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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (28 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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Se detuvo abruptamente, viendo sus miradas de desaprobación y recordando que se suponía que no debían mencionar en voz alta los nombres de las que serían sus víctimas.

Bajando la voz hasta casi un susurro, continuó:

—Estos dos son incircuncisos, impuros y negros como la noche. ¿Cómo se atreven a venir a Jerusalén y predicar el evangelio del falso profeta?

—Pero matar a alguien que no te hace daño… es algo difícil de hacer —dijo Tibro—. No es una acción que se pueda tomar a la ligera.

—Si sus muertes sirven a Dios y a nuestro pueblo, no es difícil —insistió Kedar.

—Pero, ¿es esa la voluntad de Dios o solo la voluntad del Sanedrín? —continuó Tibro.

—El Sanedrín habla en nombre de Dios —dijo Kedar.

—Sí, supongo que es cierto —asintió Tibro.

—Sin embargo, ¿tú lo desafiarías?

Los ojos de Tibro brillaron de ira contra el hombre mayor.

—¿Cuándo he desafiado yo una orden directa del Sanedrín? Yo cumpliré sus deseos, aunque pueda cuestionar su acierto.

—¿Estás pensando en tu hermano? —dijo Menahem, en un tono más suave, como si tratara de suavizar las cosas entre aquellos dos tozudos— sé que Dimas es cristiano.

—No lo he visto ni he sabido de él desde hace años.

Kedar frunció el ceño.

—Le salvaste la vida en Éfeso con riesgo de la tuya y, ¿cómo te lo devuelve? Yendo a Roma, no a combatir contra los romanos, sino a divulgar su falsa doctrina.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —preguntó Menahem.

—Hace diez años, en Éfeso.

—Eso es mucho tiempo. Quizá haya visto el error de su trayectoria. Quizá haya abandonado a su falso profeta y…

—Si crees eso, no conoces a mi hermano —dijo Tibro—. No estoy de acuerdo con Dimas, pero sé que es un hombre de principios y valiente. Si ha aceptado a este hombre, Jesús, como su Señor, le será fiel hasta el día de su muerte.

—No veo ningún problema en matar a los blasfemos —dijo Shimron, acariciando la escasa barba que pugnaba por crecer—. Pero no me gusta la idea de tirar sus cuerpos en el templo. ¿Por qué profanar un lugar sagrado con los cuerpos de los impuros? ¿Por qué no dejarlos donde caigan?

—No —dijo Tibro—. Si tenemos que hacer esto, debe servir para un fin superior. Dejarlos donde caigan sería poco más que un asesinato, pero llevar sus cuerpos al templo, no al interior, al suelo sagrado, sino a los muros exteriores, servirá de aviso a otros que abandonen la fe. Y eso también justificará las muertes, porque todos saben que la muerte es la pena para cualquier no judío que profane el templo.

—Tibro —susurró Kedar, señalando con la cabeza hacia la puerta.

Tibro se volvió y vio a un hombre que llevaba una faja azul y un turbante de tela basta de color marrón, la señal previamente acordada para reconocerse. Cuando el hombre miró alrededor del salón, Tibro intercambió su jarra con la de Kedar. Al reconocer la señal de respuesta, el hombre del turbante se acercó a la mesa.

—La gracia de Dios esté con vosotros —dijo.

—Y su protección contigo —respondió Tibro.

De pie, al lado de Tibro, el hombre buscó dentro de su túnica y sacó un pequeño manuscrito.

—Aquí está todo lo que necesitas saber —dijo, entregándoselo.

—Has hecho el trabajo de Dios —dijo Tibro mientras desataba el cordón que rodeaba el manuscrito.

—Sí, así lo creo.

Había algo en el tono del hombre, una seguridad y una arrogancia que hizo que Tibro lo mirase, pero ya se había vuelto y se encaminaba entre las mesas hacia la puerta.

—¿Qué es? —preguntó Shimron.

Tibro estudió el documento; después asintió con aspecto sombrío.

—Dice dónde encontrar a los hombres que buscamos, el lugar de la casa y la habitación en la que se alojan.

—¿Cuándo vamos? —preguntó Menahem.

—Ahora mismo —replicó Tibro, echando hacia atrás su silla y levantándose. Dejó una moneda sobre la mesa; después encabezó el grupo hacia la calle.

—Atrás —susurró Tibro, levantando el brazo.

El y sus tres compañeros se deslizaron por un callejón en penumbra. Dos soldados romanos, con su atuendo de guerra y espadas ceñidas a las caderas, entraban y salían de los rayos de luz que proyectaban las ventanas de las casas que flanqueaban la calle. Uno rió en voz alta algún comentario del otro.

Tibro esperó en silencio hasta que desaparecieron; después, hizo una seña a sus amigos para que lo siguieran y salieran del callejón.

—Estamos ya muy cerca —dijo, mientras seguía adelante.

Unos cien metros más adelante, Tibro entró en otro callejón, alumbrado solo por el brillo de la luna. Cuando se acercaban al edificio que estaba al final del callejón, un gato maulló y saltó ante ellos; después, corrió hacia la oscuridad. Los cuatro hombres dieron un salto por puro reflejo.

Kedar se rió entre dientes.

—Menudos sicarios somos; nos asusta un gato.

—Calla —susurró Tibro, señalando una serie de oscuros peldaños que estaba ante ellos—. Este es el lugar.

—¿Cómo entramos?

—El mensaje decía que nunca está cerrada con cerrojo —replicó Tibro. Cuando llegó al pie de los peldaños, miró a los otros; después, sacó su cuchillo y lo levantó; la hoja brillaba a la luz de la luna—. ¡Muerte a los cristianos infieles! —declaró.

Repitiendo la invocación, los demás sacaron sus dagas y unieron sus hojas. Sin quererlo, los cuchillos formaron una cruz, la señal que un día simbolizaría la misma secta que querían destruir.

Los cuatro hombres subieron los peldaños hasta la puerta trasera. Tibro la abrió y se deslizaron al interior. Un único farol parpadeante iluminaba apenas el estrecho pasillo.

—Es la última habitación —susurró Tibro, y avanzaron en silencio.

Estaban a medio camino de la puerta cuando se abrió y varios hombres armados salieron al pasillo.

—¡Es una trampa! —gritó Shimron.

—¡Atrás! —gritó Tibro, pero era demasiado tarde, porque más hombres armados salían de una habitación situada tras ellos, cortándoles la retirada. Los cuatro zelotes se encontraban atrapados en el estrecho pasillo, con cristianos armados a ambos lados.

Entre gritos de ira y miedo, los cristianos se acercaron a los zelotes. Tibro apuñaló a uno de los atacantes; después volvió la hoja de su cuchillo hacia arriba, de manera que, cuando el hombre cayera, la hoja agrandara la herida. Sintiendo que la sangre caliente del hombre corría por la empuñadura y le llegaba a la mano, Tibro se dio la vuelta para alcanzar a otro de los atacantes. A su lado, Shimron caía de rodillas, con una herida abierta en el vientre; después, Kedar y Menahem cayeron bajo las espadas de los cristianos. Cuando Tibro estaba mirando a Menahem, sintió el dolor abrasador de la herida de una puñalada en el muslo. Alguien lo derribó y después saltó sobre él con una daga levantada para asestarle un golpe mortal.

—¡No! ¡No lo mates!

La profunda voz reverberó en el estrecho pasillo y produjo un efecto inmediato en el hombre que estaba sobre Tibro, que alejó su daga. Tibro trató de zafarse, volviéndose para ver a quien había intervenido y le había salvado la vida, pero se encontró con una despiadada patada de uno de los otros hombres. Un segundo golpe le alcanzó la cabeza y todo se volvió negro.

Capítulo 30

T
ibro bar-Dimas trataba de abrir los ojos, de salir de la oscuridad que lo envolvía. Poco a poco empezó a oír sonidos, ver sombras y figuras que se movían a su alrededor. Una voz, profunda y tranquilizadora, le llamó.

—¿Dimas…? ¿Estás bien? ¿Dimas?

Tibro sintió que alguien le daba palmaditas en la mejilla y se obligó a abrir los ojos, parpadeando a la luz del farol.

—¿Dimas? ¿Qué haces aquí?

Las figuras comenzaron a tomar forma y Tibro vio que quien le hablaba, que estaba inclinado sobre él, era tan grande y tenía un aire tan superior como su voz; su piel era negra como la noche.

—D… D… Dimas —tartamudeó Tibro— es mi hermano.

El hombre se acercó más y movió la cara de Tibro de un lado a otro. Poco a poco, empezó a asentir; después se levantó y se volvió a los otros.

—Traedlo a la sala de reuniones.

Tibro sintió que unas manos fuertes le aferraban los brazos y las piernas, lo levantaban del suelo y lo llevaban por el pasillo y a través de una puerta. Allí lo apoyaron de un modo nada ceremonioso en una gran silla situada entre otras sillas y bancos frente a lo que parecía un altar improvisado. Cuando echó un vistazo alrededor del gran salón, carente de adornos, se dio cuenta de que era una versión más pequeña de la iglesia que había visitado en Éfeso.

El gran hombre negro, que parecía ser el líder de estos cristianos, giró una de las sillas para ponerla de cara a Tibro y luego se sentó.

—¿Te encuentras muy mal? —le preguntó, señalando el profundo corte en el muslo de Tibro. Como Tibro no respondía, se volvió a uno de los otros y dijo—: Venda su herida.

—Pero es un zelote. Venía a hacernos daño.

—Es uno de los que mataron a Aarón —dijo otro.

—Conozco a este hombre. No volverá a hacernos daño. Es el hermano de Dimas, a quien todos conocemos por ser un fiel seguidor de Cristo. Mira su herida —volviéndose hacia Tibro, le dijo—: Tú no me recuerdas, ¿verdad? —sus labios se curvaron en una sonrisa—. Nos hemos visto antes, Tibro.

Los ojos de Tibro se abrieron del todo al oír al hombre llamarlo por su nombre.

—¿De qué me conoces?

—Haz memoria, amigo mío, y recordarás cuándo nos conocimos.

Uno de los cristianos llevó una palangana con agua, un poco de gasa y un ungüento balsámico y empezó a curar la cuchillada. Tibro hizo un gesto de dolor cuando el hombre limpió la herida, pero no se movió ni gritó, centrándose en el extranjero que decía conocerle.

—Ya recuerdo —dijo finalmente Tibro, asintiendo mientras examinaba al hombre. Habían pasado tres décadas, por lo que tendría unos sesenta años, pero no parecía tener más de los cuarenta y nueve de Tibro—. Tú eres Simeón, ¿no? Estabas con mi hermano cuando crucificaron a Jesús. Tú cargaste con la cruz por él.

—Sí, salvo que mi nombre es Simón —acercó un poco más su silla y miró a Tibro durante un largo rato; después, preguntó—: ¿Por qué viniste aquí esta noche?

Tibro suspiró.

—Me parece que sabes por qué estoy aquí —replicó—. Deben de haberte advertido de que venía; si no no hubieseis estado esperando.

—Sí, sabíamos que vendría alguien —admitió Simón.

Tibro iba a preguntar cómo lo habían descubierto cuando se dio cuenta de que uno de los del grupo era el mismo hombre que le había entregado las instrucciones en la taberna.

—Tú —dijo al mensajero—. ¿Tú nos traicionaste? ¿Te aliaste con los infieles que profanan al único Dios?

—Siguiendo al Hijo de Dios, servimos al único Dios verdadero —dijo el hombre decididamente.

Tibro movió la cabeza. Por su trato con su hermano, sabía que a los auténticos creyentes no se los disuadía fácilmente de su nueva fe. Cuando miró alrededor, al resto del grupo, se percató de la presencia de dos jóvenes negros que se parecían mucho a Simón. Sin duda, ellos eran quienes iban a ser las víctimas de Tibro, Rufo y Alejandro.

Los dos hombres devolvieron la mirada a Tibro. Sus caras estaban crispadas por la misma ira que parecía invadir a todos menos a Simón. Solo él miraba a Tibro con lo que parecía ser una auténtica compasión e incluso amor. Por fortuna para Tibro, era obvio que Simón era quien mandaba y gracias a eso el zelote no temía por su vida.

—Querías matar a mis hijos, ¿no es así? —preguntó Simón, señalando a los dos jóvenes.

Tibro se dio cuenta de que Simón descubriría cualquier mentira, por lo que declaró:

—Sí, veníamos a matar a Rufo y a Alejandro.

—¿Por qué? ¿Qué daño te han hecho?

—Blasfeman ante Dios y eso ya es suficiente —replicó Tibro—. Aún peor, vienen como extranjeros a nuestra ciudad y apartarían a nuestros fieles de Dios.

—Pero todos adoramos al mismo Dios —dijo Simón—. ¿No puedes comprender eso?

—Vosotros seguís a un falso profeta y os atrevéis a declararlo Hijo de Dios.

—Si las enseñanzas de Jesús nos enseñan a amar a Dios, ¿cómo puede ser un falso profeta?

—¡Ya es suficiente! —exclamó Tibro, levantando la mano—. Yo solo sé que Dios es Dios.

—Entonces no tenemos ningún argumento —respondió Simón.

Ahora, la herida de Tibro estaba limpia, había sido tratada con bálsamo y vendada.

—Levántate. Mira si puedes andar —dijo Simón.

Tibro se levantó y, con cautela, dio unos pasos. Aunque la pierna le dolía, podía andar.

Otro hombre entró en la habitación y anunció:

—Simón, hemos retirado los cuerpos, como ordenaste.

—¿Qué habéis hecho con mis hermanos? —preguntó Tibro—. Deben ser llevados a sus familias para que sean enterrados adecuadamente.

—Tú ibas a tirar a mis hijos en el patio del templo, ¿no? —preguntó Simón—. Habrían sido enterrados en el Campo del Alfarero, con todos los que consideráis impuros.

Tibro no podía negar la verdad de las palabras de Simón.

—No te preocupes, Tibro; nosotros no somos así. Tus amigos serán llevados adonde pueda encontrarlos el Sanedrín.

—¿Y qué vais a hacer conmigo? Espero que no creáis que porque me hayáis salvado la vida me uniré a vuestro movimiento. Yo nunca seré cristiano.

—Bien.

Tibro alzó las cejas.

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