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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Desde Rusia con amor (26 page)

BOOK: Desde Rusia con amor
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—No tienes ninguna fe, James.

Bond se sentó junto a ella.

—Tania —dijo—, si hubiera un poco más de sitio, te echaría sobre mis rodillas y te azotaría. Has estado a punto de provocarme un infarto. ¿Qué ha sucedido?

—Nada —replicó Tatiana con aire inocente—. ¿Qué podía suceder? Te dije que estaría aquí, y aquí me tienes. Eres un hombre sin fe. Puesto que estoy segura de que mi dote te interesa más que yo, está ahí arriba.

Bond alzó los ojos con indiferencia. Junto a su maleta, en la rejilla portaequipajes, había dos maletines.

—Gracias a Dios que estás a salvo —dijo.

Algo en sus ojos, tal vez un destello de culpabilidad mientras admitía para sí que había estado más interesado en la muchacha que en la máquina, tranquilizaron a Tatiana. Retuvo la mano de él en la suya, y se hundió con aire contento contra el respaldo.

El tren rechinó al pasar con lentitud por Cabo Serrallo. El faro iluminaba los tejados de las tristes chozas que flanqueaban la vía fér ea. Con la mano que tenía libre, Bond sacó un cigarrillo y lo encendió. Reflexionó que pronto pasarían por la parte trasera de la gran valla publicitaria donde había vivido Krilencu… hasta hacía menos de veinticuatro horas. Bond volvió a ver la escena con todo detalle. La blanca encrucijada de calles, los dos hombres en las sombras, el hombre condenado deslizándose fuera de los labios púrpura.

La joven observó su rostro con ternura. ¿Qué estaría pensando aquel hombre? ¿Qué pasaría detrás de aquellos ojos horizontales, color azul grisáceo, fríos, que a veces se volvían dulces y a veces, como había sucedido la noche pasada antes de que su pasión se consumiera en sus brazos, resplandecían como diamantes? Ahora se hallaban velados por pensamientos. ¿Estaba preocupado por ellos dos? ¿Por la seguridad de ambos? Si al menos pudiera decirle que no había nada que temer, que él era sólo su pasaporte para Inglaterra… él y el pesado estuche que el director residente le había dado aquella tarde en la oficina. El director había dicho lo mismo:

«Aquí tiene su pasaporte para Inglaterra, cabo —había comentado con tono alegre—. Mire. —Había abierto la cremallera del estuche—. Una Spektor flamante. Asegúrese de no volver a abrirlo y de que nadie la saque del compartimento hasta que no llegue al final de su viaje, o ese inglés se la quitará y se deshará de usted. Esta máquina es lo que ellos quieren. No permita que se la quiten, o fracasará en su misión. ¿Comprendido?»

Una garita de señales asomó en la oscuridad azul al otro lado del cristal. Tatiana vio que Bond se levantaba, bajaba la ventanilla y se asomaba hacia la noche. Su cuerpo estaba cerca de ella. La joven desplazó una rodilla para que lo tocara. Qué extraordinaria era esta apasionada ternura que la había invadido desde el momento en que lo vio la pasada noche, de pie, desnudo, ante la ventana, con los brazos alzados para sujetar la cortina, su perfil bajo el revuelto cabello negro, atento y pálido a la luz de la luna. Y luego el enredarse de sus ojos y sus cuerpos. La llama que de pronto se había encendido entre ellos, entre los dos agentes secretos, empujados a unirse desde dos campos enemigo separados por un mundo entero, cada uno implicado en un complot contra el país del otro, antagonistas por profesión y, sin embargo, convertidos en amantes por orden de sus gobiernos.

Tatiana tendió una mano, cogió el borde de la chaqueta de él y tironeó de la misma. Bond subió la ventanilla y se volvió. Le sonrió. Interpretó el mensaje de los ojos de ella. Se inclinó, posó las manos sobre la piel de cebellina que le cubría los pechos, y la besó con fuerza en los labios.

Tatiana se echó de espaldas, arrastrándolo consigo.

Se oyeron dos golpes suaves de llamada en la puerta. Bond se puso de pie. Sacó su pañuelo y se limpió con brusquedad el lápiz de labios.

—Ése debe de ser mi amigo Kerim —comentó—. Tengo que hablar con él. Le diré al revisor que haga las camas. Quédate aquí mientras las hace. No tardaré. Estaré cerca de la puerta. —Se inclinó, le tocó una mano, miró sus grandes ojos y los tristes labios semiabiertos—. Tendremos todas las noches del mundo para nosotros. Primero tengo que asegurarme de que estés a salvo. —Abrió la puerta con llave y salió.

La enorme silueta de Darko Kerim bloqueaba el pasillo. Se encontraba inclinado sobre el pasamanos de latón, fumando y mirando con malhumor hacia el mar de Mármara que retrocedía a medida que el tren serpenteaba alejándose de la costa, adentrándose en tierra, hacia el norte. Bond se inclinó sobre el pasamanos, a su lado. Kerim miró el reflejo de Bond sobre la ventanilla oscura.

—Las noticias no son buenas —dijo en voz baja—. Hay tres de ellos en el tren.

—¡Ah! —Una descarga eléctrica recorrió la columna de Bond.

—Son los tres desconocidos que vimos en aquella habitación. Es obvio que están aquí por usted y la muchacha. —Kerim lanzó una mirada penetrante de soslayo—. Eso hace de ella un doble agente. ¿O no?

La mente de Bond estaba serena. Así que ella era un cebo. Y sin embargo, sin embargo… No, maldición. No podía estar actuando. Era imposible. ¿La máquina descifradora? Tal vez, a fin de cuentas, no estaba dentro del estuche.

—Espere un momento —dijo. Se volvió y llamó a la puerta con unos suaves golpecitos. Oyó que ella hacía girar la llave y quitaba la cadena. Entró y cerró la puerta. La joven parecía sorprendida. Había pensado que se trataba del camarero que acudía a hacer las camas.

Le dedicó una radiante sonrisa.

—¿Has acabado?

—Siéntate, Tatiana. Tengo que hablar contigo.

Ahora ella vio la frialdad en el rostro de Bond, y su sonrisa se desvaneció. Se sentó, obediente, con las manos sobre el regazo. Bond permaneció de pie, frente a ella. ¿Había culpabilidad en su rostro, o miedo? No, sólo sorpresa, y una frialdad equiparable a la expresión de él.

—Escucha, Tatiana. —La voz de Bond era mortal—. Ha surgido algo. Debo mirar dentro del estuche y ver si la máquina está dentro.

—Cógela y mira —replicó ella con indiferencia. Se contempló las manos que descansaban sobre su regazo. Así que iba a suceder ahora. Lo que había dicho el director. Iban a apoderarse de la máquina y hacerla a un lado, quizá la harían bajar del tren. ¡Oh, Dios! Este hombre iba a hacerle eso. Bond extendió un brazo y bajó el pesado estuche, para dejarlo luego sobre el asiento.

Descorrió la cremallera hacia un lado y miró el interior. Sí, una carcasa metálica lacada en gris con tres hileras de rechonchas teclas, muy parecida a una máquina de escribir. Sujetó el estuche abierto, orientado hacia ella.

—¿Esto es una Spektor?

Ella le echó una mirada indiferente.

—Sí.

Bond volvió a cerrarla cremallera y devolvió el estuche a la rejilla portaequipajes. Se sentó junto a la joven.

—En el tren hay tres agentes del MGB. Sabemos que son los que llegaron el lunes al centro donde trabajabas. ¿Qué están haciendo aquí, Tatiana? —La voz de Bond era suave. La observaba, la sondeaba con todos sus sentidos.

Ella alzó la vista. En sus ojos había lágrimas. ¿Eran acaso las lágrimas de un niño al que acaban de descubrir en una mentira? Pero no había ni rastro de culpabilidad en ella. Sólo parecía aterrorizada por algo.

La joven le tendió una mano y luego la retiró.

—¿No vas a arrojarme fuera del tren ahora que tienes la máquina?

—Claro que no —respondió Bond con impaciencia—. No seas idiota. Pero tenemos que saber qué están haciendo estos hombres. ¿De qué va todo esto? ¿Sabías que estarían en este tren? —Intentó captar algún indicio en su expresión. Sólo pudo ver un gran alivio. Y ¿qué más? ¿Una expresión calculadora? ¿O reservada? Sí, ocultaba algo. Pero ¿qué?

Tatiana pareció decidirse. Se enjugó los ojos bruscamente con el reverso de una mano. Aún con el rastro de las lágrimas visible, la tendió y posó sobre una rodilla de él. Miró a Bond a los ojos, obligándolo a creerle.

—James —dijo—, yo no sabía que esos hombres estarían en el tren. Me dijeron que se marchaban hoy. Hacia Alemania. Supuse que viajarían en avión. Es todo lo que puedo decirte.

»Hasta que lleguemos a Inglaterra y esté fuera del alcance de mi gente, no debes hacerme más preguntas. He hecho lo que dije que haría. Estoy aquí con la máquina. Ten fe en mí. No temas por nosotros. Estoy segura de que esos hombres no tienen intención de hacernos ningún daño. Estoy absolutamente segura. Ten fe.

¿Estaba tan segura como decía?, se preguntó Tatiana. ¿Klebb le había dicho toda la verdad?

Pero también ella debía tener fe, fe en las órdenes que le habían dado. Esos hombres debían de ser los guardias encargados de asegurarse de que ella no se bajaba del tren. No podían tener intención de hacerles ningún daño. Más adelante, cuando llegaran a Londres, Bond la ocultaría fuera del alcance de SMERSH, y ella le contaría todo lo que él quisiera saber. En el fondo, ya había tomado esa decisión. Pero sabía Dios lo que podría suceder si los traicionaba ahora. De alguna forma, la eliminarían, y a él también. Lo sabía. No había forma de ocultarle un secreto a esa gente. Y no tendrían compasión. Mientras representara bien su papel, todo iría bien. Tatiana miró el rostro de Bond en busca de alguna señal que indicara que le creía.

Bond se encogió de hombros y se puso de pie.

—No sé qué pensar, Tatiana —afirmó—. Sé que me ocultas algo, pero me parece que se trata de algo que, en tu opinión, carece de importancia. Y creo que tú piensas que estamos a salvo. Puede que así sea. El hecho de que estos hombres se encuentren en el tren podría ser una coincidencia. Debo hablar con Kerim y decidir qué vamos a hacer. No te preocupes. Cuidaremos de ti. Pero ahora tendremos que ir con mucho cuidado.

Bond recorrió el compartimento con los ojos. Probó la puerta de comunicación con el siguiente. Estaba cerrada con llave. Decidió que la trabaría con una cuña cuando se hubiese marchado el revisor. Lo mismo haría con la puerta que daba al pasillo. Y tendría que permanecer despierto. ¡Bien por la luna de miel sobre ruedas! Bond sonrió ferozmente para sí y pulsó el timbre para llamar al revisor. Tatiana alzaba sus ansiosos ojos hacia él.

—No te preocupes, Tania —repitió él—. No te preocupes por nada. Cuando se haya marchado ese hombre, métete en la cama. No abras la puerta a menos que sepas que soy yo. Esta noche permaneceré despierto para vigilar. Tal vez mañana lo tengamos más fácil. Trazaré un plan con Kerim. Es un buen hombre.

El revisor llamó a la puerta. Bond lo dejó entrar y salió al corredor. Kerim continuaba allí, mirando al exterior. El tren había acelerado y corría a toda velocidad a través de la noche; su áspero silbido melancólico llegaba hasta ellos al resonar en las paredes de una profunda trinchera sobre cuyos flancos danzaban y corrían las iluminadas ventanillas del coche. Kerim no se movió, pero sus ojos, reflejados en el espejo del cristal oscuro, eran vigilantes.

Bond le habló de la conversación que acababa de mantener con Tatiana. No le resultó fácil explicarle a Kerim por qué confiaba tanto en la muchacha. Observó cómo la boca, reflejada en la ventanilla, se fruncía irónicamente cuando describió lo que había visto en sus ojos y lo que le decía su propia intuición.

Kerim suspiró, resignado.

—James —le dijo—, ahora es usted quien está al mando. Esta parte de la operación es suya. Ya hemos discutido hoy la mayor parte de esto: el peligro del tren, la posibilidad de trasladar la máquina hasta Inglaterra por valija diplomática, la integridad, o lo contrario, de la joven. Es verdad que parece haberse rendido incondicionalmente a usted. Al mismo tiempo, usted admite haberse rendido a ella. Tal vez sólo de modo parcial. Pero ha decidido entregarle su confianza.

»Cuando hablé por teléfono con M, esta mañana, él dijo que respaldaría la decisión que usted tomara. Que la dejaba en sus manos. Que así sea. Pero él no sabía que íbamos a tener una escolta de tres hombres del MGB. Tampoco lo sabíamos nosotros. Y creo que eso habría cambiado todos nuestros puntos de vista. ¿Sí?

—Sí.

—En ese caso, lo único que podemos hacer es eliminar a esos tres hombres. Sacarlos del tren. Sabrá Dios para qué están aquí. Yo no creo en las coincidencias más que usted. Pero una cosa es segura. No vamos a compartir el tren con esos hombres. ¿Correcto?

—Por supuesto.

—Entonces, déjelo en mis manos. Al menos por esta noche. Todavía estamos en mi país, y dentro de él tengo un cierto poder. Y muchísimo dinero. No puedo permitirme matarlos. Detendrían el tren. Usted y la muchacha podrían verse involucrados. Pero ya arreglaré algo.

»Dos de ellos viajan en litera. El veterano del bigote y la pipa pequeña está en el compartimento contiguo al de ustedes, aquí, en el número seis. —Hizo un gesto hacia atrás con la cabeza—. Viaja con pasaporte alemán a nombre de «Melchior Benz, vendedor». El moreno, el armenio, está en el número 12. También él tiene pasaporte alemán: «Kurt Goldfarb, ingeniero civil». Tienen billetes hasta París. He visto sus documentos. Tengo un carné de policía. El revisor no puso objeciones. Tiene todos los billetes y pasaportes en su compartimento. El tercer hombre, el del forúnculo en la parte trasera del cuello, resulta que también tiene forúnculos en la cara. Es un bruto con aspecto feo y estúpido. No he visto su pasaporte. Viaja en asiento de primera clase, en el compartimento contiguo al mío. No tiene que entregar su pasaporte hasta que lleguemos a la frontera. Pero ha entregado el billete. —Como un prestidigitador, Kerim sacó un billete amarillo de primera clase que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Volvió a guardarlo de inmediato. Le sonrió a Bond con expresión de orgullo.

—¿Cómo demonios…?

Kerim rió entre dientes.

—Antes de instalarse para pasar la noche, ese buey estúpido fue al retrete. Yo estaba de pie en el corredor, y de repente recordé cómo solíamos robarles a los viajeros cuando yo era niño. Esperé un minuto. Luego fui hasta el retrete y llamé a la puerta. Cogí el pomo con mucha fuerza.

«Revisor —dije en voz alta—. Billetes, por favor.» Lo dije en francés y luego en alemán. Oí un murmullo en el interior. Sentí cómo intentaba abrir. Yo cogí el pomo con mucha fuerza para que él pensara que se había atascado la puerta. «No se apure usted,
monsieur
—le dije con toda cortesía—. Pase el billete por debajo de la puerta.» Probó un poco más con el pomo de la puerta, y oí una respiración agitada. Luego hubo una pausa y un ruidito debajo de la puerta. Allí estaba el billete. Dije
«merci, monsieur»
, con mucha cortesía. Recogí el billete y atravesé el empalme hasta el coche siguiente. —Kerim agitó una mano con desenvoltura—. Me encargaré de que lo hagan bajar del tren, por mucho dinero que tenga. Se le dirá que las circunstancias deben ser investigadas, su declaración corroborada por la agencia que le vendió el billete. Se le permitirá continuar en uno de los trenes siguientes.

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