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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (25 page)

BOOK: El sol sangriento
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—Bonito escándalo —dijo Kerwin, con amargura. No le parecía divertido.

—En realidad, Jeff, tiene un perfecto sentido. Damos una buena parte de nuestras vidas al pueblo; podemos hacer cosas que nadie más puede hacer. No se les ocurriría darnos una excusa para hacer otra cosa. Pasé algún tiempo como oficial de los Guardias; mi padre es Comandante hereditario, un cargo de los Alton, y, cuando él muera, yo tendré que comandar. Debería estar a su lado, aprendiendo a hacerlo, pero, como Arilinn estaba necesitada de personal, regresé aquí. Si mi hermano Lewis hubiera vivido… Pero murió y me dejó como Heredero de Alton y, al mismo tiempo, comandante de los Guardias. —Kennard suspiró. Su mirada se perdió en la distancia. Después agregó, al recordar repentinamente lo que estaba hablando con Kerwin—: En cierto sentido, es un modo de mantenernos prisioneros aquí: un soborno. Se nos da cualquier cosa que deseemos, a todos nosotros, de manera que ni siquiera tengamos un asomo de excusa para abandonar la Torre alegando que en otra parte podríamos tener más. —Miró las botas y frunció el ceño—. En verdad te ha dado mercadería bastante pobre… Debería avergonzarse… ¡Esto habla mal de él y de su comercio!

Kerwin rió. ¡No era raro que el hombre hubiera insistido tanto para que comprara un par de mejor calidad! Cuando le hizo este comentario, Kennard asintió.

—En serio, a ese hombre le agradaría que regresaras la próxima vez que visites la ciudad y aceptaras el mejor par de botas que haya en su comercio. O, mejor aún, que le encargues que te haga un par especialmente… ¡con el diseño que se te antoje! Mientras haces eso, deja también que algún fabricante de ropa te equipe con una vestimenta apropiada a este clima, ¿de acuerdo? Los terranos piensan en tener calientes sus casas, no sus cuerpos; yo me sentía casi permanentemente sofocado cuando estuve allí…

Kerwin aceptó el cambio de tema, pero todavía no comprendía bien qué era lo que
hacían
las Torres que fuera tan importante. Mensajes, sí. Suponía que los transmisores resultaban más simples y menos problemáticos que los teléfonos o la comunicación radial inalámbrica. Pero, si eso era todo lo que querían, un sistema radial sería más sencillo. En cuanto a otras cosas, todavía no había conectado los trucos más simples que se podían hacer con un cristal con la avasalladora importancia que los telépatas del Comyn parecían tener en Darkover.

Y ahora había otra pieza del rompecabezas que no encajaba: una roca, arrojada a plena luz del día, contra dos de esos reverenciados telépatas de Torre. Una roca arrojada deliberadamente, para herir o matar… y que casi había cumplido su propósito. No encajaba, y Kerwin maldijo haberle dado su palabra a Auster.

Recibió respuesta para una de sus preguntas unos veinte días más tarde. En uno de los cuartos aislados, supervisado por Rannirl, Kerwin trabajaba en mecánica elemental, practicando técnicas simples de emisión de fuerzas, nada demasiado diferente a los trucos de fundir el vidrio que le había enseñado Ragan. Llevaban dedicados a eso más de una hora. A Jeff ya le dolía la cabeza, cuando Rannirl dijo de repente:

—Suficiente por ahora; está ocurriendo algo.

Salieron al descanso justo cuando Taniquel subía corriendo las escaleras. La joven casi los atropelló. Rannirl extendió las manos para sostenerla.

—¡Con cuidado,
chiya
! ¿Qué ocurre?

—No estoy segura —respondió ella—, pero Neryssa ha recibido un mensaje de Thendara; Lord Hastur se dirige hacia Arilinn.

—Tan pronto —murmuró Rannirl—. ¡Esperaba que tuviéramos más tiempo! —Miró a Kerwin y frunció el ceño—. Tú no estás listo.

Kennard subió los peldaños renqueando, sosteniéndose fuertemente en la balaustrada.

—¿Esto tiene algo que ver conmigo? —preguntó Kerwin.

—Todavía no estamos seguros —dijo Kennard—. Podría ser. Fue Hastur quien nos dio consentimiento para que te trajéramos aquí, ya sabes, aunque nosotros aceptamos la responsabilidad.

Kerwin sintió un miedo repentino que le atenazaba la garganta. ¿Lo habrían rastreado hasta aquí? No quería irse de Darkover. Sentía que ya no podría soportar abandonar Arilinn. Pertenecía aquí; ésta era su gente.

Kennard siguió sus pensamientos y le sonrió amablemente.

—No tienen autoridad para deportarte, Jeff. Según la ley darkovana, la ciudadanía depende del progenitor de más alto rango, lo que significa que eres darkovano por derecho de sangre y Comyn
Aillard
. Sin duda, cuando llegue la época de sesión del Concejo, Lord Hastur te confirmará como Heredero de Aillard, ya que no hay heredera para ese linaje. Cleindori no tuvo hijas; ella misma era
nedestro
. —Sin embargo, todavía se le veía preocupado. Mientras se marchaba a su habitación, miró por encima del hombro, inquieto, y le dijo—: ¡Pero, maldición, usa ropas darkovanas!

Kerwin se había hecho equipar en la ciudad. Mientras se ponía el oscuro atuendo azul y gris que había encargado al mejor sastre que encontró, pensó, mirándose en el espejo, que al menos
parecía
darkovano. Se sentía darkovano… casi todo el tiempo. Pero todavía tenía la sensación de estar a prueba. ¿Acaso tendría Arilinn, o incluso el Concejo del Comyn, el poder de desafiar al Imperio terrano?

Ésa, decidió Jeff, era una pregunta condenadamente buena. El único problema era que no conocía la respuesta y ni siquiera podía suponerla.

No se reunieron en el gran salón que usaban por las noches, sino en una cámara más pequeña y amueblada de manera más normal en lo alto de la Torre, una habitación que Kerwin había oído llamar la cámara de audiencia de la Celadora. El cuarto estaba brillantemente iluminado con prismas que pendían de cadenas plateadas; los asientos eran antiguos, tallados en alguna madera oscura, y entre ellos había una mesa baja encastrada con un diseño de perlas y nácar, con una estrella de muchas puntas en el centro. Ni Kennard ni Elorie se encontraban en la habitación. Jeff sabía que aquél había ido al campo de aterrizaje a esperar al distinguido huésped. Kerwin, al sentarse en una de las sillas bajas que rodeaban la mesa, advirtió que había una silla más alta e imponente que las demás y supuso que estaría reservada para Lord Hastur.

Uno de los no-humanos corrió una cortina para dar paso a Kennard, quien, renqueando, ocupó su lugar. Detrás de él entró un hombre alto, moreno, imponente, no muy corpulento pero con apariencia militar.

—Danvan Hastur de Hastur, Guardián de Hastur, Regente de los Siete Dominios, Señor de Thendara y Carcosa… —presentó ceremoniosamente.

—Y etc., etc. —dijo una voz sonora y gentil—. Me honras, Valdir, pero te ruego que me ahorres tantas ceremonias.

Y Lord Hastur entró a la habitación.

Danvan Hastur de Hastur no era un hombre alto. Simplemente vestido de gris, con una capa azul forrada en piel plateada, parecía al principio tan sólo un hombre erudito y tranquilo, apenas pasada la madurez; tenía el pelo claro, plateado en las sienes, y sus modales eran corteses y tranquilos. Pero había algo… la erguida imponencia de su cuerpo delgado, la firme línea de la boca, la mirada rápida, incisiva, con que estudió la habitación y las personas, que hizo que Kerwin advirtiera que no se trataba de un viejo cualquiera. Era un hombre de tremenda presencia, un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido, un hombre absolutamente seguro de su propia posición y de su propio poder, tan seguro que ni siquiera necesitaba mostrarse arrogante.

De algún modo parecía ocupar en la habitación más espacio del que ocupaba en realidad. Su voz llegaba a todos los rincones, a pesar de que no era aguda.

—Me honráis, hijos. Me alegra regresar a Arilinn.

Sus claros ojos azules se clavaron en Kerwin, y se acercó a él. Su presencia era tan imponente que Kerwin se puso de pie en automático gesto de deferencia.


Vai dom
—saludó—. Estoy aquí a tu servicio.

—Entonces tú eres el hijo de Cleindori, el que enviaron a Terra —dijo Danvan Hastur. Hablaba en el dialecto de Thendara que Kerwin había aprendido en la infancia. Por algún motivo, sin saber precisamente cómo lo había percibido, Kerwin supo que Hastur no era telépata—. ¿Qué nombre te dieron, hijo de Aillard?

Kerwin le dijo su nombre. Hastur asintió, pensativo.

—Bastante bien, aunque
Jeff
suena innecesariamente bárbaro. Podrías considerar la posibilidad de adoptar algún nombre de tu clan. Con toda seguridad tu madre te hubiera puesto algún nombre de familia, como Arnad o Damon o Valentine. ¿No has pensado en eso? Cuando te presentes ante el Concejo, sin duda debes tener un nombre que sea digno de un noble Aillard.

Kerwin replicó con aspereza, resistiéndose al encanto de aquel hombre:

—No estoy avergonzado de llevar el nombre de mi padre, señor.

—Bien, como quieras —dijo Hastur—. Te aseguro que no quería ofenderte, pariente, ni tampoco tenía intención de insinuarte que negaras tu herencia terrana. Pero pareces Comyn. Quería verte con mis propios ojos para asegurarme.

—¿No confiaste en mi palabra, Lord Danvan? —replicó Kennard con sequedad. Y, echando una mirada al hombre moreno y delgado al que habían llamado Valdir, agregó—: ¿O fuiste tú quien no pudo aceptar mi palabra, padre? —Entre ambos se cruzó una mirada mitad hostil mitad afectuosa, antes de que Kennard dijera formalmente a Kerwin—: Mi padre, Valdir-Lewis Lanart de Alton, Lord de Armida.

Kerwin hizo una reverencia, sobresaltado. ¿El padre de Kennard?

—Ni siquiera se nos ocurrió que intentaras engañarnos, Kennard, aunque pudieras —dijo Valdir—. Pero Lord Hastur deseaba asegurarse de que los terranos no habían conseguido engañarte para que aceptaras a un impostor. —Su aguda mirada estudió brevemente a Kerwin; después suspiró y añadió—: Pero veo que es verdad. —Y dirigiéndose a Kerwin—: Tienes los ojos de tu madre, muchacho, eres muy parecido a ella. Yo fui su padre adoptivo… ¿Quieres darme un abrazo de pariente, sobrino?

Dio un paso adelante y abrazó a Jeff, presionando cada una de sus mejillas contra las de él. Jeff, al percibir —y correctamente— que se trataba de un gesto muy significativo de reconocimiento personal, agachó la cabeza.

—Son épocas extrañas —comentó Hastur, frunciendo el ceño—. Nunca pensé que daría la bienvenida al Concejo al hijo de un terrano. Aunque, si es necesario, debemos hacerlo. —Suspiró y se dirigió a Kerwin—: Que así sea, entonces. Te reconozco. —Esbozó una sonrisa de picardía—. Y, como hemos aceptado a un hijo de padre terrano, supongo que debemos aceptar al hijo de una madre terrana. Kennard, trae pues a Lewis-Kennard ante el Concejo, si quieres hacerlo. ¿Qué edad tiene ahora? ¿Once años?

—Diez, señor —dijo Kennard.

—Bien —asintió Hastur—. No puedo hablar en nombre de todo el Concejo. Si el muchacho tiene
laran…
pero es demasiado joven todavía, el Concejo puede negarse a reconocerlo; pero yo, al menos, ya no seguiré combatiéndote, Ken.


Vai dom
, eres demasiado bondadoso —repuso Kennard, con voz orlada de sarcasmo.

—Basta —replicó Valdir con aspereza—. Haremos volar ese halcón cuando le crezcan las plumas. Por el momento… Bueno, Hastur, el joven Kerwin no será el primero de sangre terrana que comparezca ante el Concejo del Comyn por derecho de matrimonio. Ni siquiera el primero destinado a construir un puente entre nuestros dos mundos para progreso de ambos.

Hastur suspiró.

—Conozco tus opiniones al respecto, Valdir. Mi padre las compartía, y fue por deseo suyo que Kennard fue enviado a Terra cuando era tan sólo un muchacho. No sé si tenía razón o estaba equivocado; sólo el tiempo lo dirá. Por el momento, debemos enfrentarnos con las consecuencias de esa elección y hacer algo con ellas, nos guste o no nos guste.

—Extrañas palabras para el Regente del Comyn —dijo Auster desde su asiento.

—Me ocupo de realidades, Auster —replicó Hastur, lanzándole una feroz mirada azul, como de halcón—. Tú vives aquí aislado con tus hermanos y hermanas de sangre Comyn; yo, en el borde mismo de la Zona terrana. No puedo fingir que aún estamos en los viejos días de Arilinn o que la Torre Prohibida nunca arrojó una sombra sobre cada una de las Torres de los Dominios. Si el rey Stephen… Pero está muerto, que en paz descanse, y yo gobierno como Regente en nombre de un niño de nueve años y no demasiado sano ni inteligente. Algún día, si somos afortunados, el Príncipe Derek gobernará, pero, hasta que llegue ese día, hago lo que debo hacer en su lugar.

Giró con un gesto definitivo que acalló a Auster y ocupó su asiento. Kerwin advirtió asombrado que no ocupaba el asiento más alto, sino una de las sillas comunes dispuestas alrededor de la mesa. Valdir no se sentó sino que permaneció de pie junto a la puerta. Aunque no llevaba armas, a Kerwin le hizo pensar en un hombre cuya mano se posara en la empuñadura de la espada.

—Ahora decidme, hijos, ¿cómo andan las cosas en Arilinn?

Kerwin, observando a Lord Hastur, pensó:
¡Me gustaría contarle a este viejo lo de la roca que nos lanzaron! ¡Lord Hastur no se anda con tonterías! ¡Él sabría qué significa eso, y sin equivocarse!

Se movieron las cortinas de la entrada. Valdir anunció ceremoniosamente:

—Lady Elorie, Celadora de Arilinn.

Una vez más el cuerpo pequeño y erguido de la joven parecía cargado con las vestiduras ceremoniales, cruelmente pesadas. Las cadenas doradas que le rodeaban la cintura y que cerraban su manto casi parecían grillos pesados; se aferraban a sus hombros como una carga. En silencio, sin mirar a nadie, la joven se desplazó hasta la silla semejante a un trono que se encontraba en la cabecera de la mesa. La profunda reverencia de Valdir sobresaltó a Kerwin tanto como el gesto de Lord Hastur, quien se puso de pie y dobló una rodilla ante Elorie.

Kerwin observó, paralizado. Ésta era la misma muchacha que jugaba con los pájaros que tenía de mascotas en el gran salón, que se peleaba con Taniquel y hacía apuestas tontas con Rannirl y que cabalgaba atrevidamente con sus halcones. Como no la había visto antes con todos los emblemas de Celadora, le resultó una conmoción y una revelación. Le pareció que él también debía hacerle una reverencia, pero Taniquel le rozó la muñeca y Kerwin captó el pensamiento no pronunciado:

En los Dominios, sólo el Círculo de la Torre de Arilinn no tiene necesidad de ponerse de pie ante su Celadora. La Celadora de Arilinn es sacrosanta, pero nosotros somos sus elegidos.

En la idea de Taniquel había orgullo. También Kerwin sintió un poco. Ni siquiera Hastur podía negarse a mostrar deferencia ante la Celadora de Arilinn.

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