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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (28 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—No sé —dijo la señorita Dorland—. Cuando se llevaron a Crippen y Le Neve en el vapor, iban leyendo a Edgar Wallace.

Su voz empezaba a perder aspereza y opacidad; parecía casi interesada.

—Le Neve lo leía —dijo Wimsey—, pero nunca he creído que ella supiera nada sobre el asesinato. Creo que luchaba desesperadamente por no saber nada, leyendo sobre horrores y convenciéndose de que a ella no le había ocurrido ni podía ocurrirle nada parecido. Creo que es posible hacerlo, ¿no le parece?

—No lo sé —contestó Ann Dorland—. Desde luego, una novela policíaca te mantiene el cerebro ocupado. Como el ajedrez. ¿Usted juega al ajedrez?

—No soy bueno. Me gusta, pero como no dejo de pensar en la historia de las piezas y lo pintoresco de los movimientos, siempre me ganan. No soy buen jugador.

—Yo tampoco. Ojalá lo fuera.

—Sí. Eso entretiene la mente de verdad, y las damas, el dominó o el solitario son aún mejores. No guardan relación con nada. Recuerdo una época en la que me había ocurrido algo espantoso. Hacía solitarios todo el día. Estaba en una clínica, con neurosis de guerra y otras cosas. Solo jugaba uno, el más sencillo… el demonio, un solitario tonto, sin ideas. Echaba las cartas y las recogía sin parar, cien veces en una noche, con tal de no pensar.

—Entonces, usted también…

Wimsey esperó, pero ella no terminó la frase.

—Es una especie de droga, desde luego. Parece una perogrullada, pero es verdad.

—Sí.

—También leía novelas policíacas. Era prácticamente lo único que podía leer. En los demás libros aparecía la guerra, o el amor, o alguna otra estupidez sobre la que no quería pensar.

Ann Dorland se removió, inquieta.

—Usted ha pasado por eso, ¿verdad? —preguntó Wimsey con delicadeza.

—¿Yo? Pues… Verá, todo esto no es agradable… la policía… y todo lo demás.

—Pero no está preocupada por la policía, ¿verdad?

De saberlo, tendría motivo para estarlo, pero Wimsey sepultó la idea en lo más profundo de su mente, desafiándola a que saliera a la luz.

—Es todo odioso, ¿verdad?

—Se siente herida por algo… De acuerdo; no hable de ello si no quiere… ¿Un hombre?

—Normalmente es un hombre, ¿no?

Su mirada estaba muy lejos de Wimsey, y contestó como abochornada, aunque desafiante.

—Prácticamente casi siempre —replicó Wimsey—. Pero, por suerte, acaba superándose.

—Depende de lo que sea.

—Todo se supera —repitió Wimsey con convicción—. Sobre todo si se le cuenta a alguien.

—No siempre se pueden contar las cosas.

—No creo que haya nada que realmente no se pueda contar.

—Hay cosas demasiado repugnantes.

—Sí, claro… bastantes. Nacer es repugnante, y morir, y digerir, si a eso vamos. Cuando pienso lo que le está ocurriendo dentro de mí a una maravillosa
suprème de sole
, con las barquitas de caviar, los
croûtons
, las patatitas onduladas y todas las demás pamplinas… me dan ganas de llorar. Pero así es, qué le vamos a hacer.

Ann Dorland se echó a reír.

—Eso está mejor —dijo Wimsey—. Mire, lleva tiempo dándole vueltas al asunto y lo está exagerando. Seamos prácticos y espantosamente prosaicos. ¿Es por un niño?

—¡Oh, no!

—Pues eso está muy bien, porque los niños, aunque sin duda son estupendos a su manera, exigen mucho tiempo y resultan caros. ¿Chantaje?

—¡No, por Dios!

—¡Me alegro! Porque el chantaje lleva más tiempo y resulta más caro aún que los niños. ¿Es algo freudiano, o sádico, o uno de esos modernos entretenimientos, tan populares?

—No creo que usted se inmutase si lo fuera.

—¿Por qué iba a inmutarme? No se me ocurre nada peor, salvo lo que Rose Macaulay denomina «orgías indescriptibles». O una enfermedad, claro. ¿No será lepra, o algo?

—¡Qué cosas tiene! —dijo Ann Dorland, riendo otra vez—. No, no es lepra.

—Bueno, ¿qué hizo ese tipo?

Ann Dorland sonrió débilmente.

—No es nada, de verdad.

No permita el cielo que Marjorie Phelps llegue en este momento, y se lo sonsaco ahora mismo, pensó Wimsey.

—Algo tendrá que haber sido para que esté tan alterada —continuó en voz alta—. No es usted la clase de mujer que se altera por cualquier cosa.

—¿Usted cree? —Se levantó y lo miró a la cara—. Él dijo… dijo que me imaginaba cosas… dijo que tengo obsesión por el sexo. Supongo que usted lo llamaría freudiano, claro —añadió precipitadamente, con un feo rubor en las mejillas.

—¿Eso es todo? —preguntó Wimsey—. Conozco a varias personas que se lo tomarían como un halago… pero es evidente que usted no. ¿Y qué clase de obsesa sexual sugiere él…?

—Pues esas pesadas que rondan las puertas de las iglesias a la caza del coadjutor —estalló, furiosa—. Es mentira. Él… fingió que me quería y todo eso. ¡El muy cerdo…! No puedo contarle las cosas que me dijo… y yo quedé como una tonta…

Había vuelto al sofá y lloraba, derramando raudales de lágrimas grandes, feas, y resoplando sobre los cojines. Wimsey se sentó a su lado.

—Pobre criatura —dijo.

Luego eso era lo que se escondía tras las misteriosas insinuaciones de Marjorie y las pullas de Naomi Rushworth. La chica quería aventuras amorosas, era cierto; quizá las había imaginado. Estaba Ambrose Ledbury. Entre lo normal y lo anormal existe un profundo abismo, pero tan estrecho que la distorsión resulta sencilla.

—Vamos, vamos. —Rodeó los convulsos hombros de Ann con un brazo para consolarla—. Ese tipo… ¿era Penberthy, por cierto?

—¿Cómo lo sabe?

—Pues… por el retrato y muchas más cosas. Las cosas que antes le gustaban y después quiso esconder y olvidar. De todos modos, él es un sinvergüenza por haber dicho algo así, aunque hubiera sido verdad, que no lo es. Lo conocería en casa de los Rushworth, me imagino. ¿Cuándo?

—Hace casi dos años.

—¿Ya le gustaba entonces?

—No. Es que… bueno, me gustaba otro hombre. Un error, también. Era… era uno de esos, ya me entiende.

—No lo pueden evitar —replicó Wimsey con dulzura—. ¿Cuándo se produjo el relevo?

—El otro hombre se marchó, y después el doctor Penberthy… ¡No lo sé! Me acompañó un par de veces a casa y un día me pidió que cenara con él… en el Soho.

—¿Le había hablado usted a alguien del cómico testamento de lady Dormer?

—¡Claro que no! ¿Cómo iba a hacerlo, si no me enteré hasta después de su muerte?

Su reacción parecía auténtica.

—¿Qué pensó? ¿Que el dinero iría a parar a usted?

—Sabía que al menos una parte sí. Mi tía me había dicho que me dejaría en buena situación económica.

—Pero también estaban los nietos.

—Sí, y yo pensaba que les dejaría la mayor parte. Es una pena que no lo hiciera, la pobrecita. Ahora no tendríamos este terrible problema.

—Al parecer, a muchas personas se les va la cabeza a la hora de hacer testamento. Así que era usted una especie de enigma por aquel entonces. ¡Hum! ¿Le pidió esa joya de Penberthy que se casara con él?

—Yo pensaba que sí, pero él dice que no. Hablamos sobre la apertura de su clínica, y yo iba a ayudarlo.

—Y fue entonces cuando se olvidó de la pintura y empezó a leer libros de medicina y a aprender primeros auxilios. ¿Sabía algo su tía del noviazgo?

—Él no quería que se lo dijera. Debíamos mantenerlo en secreto hasta que se encontrase en mejor situación. Temía que pensara que iba detrás del dinero.

—Seguramente así era.

—Dio a entender que me quería —dijo Ann con tristeza.

—Claro, hija mía. Su caso no es único. ¿No se lo contó a ninguna de sus amigas?

—No.

Wimsey pensó que la historia de Ledbury probablemente la habría marcado. Además, ¿las mujeres contaban sus cosas a otras mujeres? Hacía tiempo que lo dudaba.

—Estaban aún prometidos cuando murió lady Dormer, supongo.

—Todo lo prometidos que habíamos estado hasta entonces. Por supuesto, me dijo que el cadáver tenía algo raro. Me dijo que los Fentiman y usted estaban intentando estafarme. Por mí no me hubiera importado; era tanto dinero que no habría sabido qué hacer con él. Pero era importante para la clínica.

—Sí, podrían haber abierto una clínica bastante decente con medio millón. Así que por eso me echó usted de la casa. —Sonrió y reflexionó unos momentos—. Verá, voy a darle un disgusto, pero tarde o temprano tendrá que enterarse —dijo—. ¿Se le ha ocurrido que podría haber sido Penberthy quien asesinó al general Fentiman?

—Yo… bueno, lo había pensado —respondió—. Es que… ¿quién si no? Pero usted sabrá que sospechan de mí.

—En fin,
cui bono?
, y todo eso… Tenían que tenerla en cuenta. Comprenda que han de sospechar de cualquier persona posible.

—Con toda la razón, pero es que yo no lo hice.

—Claro que no. Fue Penberthy. Yo lo veo de la siguiente manera: Penberthy quería dinero; estaba harto de penurias, y estaba seguro de que usted heredaría algo de lady Dormer. Seguramente estaría al tanto de la pelea con el general y esperaba que usted se lo llevara todo, así que empezó a relacionarse con usted. Pero se anduvo con mucho cuidado. Le pidió que no dijera nada, por si acaso, ¿comprende? El dinero podía estar invertido, y entonces usted no hubiera podido dárselo, o quizá lo perdiera usted si se casaba, o podría haberse limitado a una pequeña renta anual, en cuyo caso habría necesitado a alguien con más dinero.

—Pensamos en todas esas posibilidades cuando hablamos sobre la clínica.

—Bien, sí. Y entonces lady Dormer se puso enferma. Un día apareció el general y se enteró de la herencia que iba a recibir. Se acercó a la consulta de Penberthy, medio atontado, y se lo contó todo. ¿No se lo imagina diciéndole: «Tienes que remendarme para que dure un poco más, lo suficiente para que me haga con el dinero»? Eso debió de sentarle como un tiro a Penberthy.

—Sí. Ni siquiera se enteró de lo de mis doce mil libras, ¿sabe?

—¿Y eso?

—Al parecer, lo que el general le dijo fue: «Si aguanto más que la pobre Felicity, todo el dinero será para mí. Si no, será para esa chica, y mis nietos se quedarán con siete mil cada uno». Por eso…

—Un momento. ¿Cuándo le contó eso Penberthy?

—Después… cuando me dijo que debía llegar a un acuerdo con los Fentiman.

—Eso lo explica todo. Ya me preguntaba yo por qué habría cedido usted tan de repente. Entonces pensé que… Bueno, el caso es que Penberthy se entera de esto y se le ocurre la brillante idea de quitar de en medio al general Fentiman. Le da una píldora de efecto retardado…

—Probablemente unos polvos en una cápsula muy dura que tardaría tiempo en digerir.

—Buena idea. Sí, es muy probable. Y entonces, el general, en lugar de ir directamente a casa, como esperaba Penberthy, se va al club y muere allí. Y después Robert… —Explicó detalladamente lo que había hecho Robert, y prosiguió—: De modo que Penberthy estaba en un buen aprieto. Si en su momento hubiera hecho público que el cadáver tenía algo extraño, lógicamente no habría podido extender el certificado, en cuyo caso se habrían practicado la autopsia y un análisis, y se habría encontrado la digitalina. Si se callaba, el dinero podía perderse y se habría tomado tantas molestias para nada. Desesperante para él, ¿no? Así que hizo lo que pudo. Adelantó lo más posible la hora de la muerte, hasta donde se atrevió, y que fuera lo que Dios quisiera.

—Me dijo que creía que alguien trataba de que pareciera más tarde de lo que en realidad había sido. Yo pensé que era usted quien quería tapar el asunto. Y me puse tan furiosa que, claro, le dije al señor Pritchard que quería una investigación en regla y que en ningún caso llegaría a un acuerdo.

—Gracias a Dios que tomó usted esta decisión —dijo Wimsey.

—¿Por qué?

—Ahora mismo se lo explico. Pero Penberthy… No comprendo por qué no la convenció para que llegara a un acuerdo. Así él hubiera estado a salvo.

—¡Claro que lo hizo! Por eso empezó nuestra primera discusión. En cuanto se enteró, me dijo que era tonta si no llegaba a un acuerdo. Yo no entendía por qué lo decía, puesto que él mismo me había asegurado que algo olía mal. Tuvimos una pelea tremenda. Fue entonces cuando le hablé de las doce mil libras que yo recibiría de todos modos.

—¿Y él qué dijo?

—«Yo no sabía eso». Así, sin más. Y entonces se disculpó y dijo que las leyes son tan poco claras que lo mejor sería que me aviniera a dividir el dinero. Por eso llamé al señor Pritchard y le dije que no armara más jaleo. Y después hicimos las paces.

—¿Fue al día siguiente cuando Penberthy… esto… le dijo lo que le dijo?

—Sí.

—Ya. Pues voy a decirle una cosa: que no habría sido tan bruto si no se hubiera asustado. ¿Sabe lo que ocurrió entre medias? —Ann negó con la cabeza—. Hablé con él por teléfono, y le dije que se iba a hacer la autopsia.

—¡Ah!

—Sí, pero escúcheme: ya no tiene por qué preocuparse más por este asunto. Él era consciente de que se descubriría el veneno, y que si se sabía que estaba prometido a usted sería sospechoso. Por eso no perdió tiempo en interrumpir su relación, simplemente en defensa propia.

—Pero ¿por qué de esa forma tan brutal?

—Hija mía, porque sabía que esa acusación sería lo último que una chica como usted le contaría a la gente. Así impidió que usted pudiera reclamar ningún derecho sobre él, lo cual reafirmó al prometerse con la Rushworth.

—No le importó lo mucho que yo sufría.

—Se había metido en un lío de mil demonios —dijo Wimsey, como para disculparlo—. Desde luego, fue algo diabólico, y estoy seguro de que él se siente fatal.

Ann Dorland se retorció las manos.

—He sentido tanta vergüenza…

—Pero ya no, ¿verdad?

—No… pero… —Algo pasó por su cabeza—. Lord Peter, yo no puedo demostrar nada. Todo el mundo va a pensar que estaba confabulada con él, y que nuestra pelea y su compromiso con Naomi fue un montaje para que los dos pudiéramos salir del apuro.

—Es usted muy lista —dijo Wimsey con admiración—. Ahora comprenderá por qué daba gracias a Dios porque usted se hubiera empeñado en que se iniciara una investigación. Pritchard puede demostrar que usted no fue la instigadora.

—Sí, claro… Me alegro. ¡Cuánto me alegro! —Empezó a sollozar, emocionada, y aferró la mano de Wimsey—. Le escribí una carta, al principio de todo esto, diciéndole que había leído algo sobre un caso en el que habían demostrado la hora de la muerte de una persona examinando su estómago, y preguntándole si no se podía desenterrar al general Fentiman.

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