sobornarlo, para que le enseñara a usarla. Pero ya era demasiado tarde para eso. Miró con ferocidad dentro del cristal. Por un momento pareció que una luz pálida centelleaba en su interior; móviles lucecitas azules que le hicieron sentirse un poco mareado. Pero el resplandor se desvaneció. Kerwin sacudió la cabeza. Le dolía el cuello y sus ojos le estaban jugando una mala pasada; eso era todo. El viejo truco de «mirar fijamente el cristal» era tan sólo una forma de autohipnosis. Tendría que protegerse de eso.

La luz reapareció, reptó como un pequeño puntito de color que se desplazaba dentro de la gema y
creció
. Kerwin pegó un salto: era como un alambre al rojo vivo que tocara algo dentro de su cerebro. Y entonces oyó algo: una voz muy distante que pronunciaba su nombre… No. No había palabras. Sin embargo le hablaba a
él
y a ninguna otra persona que jamás hubiera existido; era un mensaje absolutamente
personal
. Era algo así como:
Tú. Sí, tú. Te veo.

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