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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

Delta de Venus (21 page)

BOOK: Delta de Venus
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—Aquí no, Pierre. Espera que lleguemos a casa. La gente nos verá. Por favor, espera. ¡Oh, Pierre, me estás haciendo daño! Mira, el guardia nos observa. Y ahora estamos detenidos aquí, y la gente puede vernos desde la acera. ¡Pierre, Pierre, para!

Pero mientras se defendía débilmente y trataba de zafarse, fue conquistada por el placer. Sus esfuerzos para sentarse con tranquilidad aún la hicieron más consciente de cada movimiento de Pierre. Ahora Elena temía que él pudiera acelerar su acto impulsado por la velocidad del taxi y por el miedo de que pronto se detuviera frente a la casa y el conductor se volviera hacia ellos. Y ella deseaba gozar de Pierre, quería reafirmar su vínculo y la armonía de sus cuerpos. Los observaban desde la calle pero no lograba zafarse; él mantenía sus brazos en torno a ella. Entonces, una violenta sacudida del taxi a causa de un hoyo en la calzada los separó. Era demasiado tarde para reanudar el abrazo; el vehículo acababa de pararse. Pierre apenas tuvo tiempo de abotonarse. Elena se dio cuenta de que parecían ebrios y desgreñados. La languidez de su cuerpo le dificultó los movimientos.

Pierre estaba penetrado de un perverso placer por esta interrupción. Le gustaba sentir sus huesos como mezclados en su cuerpo y la casi dolorosa retirada de la sangre. Elena compartió su nuevo capricho; más tarde ambos yacían en el lecho acariciándose y conversando. Elena contó entonces a Pierre la historia que había oído aquella mañana de una joven francesa que cosía para ella.

«Madeleine trabajaba en unos grandes almacenes. Procedía de la más pobre familia de traperos de París. Su padre y su madre vivían de hurgar en los cubos de basura y de vender los fragmentos de hojalata, cuero y papel que encontraban. Madeleine trabajaba en el suntuoso departamento de muebles de dormitorio, bajo la supervisión de un suave, amarillento y tieso encargado. Ella nunca había dormido en una cama; sólo en un montón de trapos y periódicos, en una chabola. Cuando la gente no miraba, palpaba las colchas de raso, los colchones y los almohadones de plumas como si fueran de armiño o chinchilla. Poseía un don natural parisiense para vestirse con elegancia con el dinero que otras mujeres gastaban sólo en medias. Era atractiva, con ojos chispeantes, pelo negro rizado y curvas bien redondeadas.

Alimentaba dos pasiones: una, robar unas pocas gotas de perfume o colonia de la sección de perfumería, y otra esperar a que el almacén estuviera cerrado para poder tenderse en las camas más blandas y hacer como que dormía allí. Prefería las que tenían dosel, pues se sentía más segura acostada bajo cortinas. El encargado solía tener tanta prisa por marcharse que podía disponer de unos pocos minutos para recrearse en su fantasía. Pensaba que cuando yacía en una cama semejante, sus encantos femeninos quedaban un millón de veces realzados y hubiera querido que los hombres elegantes que veía en los Campos Elíseos la contemplaran allí y se percataran del buen aspecto que presentaba en un hermoso dormitorio.

Su fantasía se hizo más compleja. Se las arregló para poner un tocador con espejo frente a la cama, de tal manera que podía admirarse echada. Un día, cuando ya había cumplido con todas las etapas de la ceremonia, vio que el encargado la había estado mirando sorprendido. Cuando estaba a punto de saltar de la cama, él la detuvo.


Madame
—dijo (siempre la había llamado
mademoiselle
)—, estoy encantado de conocerla. Espero que le haya complacido esta cama hecha para usted, según sus instrucciones. ¿La encuentra bastante blanda? ¿Cree usted que le gustará a
monsieur
le Comte?

—Afortunadamente,
monsieur
le Comte ha salido de viaje, estará fuera una semana y yo podré gozar de mi cama con alguien más —replicó ella, sentándose y ofreciendo su mano a aquel hombre—. Ahora bésela como si besara la mano de una dama en un salón.

Sonriendo, obedeció con delicada elegancia. En aquel momento, oyeron un ruido y ambos se esfumaron en distintas direcciones.

Todos los días robaban cinco o diez minutos a la desbandada de la hora del cierre.

Con la excusa de poner cosas en orden, quitar el polvo o rectificar errores en las etiquetas de los precios, montaban la escena. El encargado añadió el toque más efectivo: un biombo. Más tarde, sábanas con puntillas procedentes de otro departamento. Hizo la cama y abrió el embozo. Después de besar las manos a la muchacha conversaron. El la llamaba Nana. Como ella no conocía el libro, se lo regaló. Lo que ahora preocupaba al encargado era que el vestidito negro de Madeleine no hacía juego con la colcha color pastel. Tomó prestado un sutil négligé que llevaba un maniquí durante el día y cubrió a Madeleine con él. Aunque pasaran por allí vendedores o vendedoras, no verían la escena tras el biombo.

Cuando Madeleine hubo gozado del besamanos, el encargado depositó un beso más arriba, en el brazo, en la parte interior del codo. Allí el cutis era más sensible, y cuando ella dobló el brazo, pareció como si el beso quedara encerrado y potenciado.

Madeleine lo dejó allí como si conservara una flor; más tarde, cuando estuvo sola, abrió el brazo y se besó en el mismo sitio, como para devorarlo más íntimamente.

Ese beso, depositado con tanta delicadeza, era más poderoso que todos los pellizcos groseros que había recibido por la calle como tributo a sus encantos, o que las obscenidades susurradas por los obreros:
Viens que je te suce
.

Al principio, el encargado se sentaba a los pies de la cama, pero acabó tendiéndose al lado de la muchacha para fumarse un cigarrillo con todo el ceremonial de un adicto al opio. Los alarmantes pasos al otro lado del biombo daban a su encuentro el carácter secreto y peligroso de una cita de amantes.

—Debemos escapar a la celosa vigilancia del conde —dijo Madeleine—. Me está poniendo nerviosa.

Pero su admirador fue lo bastante sagaz como para no decir: «Pues venga usted conmigo a cualquier hotel.» Sabía que aquello no podía suceder en una habitación sucia, en una cama de latón con mantas desgarradas y sábanas grisáceas. El encargado depositó un beso en el lugar más cálido del cuello de Madeleine, bajo el rizado cabello, luego en el borde de la oreja, donde la muchacha no pudo llegar después; donde tuvo que limitarse a tocarse con los dedos. Su oreja ardió todo el día después de ese beso, pues más bien fue un pequeño mordisco.

En cuanto Madeleine se acostaba, la invadía una languidez que podía deberse a su concepción de la conducta aristocrática, a los besos que ahora caían como collares sobre su garganta y más abajo, en el nacimiento de los senos. No era virgen, pero la brutalidad de los ataques que había sufrido, aplastada contra una pared en las calles obscuras, pegada al suelo de un camión o tumbada en las chabolas de los traperos, donde la gente copulaba sin molestarse siquiera en mirarse a la cara, nunca la había excitado tanto como aquel gradual y ceremonioso cortejo de sus sentidos. Durante tres o cuatro días el encargado hizo el amor a sus piernas. Hizo que se calzara aquellas zapatillas forradas de piel, la despojó de las medias, le besó los pies y se los sostuvo como si estuviera poseyendo su cuerpo entero. Por entonces, ya estaba dispuesto a levantarle la falda, y había inflamado tanto el resto del cuerpo de Madeleine que ya estaba madura para la posesión final.

Como disponían de poco tiempo, porque tenían que abandonar el almacén con los demás, el encargado tuvo que prescindir de las caricias para poder poseerla. Y ahora ella no sabía qué prefería: si sus caricias se prolongaban demasiado, no tendría tiempo de tomarla; si procedía directamente, experimentaría menos placer.

Tras el biombo se desarrollaron escenas propias de los más fastuosos dormitorios, sólo que con más prisas, y cada vez tenían que volver a vestir el maniquí y rehacer la cama. Nunca se encontraron más que en aquellos momentos; aquél era su sueño del día. El sentía desprecio por las sórdidas aventuras de sus camaradas en hoteles de cinco francos Actuaba como si hubiera visitado a la más agasajada prostituta de París y fuera el
amant de coeur
de una mujer mantenida por los hombres más ricos.»

—¿Llegó a destruirse el sueño? —preguntó Pierre.

—Sí. ¿Te acuerdas de la huelga de grandes almacenes? Los empleados permanecieron allí encerrados durante dos semanas. En ese tiempo, otras parejas descubrieron la blandura de las camas de mejor calidad, de los divanes, sofás y
chaise longues
, y también las variantes con que pueden amenizarse las posturas de amor cuando las camas son anchas y bajas, y los ricos tejidos acarician la piel. El sueño de Madeleine se convirtió en propiedad pública y en una vulgar caricatura de los placeres que ella había conocido. El carácter único de su encuentro con su amante tocó a su fin. El volvió a llamarla
mademoiselle
y ella
monsieur
. El encargado llegó, incluso, a encontrar deficiencias en el trabajo de vendedora que llevaba a cabo Madeleine, y ella acabó por dejar el almacén.

Elena alquiló una vieja casa en el campo para pasar los meses de verano, y tenía que pintarla. Miguel había prometido ayudarla. Comenzaron por el desván, pintoresco y complejo: una serie de pequeñas e irregulares habitaciones, unas dentro de otras, añadidas en ocasiones como ocurrencias tardías.

También estaba allí Donald, pero a él no le interesaba pintar. Se iba a explorar el vasto jardín, la aldea y el bosque que rodeaba la casa. Elena y Miguel trabajaban solos, cubriendo lo mejor que podían con pintura las viejas paredes. Miguel sostenía su brocha como si estuviera ejecutando un retrato y se apartaba para examinar sus progresos.

Mientras trabajaban juntos recuperaron el humor de su juventud.

Para sorprenderla, Miguel se refirió a su «colección de culos» y pretendió que ése era un aspecto peculiar de la belleza que le tenía cautivado, pues Ronald lo poseía en el más alto grado. El arte consistía en hallar un culo que no fuera demasiado esférico, como el de la mayor parte de las mujeres, ni demasiado plano, como el de casi todos los hombres, sino algo intermedio, algo digno de ser agarrado.

Elena se reía. Pensaba que cuando Pierre le volvía la espalda se convertía en una mujer para ella y le hubiera gustado violarlo. Podía imaginar a la perfección los sentimientos de Miguel cuando yacía sobre la espalda de Donald.

—Si el culo es lo bastante redondeado y firme, y el muchacho no se ha puesto en erección —dijo Elena—, entonces no hay mucha diferencia con respecto a una mujer.

¿Tanteas pues en busca de la diferencia?

—Sí, desde luego. Piensa lo lamentable que resultaría no encontrar nada ahí, y también hallar el exceso de las prominencias mamarias más arriba: pechos para dar de mamar, algo para quitarle a uno el apetito sexual.

—Algunas mujeres tienen los pechos muy pequeños —dijo Elena.

Ahora le tocaba a ella encaramarse a la escalera para alcanzar una cornisa y la inclinada esquina del tejado. Al levantar el brazo, arrastró hacia arriba su falda. No llevaba medias. Sus piernas eran suaves y delgadas, sin «exageraciones esféricas», como había dicho Miguel rindiéndoles homenaje ahora que sus relaciones estaban a salvo de cualquier esperanza sexual por parte de Elena.

El deseo de Elena de seducir a un homosexual era un error común entre mujeres.

Por regla general, hay un punto de orgullo femenino en eso; un deseo de probar el propio poder contra rarezas muy enraizadas, tal vez un sentimiento de que todos los hombres que escapan a la regla deben ser de nuevo seducidos. Miguel sufría tales embates todos los días. No era afeminado, se comportaba normalmente y sus gestos eran masculinos. Pero en cuanto una mujer empezaba a desplegar su coquetería ante él, era presa del pánico. Preveía de inmediato todo el drama: la agresión de la mujer, la interpretación de su pasividad como simple timidez, sus insinuaciones y el odiado momento en que debería rechazarla. Nunca podía hacerlo con calma e indiferencia. Era demasiado tierno y compasivo. A veces sufría más que la propia mujer, cuya vanidad era todo cuanto importaba. Mantenía una relación tan familiar con las mujeres, que siempre sentía como si estuviera hiriendo a una madre, a una hermana o de nuevo a Elena, en una de sus transformaciones.

Por entonces sabía ya qué daño le había causado a Elena al ser el primero en inspirarle dudas acerca de su capacidad para amar o para ser amada. Cada vez que Miguel rechazaba las insinuaciones de una mujer, pensaba que estaba cometiendo un crimen menor, que mataba una fe y una confianza para siempre.

¡Qué hermoso era estar con Elena, gozando de sus encantos femeninos sin peligro! Pierre se encargaba de la Elena sensual. Al mismo tiempo, ¡qué celoso estaba Miguel de Pierre! Tanto como lo había estado de su padre cuando era pequeño. Su madre siempre lo echaba de la habitación en cuanto entraba el padre. Este se mostraba impaciente por verle salir. Odiaba la forma en que se encerraban juntos durante horas. En cuanto su padre se marchaba, el amor, los abrazos y los besos de su madre volvían a él.

Cuando Elena decía «Voy a ver a Pierre», sucedía lo mismo. Nada podía hacerla volver. No importaba cuánto placer sintieran juntos, ni cuánta ternura derramara ella sobre Miguel: cuando era hora de estar con Pierre, nada podía retenerla.

Le atraía también el misterio de la masculinidad de Elena. En cualquier lugar que estuviera con ella sentía aquella vital, activa y pasiva acción de su naturaleza. En su presencia renegaba de su pereza, de su vaguedad, de sus dilaciones. Ella era el catalizador.

Miró sus piernas. Piernas de Diana, de Diana cazadora, el muchacho-mujer. Piernas para correr y saltar. Le invadía una poderosa curiosidad por ver el resto de su cuerpo. Se acercó más a la escalera. Las estilizadas piernas desaparecían en unas bragas con puntillas. Quiso ver más.

Ella miró abajo, hacia él, y le encontró de pie observándola con los ojos dilatados.

—Elena, sólo quisiera ver cómo estás hecha.

Ella le sonrió.

—¿Me dejarás que te mire?

—Ya me estás mirando.

Miguel levantó el extremo de la falda y la abrió como un paraguas sobre él impidiendo a Elena que le viera la cabeza. Ella empezó a descender de la escalera, pero las manos de Miguel la detuvieron. Habían agarrado la goma de las bragas y la ensancharon para bajárselas. Elena permaneció en mitad de la escalera, con una pierna más alta que otra, lo que impedía descender a las bragas. Miguel atrajo la pierna hacia sí para poder sacárselas del todo. Apoyó cariñosamente las manos en sus nalgas. Al igual que un escultor, resiguió los exactos contornos y sintió su redondez y su firmeza como si se tratara del simple fragmento de una estatua que hubiera desenterrado y de la que se hubiera perdido, el resto del cuerpo. No tomó en consideración la carne circundante ni las curvas. Acarició sólo las nalgas y gradualmente las atrajo hacia abajo, cada vez más cerca de su cara, impidiendo que Elena se volviera mientras bajaba.

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