Read Cormyr Online

Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (39 page)

BOOK: Cormyr
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Oh, Aunadar! —exclamó la princesa real con un suspiro de agradecimiento bañado en lágrimas—. ¡No sé qué haría sin ti! Todos esos hombres hoscos que vienen a pedirme que tome decisiones, cuando en realidad lo único que esperan es que cometa un solo error...
uno solo
. Entonces podrán reír, asentir condescendientes y decir: «¡Ah, sabía que no estaba preparada para gobernar! ¿Veis el desastre que ha obrado en nuestras tierras? ¡Lo mejor sería ejecutarla de inmediato o enviarla a cualquiera de nuestros lechos para que dé a luz un heredero a quien podamos respaldar como al legítimo rey!».

—Creo que estáis preparada para reinar, princesa mía. Yo me dispongo a luchar con esta espada para daros esa oportunidad, ¡y me enfrentaría a todos los magos de Faerun si fuera necesario!

—¡Oh, Aunadar! —Tanalasta volvió a ahogar un grito. En la penumbra del armarito de la servidumbre, Vangerdahast hizo ademán de llevarse los dedos a la boca para provocarse el vómito, en una burla que carecía de espectadores. Si tenía que escuchar más cosas como aquélla...

Los sonidos húmedos y los murmullos que llegaban a sus oídos daban a entender que se estaban besando. Eran besos desesperados, largos y hambrientos, de los que provocan el desmayo a las camareras de la casa real, y a los ancianos recordar el pasado sumidos en la nostalgia. Vangerdahast casi abrió de par en par la puerta del pequeño armario, para sorprenderlos con las manos en la masa.

—Ahora debo irme, querida —dijo Aunadar—. El mago se muestra incansable en su capacidad para urdir intrigas y planes, y mientras nosotros estamos aquí hablando él no para de tejer. Mis amigos y yo debemos mostrarnos incansables en nuestra lucha, ¡o ninguna de las familias nobles de esta tierra será leal a la reina Tanalasta, cuando ésta sea coronada!

—¡No digas eso, Aunadar! —protestó la princesa—. Mi padre se recuperará y...

—Por supuesto —interrumpió el noble, bajando el tono de su voz—. Y cuando lo haga, vos podréis demostrar lo decisiva y equilibrada que fue vuestra capacidad para administrar el reino, vuestra devoción mientras él guardó reposo. Sé que lo haréis. Adiós, Tana, hasta que nuestros labios vuelvan a encontrarse.

—¡Oh, Aunadar, ten cuidado! ¡El mago tiene agentes en todas partes! ¿Tendrás cuidado?

—Lo tendré, princesa —la voz del joven Bleth parecía alejarse, y la puerta se cerró. Tanalasta estalló en sollozos.

Vangerdahast la escuchó llorar durante un rato, con la compasión dibujada en su ceño fruncido, hasta que se encogió de hombros. ¿Así que quería ser una verdadera Obarskyr? Entonces había llegado el momento... es más, había pasado ya el momento de que demostrara de qué pasta estaba hecha. Regir un reino no era algo con lo que se pudiera jugar.

Abrió la puerta sin hacer ruido y se acercó hasta el diván donde ella permanecía sentada con el cuerpo doblado y la cara hundida entre las manos. Aquél parecía su lugar preferido, y sin duda lo habían utilizado mucho durante los últimos meses, ella y el joven Bleth, que se habrían sentado juntos sosteniendo sus manos antes y después de cada banquete en la corte.

Vangerdahast suspiró aposta y se sentó bruscamente junto a la princesa. Tanalasta levantó la cabeza de forma automática. Estaba tan pálida como una estatua, excepto por dos surcos de lágrimas plateadas que descendían por sus mejillas desde aquellos dos ojos enrojecidos.

—¡Usted! —exclamó, horrorizada—. ¿Cómo ha entrado aquí?

—Magia, alteza —respondió Vangerdahast, esbozando una sonrisa—. Ya sabéis, chasqueo los dedos y... ¡Por esta razón Cormyr sigue siendo tan fuerte como siempre!

Tanalasta se levantó y se volvió hacia él; sus ojos rezumaban puro odio.

—¿Me está amenazando, mago?

—Yo jamás amenazo, niña, pero sí prometo —respondió con voz serena a su mirada asesina el mago de la corte.

Los labios de Tanalasta dibujaron una línea apenas perceptible.

—¡Tendría que ordenar que lo encadenaran y lo encerraran en un calabozo, tras haber sido azotado, y al final cortar su cabeza por haber irrumpido en las estancias de una dama sin su permiso! ¡Podría usted haber entrado aquí con intención de dar a Cormyr un heredero!

—Temo que no se trate de algo tan trabajoso, princesa —respondió Vangerdahast abriendo desmesuradamente los ojos y moviéndolos de un lado a otro—. No, he venido a veros por otra razón. —Hundió la mano en su túnica y sacó un pergamino plegado. Tanalasta abrió los ojos como platos al ver los sellos reales estampados en el documento.

—No, no se trata de la escritura falsificada que el joven Aunadar ha estado diciendo a todo el mundo que yo me procuro mediante el uso de la magia —dijo el mago—. Si os molestáis en comprobarlo vos misma, veréis que los sellos no han sido abiertos y que ninguno de ellos pertenece a Azoun.

Le tendió el pergamino, y tras una breve vacilación, ya que temía activar alguna especie de trampa mágica, la princesa se lo arrebató de las manos, para acto seguido examinar los sellos. El sello del Estado, el antiguo sello de la corte —que se encontraba en el torreón de su madre, la reina—, y el propio sello de Filfaeril, con los dos diminutos medallones Obarskyr que siempre añadía.

Tanalasta rompió los sellos con visible impaciencia, y se quedó petrificada por temor a la posibilidad de haber desatado una trampa mágica; al ver que no sucedía nada anormal, abrió el documento.

—Como podéis comprobar —dijo Vangerdahast, en tono cansino—, se trata de un escrito reciente relacionado con la regencia, firmado por vuestra madre la reina Filfaeril. Puesto que tanto vos como ese Bleth vuestro parecéis despreciar de tal modo la autoridad del propio rey Azoun en un anterior documento, así como la de su padre Rhigaerd, tuve la precaución de procurarme otra autorización que diera fe de mi autoridad. También, como podréis ver, espera vuestra firma. Ante todo, mi primera prioridad, como siempre, es la seguridad del reino, pues no tengo interés en gobernar con las protestas insidiosas de la heredera Obarskyr como telón de fondo, si de algún modo puedo evitarlo.

—¿De veras cree que voy a firmar esto? —inquirió la princesa, cuyas aletas de la nariz daban muestra de su enfado.

—Espero que consideréis las implicaciones de todo cuanto quiera que hagáis, que tengáis en mente el bien del reino antes que vuestros propios deseos. Es lo que vuestros ancestros, y los magos que los sirvieron, desde el propio Baerauble el Sabio hasta, en fin, un servidor, han hecho desde tiempos inmemoriales. En eso, precisamente, consiste el ocupar el Trono Dragón.

—Usted lo que quiere es obligarme a entregarle la corona —susurró Tanalasta, cuya voz temblaba de la rabia.

—No, moza, no es eso —repuso llanamente el mago—. Si ceñir la corona fuera lo único que me interesara, podría hacerme con ella en cualquier momento, cosa que sabéis de sobra. Tal y como Aunadar no ceja de recordaros, dispongo de
todos
esos hechizos.

—¿Entonces por qué no os habéis apoderado de ella? ¿Por qué razón no os habéis erigido en regente? —preguntó Tanalasta, casi a voz en cuello—. ¿Cuál es vuestro juego, mago?

—La vida es mi único juego, Tanalasta... La vida del reino, y de todos y cada uno de los nobles que intrigan, de los perros que lamen la mano que los golpea, y de las princesas tontorronas que habitan en él. Mi trabajo consiste en fortalecer Cormyr, no en ampliar sus fronteras, no en procurar su decadencia, sino en convertirlo en un lugar donde se viva mejor. El mío es un juego donde las apuestas se resuelven a largo plazo, soy un corredor de fondo, aunque, por supuesto, ésa ha sido siempre mi forma de ser.

Tanalasta frunció el entrecejo, y sin apartar la mirada del mago, empezó lentamente a arrugar el documento. De pronto se produjo un destello de luz, un suave y paralizador movimiento de las yemas de sus dedos, y descubrió que no tenía nada en las manos.

Ahora era Vangerdahast quien sostenía el pergamino. De hecho, lo agitaba delante de sus narices.

—¿Debo interpretar que no estáis dispuesta a firmarlo? —preguntó el mago, enarcando las cejas.

—¡Jamás! —respondió Tanalasta—. ¡No sé qué clase de magia ha utilizado con mi madre para conseguir que lo firme, pero jamás en la vida conseguirá que yo participe en sus intrigas! ¿Qué le ha hecho?

—¿Hecho yo? ¿A ella? —Vangerdahast pestañeó—. Nada, niña. Me parece que habéis leído demasiadas novelas.

—¡Fuera de aquí! —gritó Tanalasta, señalando la puerta con ademán imperioso—. ¡Salga ahora mismo de aquí!

—No podréis huir siempre de los problemas, supongo que de eso ya sois consciente —respondió el mago levantándose—. Si no queréis gobernar el reino, alguien tendrá que dar un paso al frente y hacerlo por vos.

—¿Alguien como usted? —preguntó la princesa con una mueca burlona.

—O cualquiera... —el mago se encogió de hombros— si de veras a vos no os importa quién sea; literalmente cualquiera podría hacerse cargo del trono. Un mercader ambicioso de Sembia, quizás, o un zhentarim, o una clérigo de Loviatar, que podría considerar las labores del gobierno satisfactoriamente dolorosas. ¿Quién sabe? Decidir si gobernar o no, o qué hacer si aceptáis el peso de la corona, es una decisión que tan sólo os atañe a vos... y, princesa, sería mejor para el reino que esa decisión la tomarais vos sola, no con Aunadar. No con vuestras camareras. No con Alaphondar o Dimswart, ni siquiera conmigo. De otro modo, no podríais considerarla una decisión vuestra.

—La puerta os espera —repuso fríamente Tanalasta.

—Hasta nuestro próximo encuentro, princesa. —Vangerdahast se inclinó ante ella, e hizo ademán de hincar la rodilla.

—¡Espero que eso no suceda nunca! —gritó ella, dejando traslucir su ira en la voz.

—¿Podemos entonces decir «hasta que toméis vuestra decisión»? —preguntó con la mano en la puerta. Al cabo de un momento la había atravesado y se alejaba caminando, mientras escuchaba cómo la princesa la emprendía con la valiosa cristalería y los jarrones de su estancia, sin dejar de llorar, y a continuación arrojaba todas las botellas de perfume contra la puerta que acababa de cerrar a su espalda.

—Siempre resulta tan agotador —dijo el mago supremo de la corte a nadie en particular, mientras caminaba con andar cansino por los salones de vuelta a sus dependencias— tener que tratar con criaturas. Creo que cuidar de niñas pequeñas requiere demasiado esfuerzo para mí. —Entonces pensó en Alusair cuando la llamó en la lejanía, arropada por una banda de exploradores, con el pelo mecido por el viento y bañada la mitad de su cuerpo en sangre, y dijo hosco—: Y, por supuesto, está la otra opción.

Cuando en aquella ocasión desapareció el fulgor, Vangerdahast se encontraba a unos pasos de las protecciones que la mago Cat había establecido para proteger el castillo Piedra Roja. La puerta delantera estaba abierta, por supuesto. Entró echando un vistazo a los jardines con una mirada reprobatoria y percibió que lady Wyvernspur parecía haberse hecho con el control de la situación. Muy cansado —¿acaso un mago llegaba alguna vez a atar todos y cada uno de los cabos sueltos habidos y por haber?—, recorrió el espacio que lo separaba de la escalinata.

Al acercarse a los peldaños que conducían a las puertas frontales, éstas se abrieron, y Giogi Wyvernspur apareció resplandeciente, vestido con unos calzones de cuero color beige, una blusa púrpura con fajín de oro y una media capa, además de un par de botas marrones, gastadas y de aspecto cómodo. Vangerdahast suspiró aliviado; justo la persona que deseaba ver. Al menos no tendría que perder una hora con amenazas y preguntas a la servidumbre, y muchachas borboteando admiradas ante la presencia del mago más poderoso de la tierra de...

Giogi olisqueó el aire de la mañana, sonrió contento y miró a su alrededor, a punto de resbalar por la escalinata de la sorpresa que se llevó al ver al anciano mago de la barba, vestido sin ceremonias, mirándolo a su vez al pie de la escalinata.

—¡Dioses! Vaya... Es decir, bienvenido, Vangey... esto, mago supremo de la corte —dijo, haciendo una mueca—. ¿Cómo van los trapicheos de quien rige Cormyr desde detrás del trono?

—De eso precisamente venía a hablar con usted —respondió Vangerdahast, serio, cogiendo al noble del brazo—. ¿Aún queda por aquí alguno de esos incómodos bancos de piedra?

—Parece serio —suspiró Giogi—. Yo diría que vamos a hablar largo y tendido, ¿me equivoco? —Señaló hacia adelante y volvió a suspirar—: Por allí.

—Quizás haya oído hablar —dijo el mago apenas se hubieron sentado—, aunque tal vez sea demasiado suponer por mi parte, de la muerte del duque Bhereu, y de que tanto el barón Thomdor como el rey tienen ya un pie en la tumba, que su muerte es inevitable e inminente. Tenga la completa seguridad de que, al menos, esto que acabo de decirle es la verdad y nada más que la verdad.

—Habíamos oído rumores —dijo Giogi, súbitamente sombrío—, incluso en el campo, pero desconocíamos los detalles. ¿Cómo ha sucedido tal cosa?

—Un accidente de caza, en el que existen serios indicios de traición —respondió Vangerdahast—, indicios en los que aún no hemos podido profundizar. Más tarde le hablaré de los detalles, pero antes debo decirle el objeto de mi visita.

Giogi aún boqueaba como un vulgar pez de los puertos de Immersea.

—Ah... oh...

—Por el bien del reino —dijo gravemente Vangerdahast—, creo que en esta ocasión debo asumir el título de regente. Filfaeril está deshecha por el dolor, a Alusair no hay quien la encuentre y la princesa real Tanalasta bebe los vientos por un joven noble, que no cesa de decirle lo que tiene que hacer para gobernar el reino. Por desgracia, prefiere derramar sus lágrimas a regir el reino, de modo que no me queda más remedio que asumir las responsabilidades que implica la regencia, al menos de momento.

—¿Y...? —preguntó Giogi, boquiabierto.

—Y necesito saber quién me apoyaría como regente... en particular si la princesa Tanalasta o un grupo nutrido de nobles se opusiera a mi decisión, o presentara una alternativa a la regencia para nuestra tierra. Si Vangerdahast se declarara regente, ¿podría confiar en el apoyo de los Wyvernspur?

Silencio. Giogi se aclaró la garganta y dijo finalmente:

—Bueno... todo esto es tan repentino...

—Eso es, más o menos, lo que Tanalasta ha estado diciendo a medida que transcurrían los días —repuso Vangerdahast, cortante—. Debo saberlo, Giogioni, y necesito saberlo ya. ¿De qué parte están los Wyvernspur?

—¡Ah... Ajá! Bien —dijo Giogi, indeciso, antes de levantarse para caminar. Se llevó la mano a la espada, y de pronto miró al mago con la mano en la empuñadura—. ¿De modo que Thomdor aún sigue con vida? —preguntó—. ¿Y el rey también?

BOOK: Cormyr
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Undergrounders by David Skuy
Tick Tock by James Patterson
Trinity's Child by William Prochnau
L.A. Dead by Stuart Woods
It's Complicated by Sophia Latriece
Cenizas by Mike Mullin
Lost Time by Ilsa J. Bick