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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

El alfabeto de Babel (5 page)

BOOK: El alfabeto de Babel
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—Así es —confirmó Catherine—. Para que trates de comprender lo que estoy diciendo, te pondré como ejemplo que, dentro de la categoría de máximos niveles secretos del Vaticano, temas como la aparición de nuevos textos de los evangelios apócrifos —Catherine se volvió lentamente y miró con sus ojos claros a Grieg—, que podrían alterar la imagen que ha construido, a lo largo de los siglos, la curia romana acerca de la figura de Jesús, y que potencialmente podrían convertirse en documentos «comprometidos», si fueran empleados indebidamente por los enemigos de la Iglesia, y donde se pretendiera sugerir que Jesús hubiese podido estar casado o incluso haber tenido hijos, están catalogados dentro del Archivo Vaticano en una categoría denominada específicamente:
Non Licitus.

—¿Por qué
Non Licitus?
—preguntó Grieg.

—Significa «Prohibido por la ley divina». Para la curia romana, cualquiera que ponga en duda un dogma, mediante la aportación de documentos y con intención de modificar su estamento, extramuros de la cúpula de San Pedro, es, por esencia, un
illicitus,
ya que no podría trastornar el secular funcionamiento si no cuenta con el apoyo de la curia.

—¿Y en qué «archivo» estarían las cuestiones financieras? —indagó Grieg.

—Las finanzas y los asuntos económicos están comprendidos en diferentes catalogaciones según su naturaleza, pero, en conjunto, los temas financieros se engloban en el «archivo» conocido como:
Iactura.


¿Iactura?
—exclamó Grieg, sorprendido—. Creo que sería más exacto denominarlo
Aerarium.

Catherine sonrió captando de lleno el matiz al que aludía Grieg.

—Compruebo con sorpresa que tu nivel de latín es muy superior al que suponía. Es un término que surge de la fina causticidad con que se tratan estos asuntos en Roma.
Aerarium
conferiría a la palabra una connotación de erario, de tesoro, de valores tangibles. Mientras que utilizando el vocablo
iactura
se afronta el tema económico y de bienes raíces como sacrificio pecuniario, de gasto.

—Un momento, un momento. —Gabriel Grieg extendió su mano derecha—. No irás a decirme que la Chartham, para la Iglesia católica, es más importante que las finanzas.

—Sí, porque quien conoce las claves que encierra la Chartham está en situación de establecer la jerarquía dentro de la Iglesia católica, de sus grupos de poder y de influencia. El que conoce el secreto que encierra la Chartham tiene acceso a sus tesoros, tanto terrenales como espirituales, sus claves y cónclaves sucesorios. —Catherine miró su reloj de pulsera—. El asunto que ha hecho que venga a buscarte está «archivado» con el rango superior: la Chartham.

—¿Y qué forma tiene ese «objeto trascendental»?

—No te lo puedo revelar por el momento —Catherine dulcificó su negativa acompañando sus palabras con una sonrisa—, pero te advierto de que, si eres quien creo, estás sentado sobre un volcán que está a punto de entrar en erupción. Créeme, Gabriel. ¡He venido hasta aquí para ayudarte! Si no me acompañas, vendrán otros por ti. Y te aseguro que emplearán unos métodos mucho más contundentes.

El ruido del tráfico era cada vez más intenso; Grieg empezaba a ser consciente de que debía tomar en serio sus palabras.

—Como comprenderás, no puedo dejarlo todo para tratar de esclarecer tu hipótesis —dijo Grieg, mirando hacia la niebla y sin querer fijar su vista en ningún punto en concreto, dejándose llevar por el remolino de velados colores—. No sé cómo podría ayudarte.

—A estas alturas empiezo a estar convencida de que tú eres el «enlace perdido» —Catherine clavó sin misericordia la mirada en los ojos de Grieg—, el único que puede saber dónde está la Chartham.

—¿En qué te basas?

Catherine no dudó, ni por un instante, cómo debía responder aquella pregunta.

—Tengo mis motivos para creerlo, y si no vienes conmigo, tendrás problemas muy graves en el plazo de veinticuatro horas. Así de sencillo.

—¿Cómo es que estás tan segura?

Grieg intuyó, al instante, que haber planteado aquella cuestión era una temeridad.

—Verás, te voy a contestar con otra pregunta. Aunque ya te adelanto que no eres plenamente consciente de la importancia que conlleva su respuesta.

Catherine, mientras hablaba, puso su mano derecha sobre el hombro izquierdo de Grieg.

—Llegados a este punto, pregunta lo que quieras; ya no sé qué pensar de todo esto —repuso Grieg, turbado.

Catherine tomó aire antes de empezar a hablar.

—Escúchame muy atentamente. ¿Alguien, en una época remota de tu pasado, te advirtió de que podría venir una persona en el futuro para hablarte de «un objeto extraordinario»? Responde con sinceridad.

Gabriel Grieg cerró los ojos durante un segundo.

El corto espacio de tiempo que dura un segundo.

Fue en ese preciso instante cuando comprendió que su percepción de cambio en su vida había sido acertada cuando vio por primera vez a aquella mujer. A partir de ese momento, todo tomaría otro cariz y otra dimensión.

Ya nada sería igual.

De nada serviría salir corriendo de allí, huir de ella, porque seguramente otros vendrían detrás. La sensación que tuvo en aquel momento más que de angustia fue de profunda tristeza.

—No sé a qué te refieres —mintió Grieg, y por ello su respuesta resultó titubeante.

—Intuyo que sabes muy bien a lo que me estoy refiriendo —insistió Catherine, sin piedad.

—No estoy muy seguro… —Grieg no sólo continuaba aturdido, sino que además comprendió que Catherine sabía mucho más de lo que aparentaba reconocer.

—Sigues sin responderme…

—Podría ser…, pero la posibilidad de que llegues a saber de quién se trata es muy remota —alegó Grieg, en un último y desesperado intento para que la vorágine no le atrapase, para que aquel proceloso asunto no llegara al punto que él temía.

—¿Lograría convencerte si te dijese su nombre? —La voz de ella sonó con toda rotundidad en medio de la niebla.

—Podría ayudar —respondió lacónicamente Grieg.

—¡Está bien!

Catherine sacó de su bolso un sobre de color naranja, que tenía grabado un sello oficial que él reconoció al instante. Extrajo el papel que contenía y se lo extendió lentamente a Grieg, que, aunque con recelo, lo tomó sin demora.

La niebla se agolpaba a borbotones bajo las luces blancas de la terraza. A Grieg le dio la impresión, cuando empezó a leer el texto, de que aún se volvía más espesa. Quizá fuesen incipientes lágrimas.

—¿Se trata de esta persona, no? —preguntó cruelmente Catherine.

Gabriel Grieg vio confirmados sus temores. Se trataba de una autorización oficial para la exhumación del cadáver de la misma persona que un día le advirtió, hacía más de treinta años, que tenía que estar preparado, durante toda su vida, para recibir una misteriosa visita en el futuro.

—¿Se trata de él? ¿No es cierto? —insistió Catherine de nuevo.

Hubiese bastado un imperceptible movimiento ascendente y descendente de su cabeza para responder a aquella pregunta.

Grieg no lo quiso hacer, y Catherine pareció comprenderlo.

—Mañana, alrededor de las ocho de la tarde, exhumarán el cadáver —enunció Catherine completamente segura de sus palabras—, y encontrarán un objeto en el interior del ataúd que te relacionará directamente con la Chartham. Antes de que hayan transcurrido dos horas, te buscarán estés donde estés, y acabarás en el interior de un Mercedes-Benz de color negro. Dentro de exactamente un día y una hora, si no me haces caso, se lanzarán en tu busca de un modo implacable… Peor aún que si se tratase de una jauría de perros. Tienes aproximadamente veinticuatro horas para adelantarte a tu propio destino. Creo, incuestionablemente, que todo lo que te he dicho justifica tu ausencia en la «importante» cena de esta noche.

—Entonces, el que dibujó el plano… —preguntó Grieg con la voz quebrada.

—Es una larga historia. Durante algo más de cuarenta años —le contestó Catherine, que adivinó la pregunta antes de que Grieg la formulase— fue una de las personas más secreta y minuciosamente buscadas del planeta… Y lo curioso del caso, me temo, es que él no lo supo hasta el último momento de su vida.

—¡Todo esto es una locura! —exclamó Grieg, abriendo los brazos—. Solamente tenemos un dato insignificante, y además es pura conjetura. ¿Cómo vamos a encontrar en medio de esa masa espesa de niebla algo tan… —Grieg pareció no encontrar la palabra adecuada— sumamente oculto?

—Son las siete y catorce minutos. La catedral cierra a las ocho —afirmó Catherine—. Si dejamos pasar la oportunidad, perderemos quince horas hasta que la vuelvan a abrir mañana. Debemos irnos. ¡Ya!

—¿Quién eres? —preguntó Grieg.

Catherine esbozó una hermosa y radiante sonrisa.

—Sólo soy una mujer que desde que llegó a Barcelona se mueve por la ciudad con taxis, pero que tiene la suerte de haber convencido, al fin, a un hombre que tiene aparcada bajo la niebla —dijo Catherine, señalando con su dedo índice hacia la puerta del hotel— una Harley-Davidson modelo Sportster 1200 Custom de color plateado —bromeó, eludiendo la respuesta.

Grieg se quedó sin habla, se guardó en el bolsillo de su chaquetón negro de piel el documento de exhumación del cadáver y se dirigió hacia el ascensor:

—¡Vámonos! Disponemos de cuarenta y cinco minutos para encontrar ese maldito dragón en la catedral.

6

La Harley-Davidson de Gabriel Grieg estaba atrapada en el caos circulatorio de Barcelona a esa primera hora de la noche. La niebla había conseguido ralentizar hasta extremos de colapso la ciudad, y la calle Pau Claris era un laberinto de coches y autobuses detenidos, a causa del atasco, ante los semáforos en verde. Grieg tuvo que emplearse a fondo para sortear los coches que estaban parados en medio de la calle Aragó.

«El dragón es un cajón», pensó Grieg en un intento vano por encontrar un nexo de unión que relacionara las dos palabras con un mínimo de lógica. El torbellino de información que Catherine le había transmitido en tan sólo unos minutos le añadía mayor confusión a su análisis.

Dentro de veintisiete minutos cerrarían la catedral.

No podía detenerse a pensar mientras pilotaba la moto. El recuerdo de la conversación que había mantenido en la terraza del hotel con Catherine le causaba un profundo desasosiego, y para acabar de empeorar la situación no disponía del tiempo suficiente para analizar los problemas que podría acarrearle todo aquello.

La mujer que decía llamarse Catherine había logrado convencerle para que se lanzase tras una delirante quimera. Lo había hecho sin mostrar ninguna de sus cartas, escondiendo su verdadero juego y administrando con verdadera maestría los silencios.

No podía detenerse a reflexionar.

Desconocía la identidad de la mujer que en esos momentos estaba abrazada a él en el asiento trasero de la moto. No conocía su profesión. No sabía qué buscaba, y lógicamente lo ignoraba todo acerca del misterioso objeto que ella, crípticamente, denominaba la Chartham.

«Únicamente cuento, para tratar de salvar mi vida, con una frase», pensó mientras su rostro dibujaba bajo el casco integral una mueca indefinible. Una frase que cualquier persona cuerda no hubiese dudado en calificar, ni por un momento, de auténtica charada: «El dragón es un cajón».

Grieg intuyó que no se trataba de una frase que encerrase claves para ser desveladas mediante anagramas. No era misteriosa en sí misma. Eran tan sólo unas palabras de referencia. No tenían otra utilidad que la de ser leídas por quien las escribió, por nadie más. Una oleada de recuerdos ya olvidados acudió de nuevo a su mente. «Se trata de una frase demasiado difusa», pensó Grieg.

Incomprensible e ilógica.

Desvelar el misterio que llevaba intrínseco en un lugar tan extraordinariamente cargado de elementos crípticos como es la catedral de Barcelona habría llevado semanas, incluso meses. Hacerlo en menos de media hora era una empresa digna de orates. Grieg, plenamente consciente de ello, sabía que debería hacer un esfuerzo intelectual al límite de sus posibilidades mentales, y, aun así, se impondría tener como aliada a la suerte.

Cuando llegaron frente a la catedral, la noche ya había tomado posesión por completo de la ciudad. La niebla, omnipresente desde hacía muchas horas en Barcelona, robaba visualmente la mayor parte de la basílica, como si pretendiese ocultarla de la mirada de los transeúntes que pasaban frente a ella.

Gabriel Grieg, que por motivos profesionales conocía a fondo la catedral, aparcó la moto en la Plaça Nova, frente a la antigua Porta Documana, en tanto pensaba cuál de las cinco entradas de acceso externo sería la más conveniente para ganar tiempo. «Desconozco la forma, el material de que está formado y sobre todo el lugar donde se esconde lo que hemos venido a buscar.»

Evocó mentalmente la catedral y se sintió desbordado por sus propios pensamientos. La catedral de Barcelona resultaba demasiado grande y antigua como para ser inspeccionada en un muy breve lapso de tiempo. Trató de intuir en qué lugar de ella podría estar escondido el «dragón»; la reconstruyó mentalmente en unos segundos: paleocristiana, románica, gótica y con la fachada neogótica.

La mayor parte de su obra se había realizado durante el siglo XIV, excepto su fachada principal y su cimborrio, que fueron construidos a finales del siglo XIX y principios del XX.

Finalmente, Gabriel Grieg optó por seleccionar una puerta de entrada, la que da acceso a la capilla de Santa Lucía, y dejar el resto en manos de la fortuna.

Catherine, que permanecía en silencio, le siguió a corta distancia. Al entrar en la pequeña capilla y pisar el suelo de mármol y piedra los invadió, de un modo instintivo, la respetuosa sensación de estar pisando tumbas. Lápidas sepulcrales que, como un macabro mosaico, configuraban en su totalidad el piso. Lejos de aminorar el paso, Grieg indicó con la mano a Catherine la puerta que daba acceso al claustro.

«Una vez llegados a él la cuestión será: ¿qué hacer?», se dijo Grieg sobre una gran losa que tenía grabados, sobre el mármol y en relieve, ingenios ópticos dedicados a la santa cuya imagen se representa sosteniendo una bandeja sobre la que reposan sus dos ojos.

Se dispusieron mentalmente a encontrar la menor relación, por pequeña que fuese, entre cualquier objeto que viesen a partir de entonces y un dragón.

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