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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

El Árbol del Verano (4 page)

BOOK: El Árbol del Verano
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—Esos cinco —dijo por fin sin dejar de mirar por la ventana—, ¿a dónde los voy a llevar? ¿Tengo derecho?

El enano no contestó.

Poco después, Loren habló de nuevo, casi para sí mismo:

—Omití demasiadas cosas.

—Cierto.

—¿Hice mal?

—Quizá. Pero tú rara vez te equivocas en estas cosas. Y tampoco Ysanne. Si crees que se los necesita…

—Pero ¡no sé para qué! ¡No sé cómo! Son sólo sus sueños y mis premoniciones.

—Entonces confía en ti mismo. Confía en tus premoniciones. La chica es un anzuelo, y el otro, Paul…

—Ese es otra cosa, pero todavía no sé qué.

—Seguramente algo. Has estado preocupado durante demasiado tiempo; y creo que con razón.

El mago se dio la vuelta para mirar a su compañero.

—Me parece que estás en lo cierto. Pero, Matt, ¿quién pudo seguirnos hasta aquí?

—Alguien que quiere que fracases; lo cual ya debería indicarnos algo.

Loren asintió con aire abstraído.

—Pero, ¿quién? —continuó diciendo sin quitar los ojos de la piedra verde del brazalete que el enano todavía sostenía en su mano—. ¿Quién ha podido poner en manos de un svart alfar un tesoro tan valioso?

El enano contempló la piedra largo tiempo antes de responder.

—Alguien que desea tu muerte —dijo por fin Sören.

Capítulo 2

Las chicas tomaron en silencio un taxi para regresar al apartamento que compartían junto a High Park. Jennifer, que conocía muy bien a su compañera de piso, decidió no ser la primera en hablar de lo que les había sucedido aquella noche, de lo que ambas parecían haber entendido más allá de las palabras del anciano.

Mientras el taxi torcía por la avenida del parque, luchaba con sus contradictorias emociones y escrutaba las sombras de los árboles que iban deslizándose a su derecha.

Cuando bajaron del coche, la brisa de la noche les pareció demasiado fría para aquella estación del año. Jennifer miró un instante los árboles que, a lo largo de la avenida, susurraban dulcemente.

Ya en casa sostuvieron una larga conversación acerca de las distintas posibilidades y de lo que debían o no debían hacer, cosas que ninguna de las dos hubiera podido profetizar.

Dave Martyniuk rehusó el ofrecimiento de Kim de compartir el taxi y caminó más de un kilómetro hasta su piso en Palmerston. Andaba deprisa porque la cólera y la tensión apresuraban su paso. «Reniegas de la amistad con demasiada rapidez», había dicho el anciano. Dave frunció el entrecejo y aceleró el paso. ¿Qué sabía él de eso?

El teléfono empezó a sonar en cuanto puso la llave en la cerradura de la puerta de su casa.

—¿Diga? —contestó al sexto timbrazo.

—Estarás satisfecho de ti mismo, estoy seguro.

—¡Diablos, papá! ¿Qué quieres a estas horas?

—Delante de mí, haz el favor de no blasfemar. Eres incapaz de hacer algo que nos proporcione satisfacción, ¿verdad?

—No sé de qué diablos me estás hablando.

—¡Vaya manera de hablar! ¡Qué poco respeto!

—Papá, no tengo tiempo ahora para discusiones.

—Sí, disimula. Esta noche fuiste a la conferencia como invitado de Vincent. Y luego te marchaste con el hombre con quien más le interesaba hablar a tu hermano. ¡Y ni siquiera se te ocurrió decirle que fuera con vosotros!

Dave dio un suspiro de alivio. Su callada cólera dejaba paso a un sentimiento de enfado ya familiar.

—Papá, créeme, no sucedió así. Marcus se marchó con esos conocidos míos precisamente porque no estaba con ánimo de hablar con académicos como Vincent. Y yo sólo me fui con ellos.

—Sólo te fuiste con ellos —repitió su padre con su marcado acento ucraniano—. Eres un mentiroso. Tus celos te devoran…

Dave cortó la comunicación y dejó descolgado el teléfono. Se quedó mirándolo con expresión furiosa como si quisiera comprobar que no volvería a sonar.

Se despidieron de las muchachas y contemplaron cómo Martyniuk se internaba en la oscuridad.

—Es hora de tomar un café, amigo mío —dijo Kevin con animación—. Tenemos mucho de qué hablar, ¿verdad?

Paul titubeó y esos momentos de indecisión hicieron añicos el buen humor de Kevin.

—No puedo esta noche, Kevin. Tengo cosas que hacer.

Kevin se sintió dolido y estuvo a punto de evidenciarlo.

—¡Bien! —se limitó a decir sin embargo—, buenas noches, a lo mejor nos vemos mañana. —Se volvió con brusquedad y atravesó la calle en dirección a la farola junto a la que había aparcado su coche. Condujo hacia su casa deprisa a través de las calles silenciosas.

Era más de la una cuando enfiló por el camino de acceso a la casa, de modo que entró con el mayor sigilo posible y corrió el cerrojo con sumo cuidado.

—Estoy despierto, Kevin. Todo va bien.

—¿Qué haces levantado a estas horas? Es muy tarde, Abba —se dirigía a su padre utilizando el nombre hebreo, como siempre había hecho.

Sol Laine, sentado en la cocina con pijama y bata, levantó una ceja con aire burlón mientras Kevin se acercaba.

—¿Es que necesito permiso de mi hijo para trasnochar?

—¿Y quién te lo iba a dar si no? —respondió Kevin dejándose caer en una de las sillas.

—¡Buena respuesta! —dijo el padre—. ¿Quieres té?

—¡Buena idea!

—¿Qué tal la conferencia? —preguntó Sol mientras esperaba a que hirviera el agua de la tetera.

—Bien, realmente muy bien. Luego tomamos unas copas con el conferenciante.

Kevin decidió contarle a su padre parcialmente lo que había sucedido, pero sólo parcialmente. Padre e hijo acostumbraban desde siempre protegerse uno a otro, y Kevin sabía que Sol no podría entender aquello. Deseaba que no hubiera sido así; le habría gustado, pensó con cierta amargura, tener a alguien con quien poder hablar de lo sucedido.

—¿Jennifer está bien? ¿Y su amiga?

La amargura de Kevin desapareció bajo una oleada de amor hacia aquel viejo que sólo lo tenía a él. Sol nunca había podido hacer compatible su ortodoxia con la relación de su hijo y la católica Jennifer, aunque se reprochaba a sí mismo por no poder hacerlo. Sin embargo, durante su corta relación, y también después, había considerado a Jennifer como una joya de inmenso valor.

—Está bien. Te manda recuerdos. Kim también está muy bien.

—¿Y no estaba Paul con vosotros?

Kevin parpadeó.

—Oh, Abba, eres demasiado agudo para mí. ¿Por qué dices eso?

—Porque de haber estado, habrías ido a dar una vuelta con él después, como sueles hacer siempre. No habrías vuelto todavía y yo estaría bebiendo mi té solo, completamente solo. —El centelleo de sus ojos desmentía cualquier presunción de lúgubres sentimientos.

Kevin había acompañado con risas las palabras de su padre, pero éstas cesaron de golpe al captar cierto tono de amargura.

—No se encuentra demasiado bien. Pero parece que soy el único que se pregunta por qué. Creo que me estoy convirtiendo en un grano en el culo para él. Y no me gusta.

—A veces —dijo su padre, llenando los vasos de cristal con los soportes de metal al estilo ruso— un amigo tiene que serlo.

—Nadie parece darse cuenta de que algo va mal. Sólo comentan que hay que dar tiempo al tiempo.

—Y tienen razón, Kevin.

Kevin esbozó un gesto de impaciencia.

—Ya lo sé. No soy ningún estúpido. Pero lo conozco, lo conozco muy bien, y él… Hay algo más en este asunto y no sé qué es.

Su padre permaneció callado unos momentos y por fin preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace?

—Diez meses —contestó Kevin sin titubear—, el pasado verano.

—Ah —Sol sacudió su cabeza todavía hermosa—. ¡Qué cosa tan terrible!

Kevin se inclinó hacia adelante.

—Abba, Paul está encerrándose en sí mismo; se aisla de todos. Tengo miedo de lo que pueda suceder y no puedo aparentar que no me preocupa.

—¿No estás siendo muy pesimista? —le preguntó Laine con voz suave.

Su hijo se arrellanó en la silla.

—Quizá —dijo; y su padre se dio cuenta de que le costaba responder—. Pero es doloroso, Abba, ver que siempre está dándole vueltas.

Sol Laine, que se había casado tarde, había perdido a su esposa víctima de un cáncer cuando Kevin, su único hijo, tenía cinco años. Miró a su hijo, joven y bien parecido, con una punzada en su corazón.

—Kevin —le dijo—, debes aprender, y sin duda te resultará duro, que a veces no se puede hacer nada. Simplemente no puedes.

Kevin acabó su té. Besó a su padre en la frente y se fue a la cama en un estado de tristeza nuevo para él y con una sensación de angustia que nunca había experimentado.

Se despertó una vez durante la noche, pocas horas antes de que Kimberly hiciera lo propio. Buscó la libreta de notas que guardaba junto a su cama, escribió unas líneas y volvió a dormirse. «Somos el resultado de nuestros anhelos», había escrito. Kevin era compositor de canciones, no un poeta, y nunca llegó a aprovechar estas palabras.

Paul Schafer volvió también caminando a su casa, que estaba hacia el norte de la avenida Road, dos manzanas más allá de Bernard. Su paso era más lento que el de Dave y su manera de andar no traslucía ni sus pensamientos ni su estado de ánimo. Llevaba las manos en los bolsillos y, de vez en cuando, allí donde las luces de los faroles se hacían más débiles, miraba los pedazos desgarrados de las nubes que unas veces ocultaban y otras dejaban ver la Luna. Sólo a la puerta de su casa su rostro se volvió más expresivo. Fue sólo un momento de indecisión, como quien duda entre irse a dormir o dar una vuelta a la manzana.

Schafer entró en la casa y abrió la puerta de su piso. Encendió la luz de la sala de estar, se sirvió una bebida y se la llevó hasta un cómodo sofá. De nuevo su pálida cara bajo su melena oscura carecía de toda expresión. Pero otra vez, bastante tiempo después, sus ojos y su boca se movieron y reflejaron una especie de indecisión que desapareció rápidamente con un gesto decidido de su mandíbula.

Se inclinó luego hacia el equipo estereofónico, lo puso en marcha e introdujo una cinta.

En parte porque era muy tarde, pero sólo en parte, se puso los auriculares. Luego apagó la única luz de la habitación. Era una cinta que había grabado él mismo un año atrás. Y

así, mientras permanecía sentado, inmóvil en la oscuridad, se fueron perfilando sonidos del último verano: un recital de graduación en el Conservatorio, en el edificio Edward Johnson, a cargo de una chica llamada Rachel Kincaid; una muchacha con cabellos negros como los de Paul y unos ojos también negros como no había otros en el mundo.

Y Paul Schafer, que creía que un hombre es capaz de soportar cualquier cosa, y que sobre todo lo creía de sí mismo más que de los demás, estuvo escuchando todo el tiempo que pudo soportar, pero de nuevo fracasó. Cuando empezó el segundo movimiento, se estremeció con un profundo suspiro y, con una crispación, apagó el aparato.

Al parecer, había sin embargo cosas que no se podían hacer. Así que se hacían otras en la medida de lo posible y se encontraban nuevas cosas que llevar a cabo para dominarse a sí mismo; pero siempre acababa uno dándose cuenta de que, en el fondo, los confines de la Tierra no estaban lo bastante lejos.

Cualquiera que fuese el motivo, y a pesar de tener completa conciencia de que les habían ocultado muchas cosas, Paul Schafer estaba contento, desesperadamente contento de ser conducido al día siguiente más allá de los confines de la Tierra. La Luna, cuyo resplandor penetraba sin obstáculos por la ventana, iluminó la habitación revelando la serenidad de su rostro.

Y más allá de los confines de la Tierra, en Fionavar, que dormía esperándolos como un amante, como un sueño, otra luna más grande que la de nuestro mundo se levantó e iluminó el cambio de guardia del centinela de piedra en el palacio de Paras Derval.

La sacerdotisa elegida llegó con el relevo de la guardia, alimentó la llama de naal colocada delante de la piedra y la retiró hasta su estrecho nicho.

Y la piedra, la piedra de Ginserat, colocada en la alta columna de obsidiana, adornada con un bajo relieve de Conary ante la Montaña, brilló con un radiante azul, como lo había hecho durante miles de años.

Capítulo 3

Hacia el amanecer, un banco de nubes cubría la ciudad. Kimberly Ford empezó a dar vueltas en la cama y casi se despertó, pero enseguida volvió a dormirse y tuvo un sueño que hasta entonces no había tenido nunca.

Era un lugar en el que se amontonaban gigantescas rocas. Anochecía y el viento soplaba en las anchurosas praderas. Casi reconoció el lugar; estuvo incluso tan cerca de poder nombrarlo que el no poder hacerlo le dejó un regusto amargo en la boca. El viento producía un sonido estremecedor y penetrante al soplar entre las rocas. Había llegado hasta allí en busca de alguien que la necesitaba, pero sabía que no había nadie. Tenía en su dedo un anillo con una piedra que brillaba en el crepúsculo con un débil destello rojo, y esa piedra era a la vez su poder y su lastre. Las piedras amontonadas exigían de ella una invocación; hasta el mismo viento parecía querer arrancársela de la boca. Sabía lo que había venido a decir. Tenía el corazón partido por un dolor como nunca hasta entonces había experimentado porque conocía el precio que sus palabras exigirían del hombre que ella había venido a llamar. Y en sueños abrió los labios para proferir esas palabras.

Entonces se despertó y permaneció quieta durante bastante tiempo. Luego se levantó, fue hasta la ventana y descorrió las cortinas.

Las nubes se estaban despejando. Venus aparecía por el oriente precediendo al Sol y brillaba con una luz plateada y deslumbradora, como una esperanza. El anillo que en el sueño llevaba en el dedo había brillado también; pero con una luz muy roja e imperiosa, como Marte.

El enano se agachó y entrecruzó las manos delante de él. Estaban todos: Kevin llevaba su guitarra y Dave Martyniuk sostenía de forma desafiante los prometidos apuntes de Derecho Procesal. Loren permanecía en su habitación sin dejarse ver.

—Preparados —había dicho el enano. Y después, sin ningún preámbulo, Matt Sören había continuado diciendo—: Ailell reina en Brennin, el Soberano Reino. Ahora se cumplen cincuenta años de su reinado, como ya sabéis. Es muy viejo y está considerablemente quebrantado. Metran preside el Consejo de los Magos, y Gorlaes, el canciller, es el primero de sus consejeros. Pronto los conoceréis. Ailell sólo tuvo dos hijos, a una edad ya muy avanzada. El nombre del mayor no puede ser pronunciado; el menor se llama Diarmuid y es ahora el heredero del trono.

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