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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Desde Rusia con amor (27 page)

BOOK: Desde Rusia con amor
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Bond sonrió al pensar en Kerim practicando sus trucos escolares privados.

—Es usted un caso, Kerim. ¿Qué me dice de los otros dos?

Darko Kerim encogió sus enormes hombros.

—Ya se me ocurrirá algo —declaró, confiado—. La manera de pillar a los rusos es hacer que parezcan tontos. Hacerles pasar vergüenza. Reírse de ellos. No pueden soportarlo. Buscaremos la manera de hacer sudar a esos dos. Luego dejaremos que el castigo por fracasar en la misión quede en manos de la MGB. Sin duda, serán fusilados por su propia gente.

Mientras hablaban, el revisor salió del número siete. Kerim se volvió a mirar a Bond y posó una mano sobre el hombro del inglés.

—No tenga miedo, James —declaró con tono alegre—. Venceremos a esos tipos. Vaya con la muchacha. Volveremos a vernos por la mañana. Esta noche no dormiremos mucho, pero eso no tiene solución. Cada día es diferente. Tal vez durmamos mañana.

Bond observó al hombre corpulento que se alejaba con soltura por el corredor que se balanceaba. Reparó en que, a pesar de los movimientos del tren, los hombros de Kerim no tocaban en ningún momento las paredes del pasillo. Bond sintió una ola de afecto por aquel duro y alegre espía profesional.

Kerim desapareció en la cabina del revisor. Bond se volvió y llamó suavemente en la puerta número siete.

Capítulo 22
Fuera de Turquía

El tren continuó aullando a través de la noche. Bond se sentó a contemplar el paisaje iluminado por la luna que pasaba a toda velocidad, y se concentró en mantenerse despierto.

Todo conspiraba para hacerlo dormir: el apresurado galopar metálico de las ruedas, el hipnótico paso de los plateados cables telegráficos, el ocasional gemido melancólico y tranquilizador del silbato de vapor que despejaba el camino, el adormecedor parloteo metálico de los empalmes en ambos extremos del corredor, la nana que entonaba el crujir de la madera dentro del camarote. Incluso el trémulo violeta oscuro de la luz de noche que había encima de la puerta parecía decir: «Yo vigilaré por ti. Nada puede suceder mientras yo esté encendida. Cierra los ojos y duerme, duerme.»

La cabeza de la muchacha, tibia y pesada, descansaba sobre su regazo. Resultaba obvio que había el espacio justo para que él se deslizara bajo la sábana y se acomodara bien pegado a ella, con la parte delantera de sus muslos contra la trasera de los de ella, y la cabeza sobre la cortina de cabello esparcido sobre la almohada.

Bond cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos. Levantó la muñeca con cuidado. Las cuatro en punto. Faltaba sólo una hora para la frontera turca. Tal vez podría dormir durante el día. Le daría a ella el revólver, colocaría otra vez la cuña debajo de la puerta, y ella podría vigilar.

Bajó los ojos para mirar el hermoso perfil dormido. ¡Qué inocente parecía aquella muchacha del servicio secreto ruso! Las pestañas que orlaban la suave elevación de la mejilla, los labios separados y confiados, el largo mechón de pelo que se había deslizado de través sobre la frente y que él sentía deseos de apartar delicadamente para devolverlo al resto de la melena, el pulso regular y lento que se percibía en el cuello desnudo. Sintió una ola de ternura y el impulso de cogerla en brazos y estrecharla con fuerza contra sí. Deseaba que despertara, tal vez de un sueño, para poder besarla y decirle que todo estaba bien, para ver cómo volvía a dormirse con expresión feliz. La joven había insistido en dormirse de aquella manera.

—No me dormiré a menos que me dejes apoyar la cabeza sobre tus piernas —había dicho—.

Tengo que saber que estás conmigo durante todo el tiempo. Sería terrible despertarme y ver que no te toco. Por favor, James. Por favor,
duschka
.

Bond se había quitado la chaqueta y la corbata y se había acomodado en el extremo de la cama, con los pies sobre su maleta y la Beretta debajo de la almohada al alcance de la mano. Ella no había hecho comentario alguno acerca del arma. Se había quitado toda la ropa, excepto la cinta negra que llevaba en torno al cuello, y había fingido no resultar provocativa mientras se metía gateando impúdicamente en la cama y se removía hasta hallar una postura cómoda. Le había tendido los brazos a Bond. Él le había echado la cabeza atrás sujetándola por los cabellos, y la había besado una sola vez, larga y cruelmente. A continuación le había dicho que se durmiera, se había reclinado contra el respaldo y había esperado, con actitud gélida, a que su cuerpo lo dejara en paz. Refunfuñando con voz soñolienta, ella se había acomodado con un brazo atravesado sobre los muslos de él. Al principio lo había estrechado con fuerza, pero el brazo fue relajándose poco a poco hasta que se quedó dormida.

Bruscamente, Bond apartó de su mente todo pensamiento de ella y se concentró en el viaje que tenía por delante.

Pronto habrían salido de Turquía. Pero, ¿serían más fáciles las cosas en Grecia? Entre Inglaterra y Grecia no había precisamente un amor loco. ¿Y Yugoslavia? ¿De qué lado estaba Tito? Probablemente de ambos. Con independencia de cuáles fuesen las órdenes de los tres hombres del MGB, o bien ya sabían que Bond y Tatiana estaban en el tren, o bien no tardarían en descubrirlo. Él y la muchacha no podían permanecer durante cuatro días en el compartimento con las cortinillas echadas. Se informaría a Estambul de su presencia a bordo; telefonearían desde cualquier estación donde pararan, y por la mañana ya se habría descubierto la desaparición de la Spektor. ¿Y entonces, qué? ¿Una apresurada gestión a través de la embajada rusa en Atenas o Belgrado? ¿Para hacer bajar del tren a la muchacha con la acusación de robo? ¿O acaso eso resultaba demasiado sencillo? ¿Y si era más complicado, si todo esto formaba parte de algún plan misterioso, de alguna tortuosa conspiración rusa…? ¿Debía él esquivarlo? ¿Debían, él y la joven, abandonar el tren en una estación cualquiera, bajar por el lado de la vía contrario al andén, alquilar un coche y, de alguna manera, coger un avión hasta Londres?

En el exterior, la luminosa aurora comenzaba a siluetear de azul los árboles y las rocas que pasaban a toda velocidad. Bond miró su reloj. Las cinco. Muy pronto llegarían a Uzunkopru.

¿Qué estaría sucediendo en el tren, a sus espaldas? ¿Qué habría logrado Kerim?

Bond se recostó en el respaldo, relajado. A fin de cuentas, había una respuesta sencilla, de sentido común, para este problema. Si, entre los dos, lograban librarse con rapidez de los tres agentes del MGB, podrían quedarse en el tren y seguir el plan original. En caso contrario, Bond sacaría a la muchacha y la máquina del tren en algún punto de Grecia, y seguiría otra ruta para regresar a casa.

No obstante, si las probabilidades mejoraban, Bond era partidario de continuar adelante. Él y Kerim eran hombres de recursos. Kerim tenía un agente en Belgrado que acudiría a recibir al tren.

Y siempre quedaba la embajada.

La mente de Bond sumaba los pros a toda velocidad y restaba los contras. Detrás de su razonamiento, Bond admitió con calma que experimentaba el descabellado deseo de jugar la partida hasta el final y ver de qué iba todo aquello. Quería que aquella gente continuara en el tren para poder resolver el misterio y, en caso de tratarse de algún tipo de conspiración, desbaratarla.

M lo había dejado a cargo de la situación. Tenía a la muchacha y la máquina bajo su control. ¿Por qué dejarse ganar por el pánico? ¿De qué había que sentir pánico? Sería una locura escapar, y tal vez huiría de una trampa sólo para caer en otra.

El tren hizo sonar un largo silbido y comenzó a reducir velocidad.

Y ahora había llegado el momento del primer asalto. Si Kerim fallaba, si los tres hombres permanecían en el tren…

Algunos vagones de mercancías, arrastrados por locomotoras que avanzaban trabajosamente, pasaron con lentitud junto a ellos. Se vio brevemente la silueta de algunas naves industriales. Con una sacudida y un rechinar de empalmes entre coches, el Orient Express se desvió en el cambio de agujas, alejándose de la vía directa. En el exterior de la ventanilla aparecieron cuatro conjuntos de raíles entre las cuales crecía la hierba, y la larga extensión desierta del andén de descenso. Un gallo cantó. El expreso aminoró hasta la velocidad de paseo de una persona, y por último, con un suspiro de los frenos neumáticos y un sonoro bufido de escape de vapor, rechinó hasta detenerse.

La muchacha se removió en sueños. Con suavidad, Bond desplazó su cabeza hasta la almohada, se puso de pie y se escabulló por la puerta.

Era una típica estación intermedia de los Balcanes: una fachada de austeros edificios de piedra con cantos demasiado afilados; un andén polvoriento al nivel del suelo, por lo que quedaba bastante distancia de descenso desde el tren; algunos pollos picoteando por los alrededores y unos cuantos oficiales pálidos y ociosos que permanecían de pie aquí y allá, sin afeitar, sin intentar siquiera parecer importantes. Hacia la parte más económica del tren, una horda de campesinos con bultos y cestas de mimbre aguardaban a que llegaran los controles de aduanas y pasaportes, con el fin de poder subir al tren y unirse a la muchedumbre del interior.

Al otro lado de la plataforma, frente a Bond, había una puerta cerrada con un letrero que decía POLIS. A través de la sucia ventana que había junto a la puerta, Bond creyó captar un atisbo de la cabeza y los hombros de Kerim.

—Passeports. Douanes!

Un hombre vestido de paisano con dos policías ataviados con uniformes color verde oscuro, que llevaban pistoleras en los cinturones negros, entraron en el corredor. El revisor del coche-cama los precedía, llamando a las puertas.

Ante la puerta número doce, el revisor pronunció un indignado discurso en turco, tendiendo ante sí una pila de billetes de tren y pasaportes, y abriéndolos en abanico como si se tratara de un mazo de cartas. Cuando hubo acabado, el hombre vestido de paisano, indicándoles con un gesto a los dos policías que avanzaran, llamó a la puerta con unos golpecitos rápidos y, cuando la abrieron, entró en el compartimento. Los dos policías se quedaron fuera, de guardia.

Bond avanzó de lado por el corredor. Pudo oír un parloteo en alemán deficiente. Una voz era fría, y la otra asustada y acalorada. El pasaporte y el billete de her Kurt Goldfarb habían desaparecido. ¿Los había retirado her Kurt Goldfarb de la cabina del revisor? Desde luego que no. ¿Había llegado a entregar her Kurt Goldfarb sus documentos al revisor? Naturalmente. En ese caso, se hallaban ante un desafortunado incidente. Habría que realizar una investigación. Sin duda, la legación alemana de Estambul aclararía el asunto (Bond sonrió ante esta sugerencia).

Entre tanto, lo lamentaban, pero her Goldfarb no podría continuar el viaje. Sin duda podría proseguir al día siguiente. Herr Goldfarb debía vestirse. Su equipaje sería transportado a la sala de espera.

El hombre del MGB que irrumpió en el pasillo era el de tipo europeo, el más joven de los «visitantes». Su atezado rostro estaba verde de miedo. Tenía el pelo revuelto y sólo iba vestido con la parte inferior del pijama. Pero no había nada cómico en la desesperada agitación con que avanzó pasillo abajo. Rozó a Bond al pasar. Ante la puerta número seis, se detuvo y se rehízo.

Llamó a la misma con tenso control. La puerta se abrió con la cadena puesta y Bond atisbo una gruesa nariz y parte de un bigote. Quitaron la cadena de la puerta, y Goldfarb entró. Se produjo un silencio, durante el cual el hombre de paisano examinó los documentos de dos ancianas francesas que ocupaban los compartimentos nueve y diez, y la documentación de Bond.

El oficial apenas miró el pasaporte de Bond. Lo cerró con brusquedad y se lo entregó al revisor.

—¿Viaja usted con Kerim Bey? —preguntó en francés. Sus ojos tenían una mirada remota.

—Sí.


Merci, monsieur. Bou voyage
. — El hombre le hizo un saludo militar. Giró sobre sí y llamó con unos golpecitos a la puerta número seis. Ésta se abrió y él la traspasó.

Cinco minutos después la puerta volvió a abrirse de par en par. El hombre de paisano, ahora erguido con aire de autoridad, llamó a los policías mediante un gesto. Les habló con aspereza en turco. Se volvió hacia el compartimento.

—Considérese bajo arresto,
mein herr
. El intento de sobornar a un oficial constituye un delito grave en Turquía.

Se oyó un airado clamor en el alemán deficiente de Goldfarb. Fue interrumpido en seco por una dura frase pronunciada en ruso. Un Goldfarb diferente, un Goldfarb con ojos enloquecidos, salió del compartimento y avanzó a ciegas hasta el número doce, donde entró. Un policía permaneció en el exterior de la puerta, esperando.

—Y ahora sus documentos,
mein herr
. Por favor, avance. Debo verificar esta fotografía. —El oficial alzó el pasaporte alemán de tapas verdes para observarlo a la luz—. Avance, por favor.

Reacio, con el pesado rostro pálido de ira, el hombre del MGB que llevaba el nombre de Benz salió al corredor ataviado con una bata de seda azul brillante. Los duros ojos pardos miraron a los de Bond e hicieron caso omiso de él.

El hombre de paisano cerró el pasaporte y se lo entregó al revisor.

—Sus documentos están en regla,
mein herr
. Y ahora, si tiene la amabilidad, su equipaje.

—Entró, seguido del segundo policía. El hombre del MGB se volvió de espaldas a Bond y observó el registro.

Bond reparó en el bulto que se apreciaba bajo el brazo izquierdo de la bata y en el borde de un cinturón en torno a la cintura. Se preguntó si debería advertir disimuladamente al hombre de paisano. Decidió que sería mejor guardar silencio. Podrían retenerlo como testigo.

El registro había concluido. El hombre de paisano hizo un frío saludo militar y continuó pasillo abajo. El hombre del MGB volvió a entrar en el número seis y cerró la puerta de un golpe tras de sí.

Lástima, pensó Bond. Uno de ellos se les había escabullido.

Bond regresó a la ventanilla. Un hombre corpulento que llevaba un sombrero de fieltro y tenía un inflamado forúnculo en la parte trasera del cuello era escoltado a través de la puerta donde estaba el letrero que decía POLIS. Corredor abajo, una puerta se cerró de golpe. Goldfarb, escoltado por el policía, bajó del tren. Con la cabeza gacha, atravesó el polvoriento andén y traspasó la misma puerta.

La locomotora hizo sonar el silbato, uno de tipo diferente, el valiente silbato penetrante de un maquinista griego. La puerta del coche-cama se cerró con un sonido metálico. El hombre vestido de paisano y el segundo policía aparecieron caminando hacia la estación. El guarda que estaba junto a la parte trasera del tren miró su reloj de pulsera y extendió el brazo de la mano que sujetaba la banderita. Se produjo una sacudida y un decrescendo de explosivos resoplidos producidos por la locomotora. La sección frontal del Orient Express comenzó a moverse. La sección que seguiría la ruta norte y traspasaría el Telón de Acero —a través de Svilengrado, en la frontera búlgara, a sólo veinticuatro kilómetros de allí— quedó junto al andén, esperando.

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