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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (30 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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El médico de la policía fue el primero en llegar, y al cabo de un cuarto de hora apareció Penberthy. Parecía preocupado y saludó a Wimsey con brusquedad. Después también entró en la habitación. Los demás se quedaron por allí, y al poco se presentó Robert Fentiman, a quien habían encontrado en casa de un amigo gracias a una llamada urgente.

Los dos médicos salieron de la habitación.

—Choque nervioso con delirios patentes —resumió el médico de la policía—. Probablemente mañana se encontrará bien. Ahora está durmiéndola. Ya ha pasado por esto antes, según tengo entendido. En fin. Hace cien años lo habrían llamado posesión diabólica, pero ahora sabemos que no se trata de eso.

—Sí, pero cuando dice que mató a su abuelo, ¿está delirando? —preguntó Parker—, ¿o realmente lo mató bajo la influencia de ese delirio diabólico? Esa es la cuestión.

—De momento no lo puedo asegurar. Podría ser cualquiera de las dos cosas. Lo mejor será esperar a que se le pase el acceso. Entonces podrán saberlo.

—Entonces, ¿no piensa que está… definitivamente demente?

—No, no lo creo. Creo que es lo que se podría llamar un ataque de nervios. Supongo que usted opina lo mismo, ¿no? —añadió, dirigiéndose a Penberthy.

—Sí, opino lo mismo.

—¿Y qué piensa usted de ese delirio, doctor Penberthy? —dijo Parker—. ¿Cometió esa locura?

—Desde luego, él cree que sí —respondió Penberthy—. No puedo asegurar que esa convicción tenga ningún fundamento. De vez en cuando le da por creer que está poseído por el diablo, y, por supuesto, resulta difícil saber lo que puede hacer o dejar de hacer una persona bajo la influencia de ese delirio.

Se dirigió exclusivamente a Parker, evitando la mirada acongojada de Robert.

—Si me permiten que me meta donde no me llaman —intervino Wimsey—, a mí me parece que hay una cuestión de hecho que puede establecerse sin siquiera mencionar a Fentiman ni sus delirios. Se trata de saber cuándo pudo administrársele la píldora: ¿habría producido el efecto que produjo en ese momento concreto o no? Si no podía actuar a las ocho, no podía, y no hay más que hablar.

Con la mirada clavada en Penberthy, vio que el médico se humedecía los labios resecos con la lengua antes de hablar.

—No puedo responder a eso a la ligera.

—Podrían haber agregado la píldora entre las que habitualmente tomaba el general Fentiman en cualquier otro momento —sugirió Parker.

—Sería posible —admitió Penberthy.

—¿Tenía la misma forma y el mismo aspecto que las píldoras que solía tomar? —preguntó Wimsey, volviendo a clavar la mirada en Penberthy.

—No puedo decirlo sin haber visto la píldora en cuestión —respondió el médico.

—De todos modos, la píldora en cuestión, que, según tengo entendido, era de la señora Fentiman, contenía estricnina además de digitalina —dijo Wimsey—. Sin duda, el análisis del estómago habría revelado la presencia de estricnina, si la había. Eso se puede determinar fácilmente.

—Por supuesto —dijo el médico de la policía—. En fin, caballeros, creo que no podemos hacer mucho más por esta noche. He recetado un medicamento al paciente, con el consentimiento del doctor Penberthy. —Hizo una inclinación de cabeza; Penberthy hizo otro tanto—. Mandaré que lo preparen, y no me cabe duda de que ustedes se encargarán de que se lo tome. Volveré mañana por la mañana.

Miró con expresión interrogativa a Parker, que asintió con la cabeza.

—Gracias, doctor —dijo—. Mañana le pediremos que haga otro informe. Ocúpese de que la señora Fentiman esté bien atendida, comisario. Comandante, si desea quedarse aquí para ocuparse de su hermano y de la señora Fentiman, puede hacerlo, naturalmente, y el comisario procurará que se sienta lo más cómodo posible.

Wimsey cogió a Penberthy del brazo.

—Vente conmigo al club un momento, Penberthy —le dijo—. Quiero hablar contigo.

22

Las cartas sobre la mesa

No había nadie en la biblioteca del Bellona Club, como de costumbre. Wimsey condujo a Penberthy hasta el último cubículo y pidió a un camarero que les llevara dos whiskies dobles.

—¡Suerte! —dijo.

—Suerte —replicó Penberthy—. ¿Por qué?

—Vamos a ver —dijo Wimsey—. Tú has sido soldado. Creo que eres un tipo honesto. Has visto a George Fentiman. Es una lástima, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—Que si no hubiera aparecido George Fentiman con esos delirios suyos, te habrían detenido por el asesinato esta misma noche —dijo Wimsey—. La cuestión es la siguiente. Tal y como están las cosas, cuando te detengan nada impedirá que bajo la misma acusación detengan también a la señorita Dorland. Es una chica muy decente, y tú no la has tratado precisamente bien, ¿verdad? ¿No crees que podrías compensarla diciendo la verdad enseguida?

Penberthy palideció y no dijo nada.

—Es que si la sientan en el banquillo de los acusados, siempre sospecharán de ella —añadió Wimsey—. Incluso si el jurado la cree (y es posible que no, porque los miembros de un jurado son bastante idiotas en muchas ocasiones), la gente siempre pensará que «algo había». Dirán que tuvo mucha suerte por quedar libre. Una verdadera desgracia para una chica, ¿no? Incluso podrían declararla culpable. Tú y yo sabemos que no lo es, pero… no querrás verla ahorcada, ¿verdad, Penberthy?

Penberthy tamborileó sobre la mesa.

—¿Qué quieres que haga? —dijo al fin.

—Que escribas un informe detallado de lo que ocurrió —contestó Wimsey—. Que los demás queden limpios en este asunto. Que dejes bien claro que la señorita Dorland no tuvo nada que ver en esto.

—¿Y después?

—Después, haz lo que quieras. Yo sabría qué hacer si estuviera en tu lugar.

Penberthy apoyó la barbilla en las manos y se quedó unos minutos mirando las obras de Dickens encuadernadas en piel, con lomos dorados.

—De acuerdo —dijo al fin—. Tienes razón. Ya debería haberlo hecho, pero… ¡maldita sea! Qué mala suerte tengo… Si Robert Fentiman no hubiera sido un bribón… Es curioso, ¿no? Es lo que llaman justicia poética, ¿verdad? Si Robert Fentiman hubiera sido honrado, yo me habría llevado medio millón de libras, Ann Dorland se habría llevado un marido estupendo y el mundo habría ganado una buena clínica. Pero como Robert es un bribón… aquí me tienes.

»No tenía intención de hacerle daño a esa chica. Me habría portado bien si me hubiera casado con ella, aunque la verdad es que me asqueaba un poco, con tanto sentimentalismo. Lo que dije es verdad, que le chifla el sexo. Hay muchas mujeres así. Naomi Rushworth, por ejemplo. Por eso le pedí que se casara conmigo. Tenía que estar prometido a alguna mujer, y sabía que aceptaría al primero que se lo propusiera…

»Es que era tan fácil que casi da vergüenza… Eso fue lo malo. El viejo vino a verme y se puso en mis manos. Me soltó toda la historia, cuya conclusión era que yo no tenía la menor posibilidad de conseguir el dinero, y con el poco fuelle que le quedaba me pidió una dosis. Puse el medicamento en dos cápsulas y le dije que se las tomara a las siete. Las guardó en el estuche de las gafas, para no olvidarse. Ni un trocito de papel que pudiera delatarme. Y al día siguiente solo tuve que pedir más suministro para rellenar el frasco. Voy a darte la dirección del farmacéutico que me lo vendió. ¿Fácil…? De risa. Es que la gente nos da tanto poder…

»No tenía intención de llegar tan lejos con estas barbaridades… Lo hice en defensa propia. Me importa tres pitos haber matado al viejo. Podría haber empleado el dinero mejor que Robert Fentiman, que no sabe hacer un canuto, y está perfectamente tal y como está. Aunque supongo que ahora dejará el ejército… En cuanto a Ann, en cierto modo debería estarme agradecida. Al fin y al cabo, me he asegurado de que reciba su dinero.

—No, a no ser que dejes bien claro que ella no participó en el crimen —le recordó Wimsey.

—Es verdad. Bien, de acuerdo. Te lo voy a poner todo por escrito. Dame media hora, ¿vale?

—Muy bien —dijo Wimsey.

Salió de la biblioteca y entró en el salón de fumadores. Estaba allí el coronel Marchbanks y lo saludó con una amable sonrisa.

—Me alegro de verlo, coronel. ¿Podríamos charlar un ratito?

—Por supuesto, muchacho. No tengo prisa alguna por volver a casa. Mi mujer está fuera. ¿En qué puedo servirte?

Wimsey se lo contó en voz baja.

—En fin, pienso que has actuado bien —dijo el coronel—. Naturalmente, yo lo considero desde el punto de vista del militar. Mucho mejor dejar las cosas claras. ¡Ay, Dios, Dios! Lord Peter, a veces pienso que la guerra ha ejercido un efecto negativo en algunos de nuestros jóvenes, pero claro, no todos son militares de carrera, y eso lo cambia todo. He observado un sentido del honor menos acendrado en estos tiempos que corren que cuando yo era joven. Entonces no se justificaba tanto a la gente; había cosas que se hacían y cosas que no se hacían. Hoy en día, los hombres, y lamento decir que también las mujeres, se comportan de una manera que a mí me resulta incomprensible. Puedo entender que un hombre cometa un asesinato en un momento de apasionamiento, pero envenenar a alguien… y encima dejar a una buena chica, a una dama, en una situación tan ambigua… ¡Eso sí que no! No lo comprendo. Pero, como dices, por fin han empezado a enderezarse las cosas.

—Sí —dijo Wimsey.

—Discúlpeme un momento —dijo el coronel, y salió.

Cuando volvió, fue con Wimsey a la biblioteca. Penberthy había terminado de escribir la declaración y la estaba revisando.

—¿Esto servirá? —preguntó.

Wimsey lo leyó, con el coronel Marchbanks a su lado, también repasando las páginas.

—Está bien —dijo—. El coronel Marchbanks también oficiará de testigo.

Una vez realizado el trámite, Wimsey recogió las páginas y se las guardó en el bolsillo superior de la chaqueta. Después se volvió hacia el coronel, como para darle la palabra.

—Doctor Penberthy —dijo el anciano—, ahora que el documento está en poder de lord Peter Wimsey, comprenderá que la única forma de actuar es comunicárselo a la policía, pero como eso resultaría sumamente desagradable para usted y para otras personas, quizá desee usted salir de esta situación de otra manera. Como médico que es, quizá prefiera solucionarlo con sus propios métodos. De lo contrario… —Sacó de un bolsillo de la chaqueta lo que acababa de ir a recoger—. De lo contrario, da la casualidad que he traído esto de mi taquilla. Voy a dejarla aquí, en el cajón de la mesa, dado que mañana me la llevaré al campo. Está cargada.

—Gracias —dijo Penberthy.

El coronel cerró el cajón lentamente, retrocedió unos pasos e inclinó la cabeza con solemnidad. Wimsey posó una mano sobre el hombro de Penberthy unos segundos y después cogió al coronel por el brazo. Sus sombras se movieron, se alargaron, se acortaron, se duplicaron y se entrecruzaron al pasar por las siete luces de los siete cubículos de la biblioteca. Cerraron la puerta.

—¿Y si tomamos una copa, coronel?

Entraron en el bar, en el que se disponían a cerrar. Había varios hombres hablando sobre sus planes para la Navidad.

—Yo me voy al sur —dijo Challoner Tripa de Hojalata—. Estoy harto de este clima y de este país.

—Ojalá vinieras a vernos, Wimsey —dijo otro—. Encontrarías caza como Dios manda. Vamos a tener una especie de reunión. Es que a mi mujer le encanta rodearse de gente joven, una pandilla espantosa de mujeres, pero voy a invitar a un par de hombres que sepan jugar al bridge y manejar una escopeta, y harías una verdadera obra de caridad si me apoyaras. Qué época tan funesta, la Navidad. No sé por qué la inventaron.

—Está bien si tienes hijos —intervino un hombre rubicundo, grandote y calvo—. Los muy pillos disfrutan. Deberías formar una familia, Anstruther.

—Sí, claro —replicó Anstruther—. A ti la naturaleza te ha hecho perfecto para que te disfraces de Papá Noel. Entre unas cosas y otras, invitaciones, ir de un sitio a otro y los criados que necesitamos en una casa como la nuestra, cuesta mucho trabajo mantener el ritmo. Si se te ocurre algo, me gustaría que me lo contaras. No es como…

—Un momento —dijo Challoner—. ¿Qué ha sido eso?

—Seguramente una motocicleta —contestó Anstruther—. Como iba diciendo, no es como…

—Algo ha pasado —terció el hombre rubicundo, dejando su vaso.

Se oyeron voces y carreras. La puerta se abrió de golpe. Varias caras asustadas se volvieron hacia ella. Irrumpió Wetheridge, pálido y furioso.

—¡Muchachos! —gritó—. Tenemos otro asunto desagradable. Penberthy se ha pegado un tiro en la biblioteca. ¡Ya podían tener más consideración con los miembros del club! ¿Dónde está Culyer?

Wimsey salió a empujones al vestíbulo. Como se esperaba, vio al policía de paisano que habían destacado para seguir a Penberthy.

—Avise al inspector Parker —dijo—. Tengo que darle unos papeles. Su trabajo ha terminado. El caso está resuelto.

Autopsia

—¿Así que George ya está bien?

—Sí, gracias a Dios. Está estupendamente. El médico dice que se puso así de pura preocupación por si sospechaban de él. A mí no se me había ocurrido, pero George enseguida ata cabos.

—Por supuesto; sabía que era una de las últimas personas que vio a su abuelo.

—Sí, y al ver el nombre en el frasco, y que venía la policía…

—Eso fue. ¿Y seguro que está bien?

—¡Ya lo creo! En cuanto supo que todo se había aclarado, pareció revivir. Por cierto, le envía muchos recuerdos.

—Bueno, en cuanto esté en condiciones, tenéis que venir a cenar conmigo…

—… Un caso sencillo, en cuanto aclaraste lo de Robert, quiero decir.

—Un caso que deja mucho que desear, Charles. No es de los que me gustan a mí. Ni una sola prueba real.

—Sí, no era de los nuestros, pero al menos no ha llegado a juicio. Nunca se sabe con los jurados.

—No. Podrían haber dejado suelto a Penberthy, o haber condenado a los dos.

—Exacto. Si te digo la verdad, creo que Ann Dorland es una joven muy afortunada.

—¡Venga! ¿Cómo dices eso?

—… Sí, claro, lo siento por Naomi Rushworth, pero no tiene por qué ser tan rencorosa. Va por ahí dando a entender que el pobre Walter se dejó engañar por la Dorland y que después se sacrificó para salvarla.

—Bueno, supongo que es natural. Tú también creíste en su momento que lo había hecho la señorita Dorland, Marjorie.

—Entonces no sabía que fuera la prometida de Penberthy. Y pienso que él se merece lo que ha pasado… Ya sé que está muerto, pero no se puede tratar de una forma tan asquerosa a una chica, y Ann no se merece algo así. Todo el mundo está en su derecho de querer una aventura. Vosotros, los hombres, pensáis…

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