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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

Delta de Venus (25 page)

BOOK: Delta de Venus
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Como desquite por estos juegos, Bijou consideró que tenía derecho a ir a donde quisiera. El vasco la mantenía en un estado de perpetua excitación y no siempre se molestaba en satisfacerla. Entonces comenzaron sus infidelidades, pero las llevaba a cabo con tanta discreción, que el vasco nunca supo sorprenderla. Bijou recolectaba sus amantes en la Grande Chaumiére, donde posaba para la clase de dibujo. En los días de invierno no se desnudaba rápida y subrepticiamente, como hacían las demás, junto a la estufa, que estaba al lado de la tarima, donde se colocaba la modelo a la vista de todo el mundo. Bijou tenía un arte especial.

En primer lugar soltaba su cabello rebelde y lo sacudía como si fuera una crin. Luego se desabrochaba el abrigo. Sus manos eran lentas y acariciadoras. No se manejaba a sí misma de manera objetiva, sino como una mujer que estuviera indagando con sus propias manos la exacta condición de su cuerpo, acariciándolo en señal de gratitud por sus perfecciones. Su sempiterno vestido negro se adhería a su cuerpo como una segunda piel, y estaba lleno de misteriosas aberturas. Un gesto abría los hombros y dejaba caer el vestido sobre los senos, pero no más allá. Entonces, decidía mirarse en su espejo de mano y examinar sus pestañas. Luego abría la cremallera que descubría las costillas, el comienzo de los pechos y el inicio de la curva del vientre. Todos los estudiantes la observaban desde detrás de sus caballetes; incluso las mujeres fijaban sus ojos en las lujuriosas formas del cuerpo de Bijou, que se deshacía, deslumbrante, del vestido. El cutis sin imperfecciones, los contornos suaves y la carne firme fascinaban a todo el mundo. Bijou tenía una manera de sacudirse como para aflojar los músculos, como hacen los gatos antes de saltar. Ese contoneo, que le recorría todo el cuerpo, hacía que sus senos parecieran estar siendo manoseados con violencia. Acto seguido, tomaba el vestido por el dobladillo, con delicadeza, y lo levantaba lentamente por encima de sus hombros.

Cuando llegaba al nivel de éstos, siempre se quedaba como clavada por un momento. Algo se prendía a su largo cabello.

Nadie la ayudaba, pues todos estaban petrificados. El cuerpo que emergía, sin vello, absolutamente desnudo, mientras permanecía con las piernas separadas para guardar el equilibrio, sobresaltaba a la concurrencia por la sensualidad de cada curva y por su riqueza y feminidad. Las anchas ligas negras estaban colocadas muy arriba. Llevaba medias asimismo negras y, si era un día lluvioso, botas altas de cuero, de hombre. Mientras luchaba con ellas, quedaba a merced de cualquiera que se le aproximara. Los estudiantes se sentían decorosamente tentados. Uno podía tratar de ayudarla, pero en cuanto se acercaba, ella le daba un puntapié, intuyendo sus verdaderas intenciones. Continuaba luchando con el vestido aovillado, agitándose como en un espasmo de amor. Finalmente se liberaba, una vez los estudiantes habían satisfecho sus ojos. Liberaba sus abundantes senos y su pelo ensortijado. En ocasiones le pedían que conservara las botas; aquellas pesadas botas de las que brotaba, como una flor, el marfileño cuerpo femenino. Entonces, una ráfaga de deseo barría la clase entera.

Una vez en la plataforma, se convertía en una modelo y los estudiantes recordaban que eran artistas. Si veía a alguno que le gustaba, mantenía los ojos fijos en él. Era la única oportunidad que tenía de concertar citas, pues el vasco iba a buscarla a última hora de la tarde. El estudiante sabía lo que significaba aquella mirada: que ella aceptaría tomar una copa con él en el café cercano. El iniciado sabía también que ese café tenía dos pisos. Por las noches, el superior estaba ocupado por jugadores de cartas, pero por la tarde se hallaba completamente desierto. Sólo los amantes lo sabían. El estudiante y Bijou irían allí, subirían el breve tramo de escalones señalados con la inscripción lavabos, y se encontrarían en una estancia en penumbra, con espejos, mesas y sillas.

Bijou pidió al camarero que les subiera una copa, se tendió boca arriba en la banqueta de cuero y se relajó. El joven estudiante que había seleccionado temblaba.

Del cuerpo de Bijou emanaba un calor que él nunca había sentido. Cayó sobre su boca; su fresca piel y sus hermosos dientes incitaron a Bijou a que abriera del todo su boca, recibiera su beso y le respondiera con su lengua. Lucharon sobre el largo y estrecho banco y él empezó a acariciar tanto como pudo aquel cuerpo, temiendo que en cualquier momento ella dijera: «Para, que puede subir alguien.»

Los espejos reflejaban su lucha, y el desorden del vestido y el cabello de Bijou. Las manos del estudiante eran flexibles y audaces. Se deslizó bajo la mesa y le levantó la falda. Entonces ella lo dijo: —Para, que puede subir alguien. —Pues que suba. A mí no me va a ver —replicó él. Y era verdad que nadie podía verlo allí, bajo la mesa.

Bijou se adelantó en su asiento, escondiendo la cara entre sus manos, como si estuviera soñando, y permitió al joven estudiante que se arrodillara y enterrase su cabeza bajo la falda.

Se abandonó, lánguida, a los besos y a las caricias. Donde había sentido la brocha de afeitar del vasco, notaba ahora la lengua del joven. Cayó hacia adelante, abrumada por el placer. Entonces oyeron que alguien subía por la escalera y el estudiante se apresuró a levantarse y a sentarse junto a Bijou. Para disimular su confusión la besó. El camarero los halló abrazados y se dio prisa en marcharse una vez concluido el servicio. Ahora las manos de Bijou se dedicaban a hurgar entre las ropas del estudiante. El la besaba con tanta furia que ella cayó de costado sobre el banco, arrastrándole.

—Ven a mi habitación —murmuró el joven—. Por favor, ven a mi habitación. No está lejos.

—No puedo. El vasco no va a tardar en venir a por mí.

Cada uno tomó la mano del otro y la colocó donde podía proporcionar más placer.

Sentados allí, frente a las bebidas, como si estuvieran conversando, se acariciaban.

Los espejos reflejaban sus facciones contraídas, sus labios temblorosos y sus ojos que parpadeaban como si estuvieran a punto de echarse a llorar. En sus caras podía seguirse el movimiento de sus manos. El estudiante boqueaba anhelando aire, como si lo hubieran herido. Otra pareja subió mientras sus manos estaban aún ocupadas y tuvieron que besarse de nuevo, como románticos enamorados.

El estudiante, incapaz de disimular el estado en que se hallaba, se marchó a algún lugar para calmarse por sí mismo. Bijou regresó a la clase con el cuerpo ardiendo.

Pero cuando el vasco fue a buscarla a la hora del cierre, estaba tranquila de nuevo.

Bijou había oído hablar de un vidente y fue a consultarle. Era un hombre corpulento, de color, nativo del África occidental. Todas las mujeres de su barrio acudían a él. La sala de espera estaba llena de mujeres. Frente a Bijou colgaba una gran cortina negra de seda china, bordada de oro. El hombre apareció tras ella. Excepto por su traje, corriente, parecía un mago. Lanzó a Bijou una pesada mirada con sus ojos lustrosos y luego se desvaneció tras la cortina con la última de las mujeres que habían llegado antes que ella. La sesión duró media hora. Después, el hombre levantó la cortina negra y, muy cortés, acompañó a la mujer hasta la puerta situada enfrente.

Le llegó el turno a Bijou. El vidente la hizo pasar bajo la cortina. Se encontró en una habitación casi a obscuras, muy pequeña, adornada con cortinas chinas e iluminada tan sólo por una bola de cristal con una luz debajo que relucía sobre el rostro y las manos del vidente, dejando todo lo demás en la penumbra. Los ojos de aquel hombre eran hipnóticos.

Bijou decidió resistirse a ser hipnotizada y se propuso conservar plena conciencia de lo que estaba ocurriendo. Le pidió que se echara en el diván y permaneciese muy tranquila durante un momento, mientras él, sentado a su lado, concentraba su atención en ella. Cerró sus ojos, y Bijou decidió cerrar los suyos. Por espacio de un minuto, el vidente permaneció en este estado de abstracción; luego apoyó su mano en la frente de Bijou. Era una mano cálida, seca, pesada y electrizante.

Entonces su voz dijo, como en un sueño:

—Usted está casada con un hombre que la hace sufrir.

—Sí —asintió Bijou, recordando que el vasco la exhibía ante sus amigos.

—Tiene unas costumbres raras.

—Sí —dijo Bijou, sorprendida.

Con los ojos cerrados, evocó las escenas con toda claridad. Parecía que el vidente podía verlas también.

—Usted no es feliz —añadió—, y lo compensa siendo muy infiel.

—Sí —repitió Bijou.

Abrió los ojos y vio que el negro la miraba atentamente, así que los cerró de nuevo.

Sintió la mano del vidente en su hombro y oyó que su voz le decía:

—Duérmase.

Aquellas palabras la calmaron, pues en ellas adivinó una sombra de piedad. Pero no podía dormir. Su cuerpo estaba conmocionado. Sabía cómo era su respiración durante el sueño y cómo se movían sus pechos, así que pudo fingir que dormía.

Durante todo ese tiempo sintió la mano en su hombro y su calor la penetró a través de la ropa. El vidente empezó a acariciarle el hombro con tanta suavidad que Bijou temió dormirse de veras, pero no quería renunciar a la placentera sensación que le recorría la espalda al tacto circular de la mano. Se relajó, pues, por completo.

El le tocó la garganta y aguardó. Quería estar seguro de que se había dormido. Le acarició los pechos, Bijou no se estremeció.

Con precaución y habilidad le acarició el vientre, y con una ligera presión del dedo empujó la seda negra del vestido, delineando la forma de las piernas y el espacio entre ellas. Cuando hubo revelado este valle, continuó acariciándole las piernas, que aún no le había tocado por debajo del vestido. Luego, silenciosamente, abandonó la silla y se colocó a los pies del diván, de rodillas. Bijou sabía que en esa posición podía mirar bajo el vestido y comprobar que no llevaba ropa interior. El hombre estuvo contemplándola largo rato.

Luego notó que le levantaba ligeramente el borde de la falda para poder ver más.

Bijou se había tendido con las piernas un poco abiertas y ahora se estaba derritiendo bajo la mirada del vidente. ¡Qué hermoso era ser observada mientras aparentaba dormir y que el hombre se sintiera libre por completo! Notó que la seda se levantaba y se quedó con las piernas al aire. El las estaba mirando con fijeza.

Con una mano las acariciaba suave y lentamente, disfrutando de su plenitud, sintiendo la finura de sus líneas y el largo y sedoso paso que conducía hacia arriba, bajo el vestido. Bijou tuvo dificultades para permanecer acostada con absoluta tranquilidad. Quería separar un poco más las piernas. ¡Con qué lentitud avanzaban las manos! Podía notar cómo reseguían los contornos de las piernas, cómo se demoraban en las curvas, cómo se paraban en la rodilla y luego continuaban. El vidente se detuvo un momento antes de tocar el sexo. Debía de haber estado observando su rostro para comprobar si se hallaba profundamente hipnotizada. Con dos dedos empezó a acariciarle el sexo y a masajearlo.

Cuando sintió la miel que manaba suavemente, deslizó la cabeza bajo la falda, desapareció entre las piernas y empezó a besarla. Su lengua era larga, ágil y penetrante. La muchacha tuvo que contenerse para no avanzar hacia aquella boca voraz.

La lamparilla difundía una luz tan tenue que Bijou se arriesgó a entreabrir los ojos. El había retirado la cabeza de la falda y estaba despojándose lentamente de sus ropas.

Permaneció en pie junto a ella, magnífico, alto, como una especie de rey africano, con los ojos brillantes, los dientes al descubierto y la boca húmeda.

¡Nada de moverse, nada de moverse!, para permitirle hacer cuanto quisiera. ¿Y qué iba a hacer un hombre con una mujer hipnotizada, de la que nada tenía que temer y a la que no había por qué contentar?

Desnudo, se elevó por encima de ella y luego, rodeándola con sus brazos, la puso cuidadosamente boca abajo. Ahora Bijou yacía ofreciendo sus suntuosas nalgas. El levantó el vestido y puso al descubierto los dos montes. Actuó despacio, como para regalarse la vista. Sus dedos eran firmes y cálidos cuando separó su carne. Se inclinó sobre ella y empezó a besar la fisura. Acto seguido, deslizó las manos en torno al cuerpo y lo levantó hacia sí, para poder penetrarla desde atrás. Al principio, sólo halló la abertura posterior, que resultaba demasiado pequeña y cerrada para ser franqueada, y luego dio con la otra, más ancha. Por un momento, se dedicó a entrar y salir, y luego se detuvo.

De nuevo la volvió boca arriba, para poder contemplarse mientras la tomaba por delante. Sus manos buscaron los pechos bajo el vestido y los estrujaron con violentas caricias. Su sexo era ancho y la llenaba por completo. Se lo introdujo con tal furia, que Bijou pensó que tendría un orgasmo y se delataría. Deseaba experimentar placer sin que él se diera cuenta. Le excitó tanto el ritmo de las embestidas sexuales, que una de las veces, cuando se deslizaba fuera para arremeter de nuevo, sintió que el orgasmo llegaba.

Todo su deseo se concentraba en sentirlo otra vez. El trataba ahora de empujar su sexo en la boca entreabierta dé ella. Ella se abstuvo de responder y se limitó a abrirla un poco más. Evitar que sus manos lo tocaran y evitar que su cuerpo se moviese era un esfuerzo sobrehumano. Pero deseaba experimentar de nuevo aquel extraño placer de un orgasmo robado, igual que él sentía el placer de aquellas caricias robadas.

La pasividad de Bijou lo estaba conduciendo al frenesí. Había acariciado todos los rincones de su cuerpo, la había penetrado de todas las formas posibles y ahora estaba sentado sobre su vientre y apretaba su sexo entre los dos senos, aplastándolos e imprimiéndoles un movimiento circular. Bijou podía sentir su vello restregándose contra ella.

Y entonces perdió el control. Abrió la boca y los ojos al mismo tiempo. El hombre gruñó encantado y presionó la boca contra la suya, al tiempo que restregaba contra ella todo su cuerpo. La lengua de Bijou golpeaba contra su boca, mientras él le mordía los labios.

De pronto, el vidente se detuvo y dijo;

—¿Quieres hacer algo por mí?

Ella asintió.

—Voy a tenderme en el suelo; tú te pondrás a horcajadas sobre de mí y me dejarás mirar bajo tu vestido.

Se echó, pues, en el suelo, y Bijou se agachó sobre su rostro, sosteniendo su vestido para que cayera y le cubriera la cabeza. Con las dos manos, el negro agarró las nalgas como si fueran dos frutos, y pasó una y otra vez su lengua entre ambos montes. Ahora tocaba el clítoris, lo que hizo que Bijou se moviera adelante y atrás.

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