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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

El alfabeto de Babel (2 page)

BOOK: El alfabeto de Babel
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El maltrecho monje, haciendo acopio de fuerzas, se dispuso a realizar el luctuoso y último esfuerzo de su vida, para tratar de llegar hasta la iglesia Just i Pastor; a rastras, se introdujo entre la multitud, que continuaba gritando enardecida.

—¡Una bomba! ¡Una bomba!

—¡Han tirado una bomba en el Gran Teatro del Liceo!

1

Empezaba a anochecer en Barcelona cuando Gabriel Grieg detuvo su flamante Harley-Davidson en los jardines de Salvador Espriu, frente al último número del Passeig de Gracia. Una sinfonía caótica de cláxones ascendía desde la Avinguda Diagonal, aunque resultaba imposible saber de dónde surgía aquel horrendo ruido. Durante todo el día, la niebla había sido tan intensa que incluso los aviones comerciales de líneas regulares eran desviados a otras ciudades. El aeropuerto del Prat llevaba seis horas cerrado y el tráfico de la ciudad estaba colapsado.

«¡Maldita niebla!», pensó Gabriel Grieg mientras aparcaba la moto frente al hotel Casa Fuster.

La visión que podría haberse contemplado desde el lugar donde Grieg se encontraba en esos momentos, cualquier otro día y a esa misma hora, hubiese sido totalmente diferente a un conjunto deforme de masas grisáceas y luces difuminadas, que se perdían erráticas entre la bruma.

El Passeig de Gracia, en la distancia, aparecería parcialmente oculto por dos gigantescas marañas verdosas, formadas por las copas de los sicómoros, y mucho más al fondo, el mar, que daría destellos azules a un luminoso atardecer.

Pero no.

Aquel último día de invierno era diferente a cualquier otro.

La densa y espesa niebla confería a las calles un aspecto siniestro: de masa compacta y gris. Las luces blancas y rojas de los coches se diluían fantasmagóricamente, mientras se entremezclaban con las siluetas humanas, que surgían de la nada y desaparecían como por arte de magia.

Gabriel Grieg alzó la vista y creyó ver un castillo medieval envuelto en una luz nebulosa. La fortaleza estaba coronada por una gran torre circular provista de almenas, y sustentada sobre gruesos muros de piedra y columnas de mármol.

Era sólo una ilusión óptica provocada por la niebla, ya que conocía a fondo el hotel hacia el que se dirigía. Había colaborado, junto a otros arquitectos, en la rehabilitación integral de aquel fantástico edificio. El último que proyectó Lluís Doménech i Muntañer.

Antes de entrar en el hotel, tuvo un extraño presentimiento. Apenas una leve intuición, pero prefirió no concederle mayor importancia. Lo atribuyó a que había dormido demasiado durante todo el día, para tratar de compensar las dos últimas agotadoras semanas de trabajo en Tarragona, donde había dirigido personalmente una restauración parcial de la portada principal de la catedral.

Un empleado del hotel le abrió la gran puerta de cristal, y, antes de llegar a la recepción, fue inmediatamente saludado por el director.

—Buenas tardes, señor Grieg, es un placer volver a verle por esta «casa».

—¿Cuándo llegará el día en que decidas tutearme? —dijo Grieg con una sonrisa en los labios, al tiempo que le daba una casi imperceptible palmada en el brazo.

—Deformación profesional. En cuanto me pongo el «uniforme»… utilizo el trato de usted con todo el mundo —comentó el director, que acompañó sus palabras con leves movimientos de cabeza—. Observo que llega con mucha antelación a la cena.

—Lo sé. Me he adelantado porque quiero echarle un vistazo a la balaustrada de la terraza. Algo técnico, y será sólo cuestión de unos minutos.

—Usted siempre tan meticuloso. No hace falta que le reitere que estoy a su entera disposición —declaró el director, tras ser requerido por un empleado del hotel.

Gabriel Grieg se dirigió hacia el ascensor y pulsó el botón de llamada. Cuando las puertas se abrieron, oyó su nombre pronunciado por una aguda voz de mujer. Se volvió y vio a una joven uniformada que le saludaba, moviendo discretamente la mano, desde el fondo de la recepción.

—¡Señor Grieg!

Momentáneamente, le preocupó que la recepcionista le llamase. Estaba allí para una importante cena de negocios y pensó que podría tratarse de alguna contrariedad. «Quizás algún invitado a la cena ha tenido problemas con la niebla.»

—Hay un sobre a su atención —dijo la recepcionista en el mismo instante en que se oyeron unas señales acústicas bajo el mostrador—. Perdone, atiendo esta llamada y se lo entrego.

Gabriel Grieg, mientras esperaba, se vio reflejado entre las vetas del reluciente mármol de una pared de la recepción. Había rebasado ya holgadamente la barrera de los cuarenta años, y en el contorno de sus oscuros ojos verdes y en alguna arruga de su frente podía apreciarse el paso del tiempo. Alto y de complexión atlética, aún gozaba del privilegio de poder lucir la misma tonalidad de pelo castaño que tuvo en su juventud y de llevar el pelo largo.

De no haber sido por un desgraciado accidente de moto, que tuvo como resultado una fractura múltiple de tibia, aún estaría capacitado físicamente para seguir explorando su «fascinación por la verticalidad» y continuar con la práctica de la que constituyó una de sus mayores pasiones: el alpinismo invernal.

«Tengo que escaparme a una isla desierta —pensó Grieg—, es la única manera de poder descansar.»

Su trabajo, cada día, le robaba más tiempo a su vida social. Era el tributo que debía pagar por la fascinación que le proporcionaba rodearse de antiguos vestigios y de construcciones del pasado. Su profesión había sido una de las causas de su divorcio. Un divorcio amistoso con una mujer que aún le amaba, pero que ya no estaba dispuesta a soportar más noches solitarias ni sus constantes y cada vez más prolongados periodos de separación para rehabilitar derruidas ermitas o pequeñas iglesias románicas ocultas en unos, cada vez más, remotos parajes.

La voz aguda de la recepcionista le hizo abandonar súbitamente el delicado asunto en el que se habían sumido sus pensamientos.

—Bueno…, señor Grieg, sin más demora…, esto es para usted.

Grieg tomó el sobre y le dio la vuelta.

—Aquí sólo figura mi nombre. No consta quién es el remitente, y a juzgar por el volumen parece contener un libro —aventuró Grieg—. ¿Sabes si el sobre me lo hace llegar algún invitado a la cena de esta noche?

—Lo ignoro. Acabo de empezar, ahora mismo, mi turno. Ya estaba aquí cuando llegué —respondió la recepcionista.

—Bueno… De acuerdo.

—Le deseo una agradable velada, señor Grieg. Me consta que la dirección del hotel les ha reservado la «mesa presidencial», aunque con la noche de brujas que hace hoy… —la recepcionista perfiló una mueca maliciosa en sus labios y señaló hacia la densa niebla que se condensaba en los cristales—… puede pasar cualquier cosa. Yo, al salir de casa y ver el día tan espectral que hace, hasta he cruzado los dedos.

Gabriel Grieg dio unos pasos y se detuvo junto a un sillón de estilo modernista: un banco doble que era una copia exacta, en madera de roble, de otro igual diseñado por Antoni Gaudí para el mobiliario de la casa Batlló, formado por dos asientos y tres brazos, y que ocupaba la parte central de la recepción.

Grieg abrió el sobre de un tirón.

El libro, de tapa dura, tenía el tamaño de un ejemplar de bolsillo y estaba forrado de cuero de color verde. No tenía impresa letra alguna en su portada. Grieg abrió el libro y vio unos extraños caracteres que, al instante, y aunque los estaba viendo del revés, reconoció como ideogramas.

«Es un libro escrito en japonés», pensó al tiempo que lo giraba ciento ochenta grados hasta dejar el lomo del libro a su derecha. Se trataba de un ejemplar editado recientemente. En la portada, bajo unos signos incomprensibles para él, figuraba escrito en pequeñas letras el título de un libro en inglés que Grieg reconoció al instante:

La isla del Tesoro

R. L. Stevenson

«¿Quién habrá dejado el sobre en recepción?», se preguntó mientras contemplaba una lámina del libro, donde podía verse una gran bandera pirata ondeando al viento, y a su lado un loro de color verde dibujado en estilo «manga».

«Me voy a tomar la molestia de indagar quién me ha hecho este regalo tan exótico», pensó mientras esbozaba una sonrisa.

El teléfono móvil emitió un aviso formado de dos señales acústicas rápidas, separadas dos segundos entre ellas.

Le estaban llamando.

—Sí, dígame… —contestó Grieg, aún sonriente, sin apartar la vista de la ilustración del loro y sin mirar en la pantalla del móvil quién era el emisario de la llamada—. ¿Sí?… Dígame…

Nadie contestó.

Tan sólo escuchó una melodía.

Una melodía que le hizo apartar bruscamente la mirada del libro. «Espero que esta música no sea la que creo estar oyendo», pensó Grieg. Cerró los ojos y se concentró al máximo mientras escuchaba aquella música. «No es posible», se dijo frunciendo el ceño.

Se trataba de una sucesión de notas musicales, reproducidas mecánicamente por un instrumento musical muy rudimentario. Era el sonido propio de una caja de música.

En el auricular del teléfono estaba sonando el coro de los esclavos de
Nabucco
, la ópera de Giuseppe Verdi. Un detalle añadido aún le inquietó más. En la sucesión de las cuarenta notas musicales que formaban el estribillo completo del cilindro al girar, faltaba una: exactamente la misma que Gabriel Grieg dejaba de oír en la caja de música que tenía cuando era niño y a la que había perdido la pista una tarde.

Una tarde de un día muy especial de su infancia.

Una música ligada a un episodio de su vida que nunca pudo olvidar.

Conteniendo la respiración, volvió a escuchar el ciclo completo de la melodía. Treinta segundos. No había duda: alguien le estaba llamando y tenía cerca de su teléfono un juguete musical.

Una caja de música.

La misma caja de música que Grieg tenía de niño y a la que le fallaba la misma nota. Un escalofrío recorrió su espalda.

De pronto, se percató de que tenía desde hacía unos días un modelo de teléfono portátil, tipo vídeo-conferencia, que permitía enviar y recibir imágenes, y sin saber exactamente el motivo, intuyó que la pequeña pantalla, que en aquellos momentos tenía apoyada sobre su sien derecha, le reservaba una sobrecogedora sorpresa.

2

Grieg, con un rápido movimiento de su brazo derecho, colocó el teléfono móvil a la altura de sus ojos. Vio una caja redonda de latón sobre la que giraba un bufón gordo y jorobado que exhibía unos ropajes de color granate, con los faldones por fuera en forma de flecos y unos pantalones a rayas blancas y rojas. Sobre su cabeza sobresalía un capirote con seis cascabeles dorados.

«¡No es posible! ¡Maldita sea!», imprecó Grieg, que sintió como un nudo áspero y amargo, del tamaño de una nuez, se le instalaba en el centro mismo de su garganta.

La caja de música era la misma que tuvo de niño. «¿Quién será el autor de esta llamada?», se preguntó, temiendo que estuviese relacionado con cierto día de su infancia que nunca había podido olvidar.

Grieg aproximó el teléfono móvil al oído derecho para tratar de oír alguna voz, alguna palabra pronunciada por alguien, fuera quien fuese, que le expusiera el motivo de aquella llamada.

Su perplejidad fue en aumento.

En algún lugar de la planta baja del hotel, cerca de donde Grieg se encontraba, podía oírse, aunque un segundo antes, la misma música que estaba sonando por el teléfono. «¡Me están llamando desde aquí!» Guardó el libro en un bolsillo de la chaqueta de piel negra y caminó lentamente, mirando la pantalla del teléfono móvil y tratando de localizar de dónde provenía la llamada.

«¿Quién habrá tramado esto?»

El sonido de la caja de música le guio, sin posibilidad de error, por toda la planta baja del hotel, bajo un techo de bóvedas doradas, estilizadas columnas de piedra y mármol de Carrara, alargados y ondulantes sillones de terciopelo rojo, y un brillante suelo de
trencadís
que simulaba un gigantesco cristal negro que se acabase de romper en un millón de pedazos.

«Problema a la vista», pensó Grieg cuando tuvo a su alcance visual el tripudo bufón de la caja de música que giraba en el centro de una mesa cuyo soporte era una bola dorada.

Gabriel Grieg se desplazó hacia la izquierda: el ángulo de visión se amplió considerablemente. Tenía delante de él a la persona que había conseguido atraer su atención de aquel modo avasallador. Había empleado una estrategia tan endiabladamente elegante que había logrado convertirle, casi, en un muñeco teledirigido al que sólo le faltaba empezar a girar, dando vueltas sobre sí mismo, igual que lo hacía el bufón que estaba sobre la mesa.

En aquel preciso momento, se agotó la cuerda del pequeño juguete y la música cesó.

Gabriel Grieg vio, plácidamente sentada en un sillón de terciopelo rojo, a una mujer esbelta, de unos treinta y cinco años, que iba vestida con un tipo de ropa que contrastaba vivamente con la suntuosidad modernista que la envolvía: calzado deportivo de color negro, pantalones téjanos lavados a la piedra y un jersey de cachemira de color negro con un cordón rojo a modo de broche.

La mujer tenía una media melena rubia que le descansaba sobre los hombros y que le cubría parcialmente la frente. «¿Qué querrá de mí?», se preguntó Grieg, tratando de discernir entre la placidez de aquella sonrisa que surgía de una boca de labios delicadamente perfilados y la profunda inquietud que le causaba la intromisión que estaba acometiendo en su vida, probablemente fruto de la fría planificación de una estrategia implacable.

La mujer observaba distendidamente a Grieg, como si le conociese de toda la vida.

—Siéntate, te estaba esperando —dijo la desconocida tras pulsar un botón de su móvil y depositarlo sobre la mesa junto a la caja de música.

Grieg permaneció inmóvil durante unos segundos, tratando de adivinar en los delicados rasgos del rostro de aquella misteriosa dama algún vestigio, alguna señal que le indicara cuál era el motivo de su inesperada visita. «No sé quién es. Este asunto no me gusta nada», pensó mirando fijamente los azulados destellos de sus ojos.

—Vamos, estarás mucho más cómodo si tomas asiento —comentó cortésmente la mujer, que alargó su brazo izquierdo en dirección a un sofá.

Grieg se sentó en una butaca individual y observó con todo detenimiento el bufón jorobado sobre la caja de música. La desconocida escrutaba cada uno de sus movimientos. Grieg permaneció en silencio.

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