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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (5 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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—Soy Simón de Cirene, de la provincia de Cirenaica. En mi pueblo, hay judíos, pero no, yo no soy de tu fe.

—Sin embargo, vas por el camino de Jerusalén durante la peregrinación. Tus razones no son de mi incumbencia, pero estoy agradecido por ello. Y estoy en deuda contigo. Ahora podría haber estado tirado en la cuneta, apaleado o peor, sin una moneda encima.

—¿Viajas solo? —le preguntó Simón—. La mayoría de los peregrinos van en caravana.

—Las caravanas son caras y yo prefiero dedicar mis pocas y míseras monedas a otros usos. ¿Y qué me dices de ti, a pie y solo?

—Como tú, prefiero no derrochar el dinero, por poco que sea, montando en camello —Simón blandió el bastón—. Esta vara es suficiente compañía.

Dimas sonrió.

—Quizá no sea tan robusto como ese bastón, aunque mi exaltado hermano menor cree que soy de madera, pero me atrevo a decir que, al menos, soy tan bueno como conversador.

Ya que seguimos el mismo camino, ¿por qué no vamos juntos? No solo por motivos de seguridad, sino por compañía, porque tengo la sensación de que hoy he hecho un nuevo amigo.

Dimas bar-Dimas tendió su mano. Con una amplia sonrisa, Simón agarró el antebrazo del joven en un gesto de amistad y continuaron juntos su camino.

José Caifás mojó el pan en un plato de aceite de oliva y puso encima un pedazo de queso de cabra. Tomó un bocado, lo acompañó con agua, con el deseo de que fuese vino, a sabiendas de que debía esperar hasta que se emitiera un veredicto en el caso que lo ocupaba.

La Cámara de la Piedra Tallada era un caos de ruidos cuando los que pedían la condena como los que pedían la absolución se gritaban mutuamente sus preguntas y argumentos. Estaban presentes cuarenta y siete de los setenta y un miembros del Sanedrín, el consejo supremo y tribunal de justicia de los judíos. Superaban con mucho el quórum de veintitrés, exigido para que el
Beit Din
, o tribunal de justicia, emitiera un veredicto en una causa penal. Se sentaban en un hemiciclo, de manera que todo el mundo podía ver a los demás mientras defendían sus posturas.

Caifás parecía estar prestando poca atención a los procedimientos, que se habían desarrollado sin problemas al principio, cuando los miembros manifestaban sus opiniones por orden de edad, del más joven al más anciano. Sin embargo, las opiniones habían ido subiendo de tono hasta que desapareció todo vestigio de orden. Caifás miraba imperturbable, esperando hasta terminar su ligera comida, antes de acabar, por fin, levantando la mano. Como sumo sacerdote del Sanedrín, pidió respeto y atención de todos los miembros y su señal impuso el silencio al instante, mientras todos los que se habían levantado durante el debate tomaban asiento.

Caifás se acercó a los labios un paño de lino, después lo dobló con cuidado, poniéndolo en su regazo. «He escuchado atentamente a ambas partes en esta cuestión», comenzó. «Entre vosotros, hay quienes perdonarían a los zelotes porque sus actos de asesinato y revuelta son para acabar con la opresión a la que Roma somete a nuestro pueblo. Pero estamos aquí para decidir una cuestión de leyes y no para validar motivos. En consecuencia, como súbditos de Roma, estamos obligados por sus leyes en todo lo que no se oponga a la ley de Dios. Hacer lo contrario no solo sería provocar la ira de Roma, sino la de nuestro Señor».

Caifás hizo una pausa para impresionar, mirando a cada uno de los miembros del consejo, hasta que todos los ojos estuvieron fijos en él.

«Por ley, cuando otorguéis vuestro voto, solo debéis tener en cuenta los hechos pertinentes. La cuestión es sencilla: ¿Este preso, como los dos anteriores, cometió el acto por el que está siendo juzgado? Habéis oído e interrogado a testigos que han jurado que lo hizo y nadie ha llegado después poniendo en duda su testimonio. Como sumo sacerdote, pongo fin a esta discusión y pido vuestro voto».

Llamaron a dos funcionarios y comenzó la votación en el juicio de Dimas de Galilea, un zelote acusado de ser miembro de los sicarios, un grupo secreto que utilizaba pequeñas dagas o
sicae
para asesinar a judíos sospechosos de colaborar con Roma. Aunque la condena requería una mayoría de dos votos, la absolución solo exigía la mayoría de uno. Se otorgaba cierta ventaja al acusado porque la pena, en caso de que se le considerara culpable, era la capital.

A medida que eran llamados los jueces, cada uno entregaba su veredicto del modo prescrito por la ley:

—Yo, Rosadi, voté a favor de la condena y mantengo mi voto.

—Yo, Dupin, voté a favor de la absolución, pero ahora voto por la condena.

Treinta miembros votaron a favor de la condena y diecisiete a favor de la absolución. Cuando se anotaron debidamente los votos en el registro oficial, Caifás declaró culpable al preso y ordenó a los funcionarios que presentaran su nombre, junto con los de Gestas y Barrabás, al prefecto romano para su ejecución.

Dimas bar-Dimas subió a una gran roca y miró con cierto aire de suficiencia la muralla oriental de la ciudad. La puesta de sol marcaba el principio de la Pascua y los fieles habían acudido a millares a Jerusalén para la más sagrada de las semanas. Podía ver a centenares de peregrinos reunidos en la Puerta Dorada. Muchos acababan de finalizar su agotador viaje y atravesaban en tropel la puerta hacia el interior de la ciudad. Sin embargo, un número igual de gente empleaba los últimos minutos antes de la puesta de sol en hacer negocios con los comerciantes que habían establecido sus tenderetes fuera de la muralla. Se vendía de todo, desde comida y bebida para el cansancio del viaje hasta mantos rituales para la oración y palomas sacrificiales para el culto en el templo.

Dimas bajó de la roca y se acercó a Simón, que permanecía de pie inclinado sobre el bastón.

—Apuesto que no hay una cama libre en toda la ciudad —dijo—. ¿Por qué no vienes conmigo esta noche y te ocupas de todo eso por la mañana?

—Solo sería posponer lo inevitable —replicó Simón, nada entusiasmado ante la perspectiva de enfrentarse a las aglomeraciones de la multitud—. Ha sido un placer viajar contigo, Dimas, pero ahora debo atender los asuntos que me han traído a Jerusalén.

—Pero casi se ha puesto el sol. No encontrarás a ningún romano en condiciones de negociar contratos de aceite de oliva ni a hombres de negocios dispuestos a romper la Pascua para atenderte.

—Es cierto, pero… —dudando, Simón movió la cabeza con incertidumbre.

—¿Tanto te cansa mi compañía que estás dispuesto a marcharte? —al ver que le había provocado una leve sonrisa, Dimas lo aprovechó—. Ven al jardín. Te sentirás como en casa acampando bajo un dosel de ramas de olivo. Y quizá esté el Rabí. Pasa mucho tiempo allí.

—Me gustaría conocer a este maestro vuestro, así como a sus otros amigos, pero…

—En realidad, no son amigos; más bien compañeros de viaje.

—¡Ah!, por lo visto tú atraes a compañeros en cualquier camino por el que viajes.

—Es el Rabí —dijo Dimas—. Tiene una forma de reunir a la gente… incluso a la más insólita.

—¿Como a un comerciante cireneo de aceite de oliva y a un peregrino de Galilea?

—Exactamente.

—Pero es que yo no soy un hombre religioso… no un buscador como tú. Ahora me preocupa más dar de comer a mi familia en esta vida que en la otra.

—¿Qué me dices de dar de comer a tu panza? Llevas quejándote de que tienes hambre toda la tarde y seguro que mis amigos tienen una olla de bienvenida en el fuego. Son buenas personas, sencillas… pescadores y agricultores como tú.

—Si son amigos tuyos, me sentiré muy honrado de reunirme con ellos —Simón le dio a Dimas unas palmadas en la espalda—. Veamos ese jardín vuestro.

—Getsemani —dijo Dimas, asintiendo con anticipación mientras conducía a su amigo, saliendo del camino principal y atravesando un campo hacia el Monte de los Olivos.

Capítulo 5

A
l entrar en Getsemaní, Simón detuvo bruscamente a Dimas bar-Dimas agarrándole la manga de la túnica. —Ese es el Rabí, ¿no? —preguntó Simón, señalando con la cabeza a los hombres sentados en torno a una hoguera al fondo del olivar.

Dimas oyó una conversación ligera y de buen humor, pero no podía decir de qué hablaban. Después, el fuego se avivó lo suficiente para distinguir el rostro del único del grupo que estaba de pie.

—Sí, ese es… Jesús de Nazaret —dijo—. Los otros son sus discípulos.

—¿Discípulos? —preguntó Simón, evidentemente confundido por el comentario—. Creía que eran compañeros, no seguidores. ¿Quién es exactamente este nazareno?

—Un maestro al que algunos proclaman como el Mesías —respondió Dimas de modo un tanto desapasionado, como si narrara un elemento de un hecho histórico—. Pero hay también quienes dicen que es un falso profeta, un blasfemo.

—¿Y

quién dices que es?

Dimas reflexionó un momento. Después contestó.

—He visto curaciones y otros milagros de sus manos y creo que es un hombre en quien habita el espíritu de Dios.

—¿Qué clase de hombre reivindicaría para sí el espíritu de Dios? —preguntó Simón.

—El no hace eso, sino que habla a todos los que quieran escucharlo del amor a Dios y al prójimo.

—Muchos profetas, reales y falsos, han dicho lo mismo.

Dimas sonrió y levantó el dedo.

—¡Ah!, ¿pero también predican que debemos amar a nuestro enemigo?

—¿Amar a nuestro enemigo? —se burló Simón—. ¿Incluso a los ladrones que te atacaron en el camino?

—Especialmente a ellos. Y, si nos golpearan, tenemos que poner la otra mejilla para que nos peguen otra vez. Eso es el amor verdadero.

—Vi poco amor entre aquellos individuos del camino y tú —dijo Simón, riéndose.

—No es fácil poner en práctica todo lo que enseña, pero quienes lo escuchan y tratan de seguir sus preceptos se transforman para siempre —declaró Dimas—. ¿Te gustaría encontrarte con él?

—¿Un hombre que quiere que ame a mis enemigos? —Simón se frotó sus grandes manos en el pecho, como si no estuviesen limpias y después las abrió mostrándolas—. Estas manos han despachado a muchos enemigos. ¿Qué pasa si Jesús no me considera digno?

Dimas se rió.

—Seas rico o pobre, mendigo o ladrón, pecador o saduceo, Jesús de Nazaret te recibirá con los brazos abiertos. Dice que está construyendo un templo con las piedras que desecharon los arquitectos, y me atrevo a decirte que yo también te apoyo. Ven… te aseguro que le gustarás.

«
… ¿Y
qué hace el Rabí? Alimenta a miles de personas con solo cinco panes y dos peces», estaba diciendo un discípulo cuando Simón de Cirene se acercó a la hoguera. «Algunos dirán que es un milagro, pero el pescado era mújol». Quien hablaba movió el dedo índice y frunció el ceño mostrando su desaprobación. «No era una carpa, sino mújol, tan repulsivo que sería difícil coger uno para alimentar a una multitud». Su comentario provocó un coro de risas.

Simón esperaba que el Rabí fuese mayor y de aspecto más serio y le sorprendió ver a Jesús riéndose a carcajadas como los demás.

—Andrés —dijo el Rabí, acercándose a la luz—, tu apetito es tan prodigioso que, si el chico hubiese traído una carpa, me temo que te la hubieses comido entera, aunque los demás pasaran hambre, sin ceder a la generosidad.

—Creo que el Maestro conoce a mi hermano demasiado bien —dijo un hombre grande mientras los demás se reían con la ocurrencia.

Precisamente entonces, Jesús se percató de los dos hombres que se acercaban y los llamó.

—Bar-Dimas … ¡cuánto me alegro de verte! Y has traído a un amigo.

—Maestro, este es Simón de Cirene —dijo Dimas; después se volvió a Simón—. El del buen apetito es Andrés, su hermano y compañero pescador es Pedro y ese tipo alto de allí es Juan. Los demás se presentarán ellos mismos, si quieren. Ten cuidado; son gente dejada, descontenta —acompañó sus palabras con una sonrisa.

En realidad, pensó Simón, el grupo parecía un tanto desharrapado, con el pelo largo y descuidado, sus ropas de paño sencillo y raído, sus delgadas sandalias cuarteadas y cubiertas de polvo. O bien habían hecho un largo viaje o no les preocupaba la impresión que pudieren dar.

Sin embargo, aunque el grupo no era muy diferente de los ladrones que habían atacado a Dimas o, quizá, de los ascetas que se llamaban a sí mismos esenios y llevaban una existencia salvaje en el desierto, el que llamaban «Maestro» tenía algo diferente. Como los otros, sus toscos rasgos semíticos habían quedado bruñidos por largas horas al sol, pero había en él otra luz que no era un mero reflejo de la hoguera. Sus ojos resplandecían positivamente con una calidez que disipaba el hambre que Simón había estado sintiendo toda la tarde.

Apartando su mirada de aquellos ojos profundos, encantadores, Simón miró alrededor del grupo y se percató de la espada corta al costado de Pedro.

—¿Vas armado?

—Muchos quieren hacer daño al Rabí —explicó Pedro, toqueteando la empuñadura con sus enormes manos de pescador—. Si lo hacen, tendrán que vérselas conmigo.

—Pero, ¿no tenemos que amar a nuestro enemigo —replicó Simón, recordando las palabras de Dimas—, amarlo hasta la muerte?

La ocurrencia desencadenó una oleada inmediata de risas, mientras varios hombres hacían señas a Simón para que ocupara un lugar en el grupo. Cuando el cireneo se sentó en el suelo entre Dimas y Pedro, el pescador tocó el brazo de Simón y le dirigió una compungida sonrisa.

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