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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (37 page)

BOOK: Cormyr
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—Lo sospechábamos —respondió Amedahast—. En primer lugar, fue la razón por la que escogimos Dheolur. Obtendríamos el apoyo de las tropas de Cuerno Alto si conquistáramos una población, pero si capturamos o matamos al líder, quizá cunda el pánico entre los piratas.

«¿Y qué me dices del caos que cundirá entre los nuestros, si somos nosotros quienes perdemos al soberano y a la mago de la corte?», pensó Crownsilver. Pero se limitó a decir:

—¿Os parece una buena idea, majestad? Apenas sumamos una veintena de hombres, y esta noche hay luna llena. Nos verán en cuanto abandonemos el amparo del bosque.

—Nos sorprenderán un puñado de guardias borrachos, de vigilantes más interesados en lo que suceda en el interior del salón de festejos que en el exterior. ¿Recuerdas dónde está el salón de festejos de Dheolur?

—Sí —respondió Crownsilver, impasible—. También recuerdo el muro de veinte pies de alto que protege la posición. ¿Qué vamos a hacer con ese pequeño detalle? Quizás Amedahast pueda utilizar algún hechizo que nos permita superar el muro.

Amedahast lanzó a la Crownsilver una mirada capaz de helar a cualquiera la sangre en las venas, pero Elvarin ni se inmutó. Si iba a morir por su rey, no sería por haber olvidado un detalle tan simple como una puerta principal.

—El plan está trazado —respondió Duar en voz baja—. Confía en mí y sígueme, como lo has hecho hasta ahora.

El granjero regresó por donde había llegado, seguido de Amedahast, Duar, Crownsilver y los demás. Dejaron sus caballos en retaguardia. Elvarin sabía que si aquella noche necesitaban las monturas, sería porque habían perdido la partida por la mano.

Dheolur estaba rodeada por una empalizada recia, que se alzaba a modo de protección alrededor de los almacenes y casas de la familia Dheolur. La familia noble traidora. Elvarin recordó lo que no podía ver a causa de la oscuridad.

Aquel lugar necesitaba la protección ofrecida por la muralla, ya que, en los mejores tiempos, aparecían trasgos y otros monstruos después de vagar por el Bosque del Rey. En su interior, en aquel momento, se hallaría lord Dheolur; Pella, su hermana, despreciable como un reptil, y lady Threena, nacida en Cormaeril, pero que se había unido por matrimonio a la familia. De todos ellos, Threena era la única que valía algo más que un cubo lleno de sebo. Elvarin tenía la esperanza de sobrevivir a aquella noche. Aunque todos ellos, mientras avanzaban por el bosque con gran precaución, esperaban hacerlo.

El salón de festejos también estaba en uno de los almacenes principales, que había sido vaciado para la ocasión. Se encontraba en la parte derecha de la empalizada, con la mansión de Dheolur a su izquierda, un conjunto feo y abigarrado de torres pretenciosas y alas construidas sobre las ruinas de un templo. «¿Un templo dedicado a...?», pensó Elvarin. No sin cierto fastidio por la naturaleza de la información, Threena Cormaeril se lo había confesado en una ocasión. Se trataba de una deidad menor, maliciosa de temple, dedicada a la podredumbre y a la decadencia.

Semejante dios o diosa lo hubiera pasado en grande allí. Dheolur estaba rodeada de innumerables ciénagas y marismas, que ofrecían mayor protección que una empalizada. El granjero conocía el camino, y recorrieron una serie de arroyuelos rodeados por bosques, cuyos helechos, pertenecientes a la vegetación baja, no dejaban de golpear sus piernas y muslos, cubiertos con la armadura. A lo largo de toda aquella caminata Elvarin se preocupó por si los veían, aunque el caso es que si alguien lo hizo, no dio la alarma.

Llegaron al claro que rodeaba Dheolur. Los nobles rebeldes habían ordenado ganar espacio al bosque en un centenar de metros en todas direcciones, aunque era evidente, a juzgar por el aspecto del lugar, que de un tiempo a esta parte habían bajado la guardia. Helechos y pimpollos se extendían por doquier en los terrenos devastados. Sin embargo, se distinguía claramente la empalizada, las puertas de acceso y una torre construida de forma rudimentaria. Pese a la luna llena, Elvarin no pudo ver si había alguien sobre la estructura de madera.

¿Y ahora qué? ¿Acaso Amedahast se volvería invisible, volaría por encima de la empalizada y abriría las puertas para que pudieran pasar? Elvarin no pudo creer que el rey arriesgara al último de sus magos.

Duar dijo algo a Amedahast, y el granjero se acercó con la linterna. Amedahast masculló una palabra con cierta brusquedad y surgió una llama de la punta de uno de sus dedos. El granjero sostuvo la linterna en alto y abrió las contraventanas. El mago acercó el dedo a la linterna y encendió la mecha.

El granjero se volvió hacia la empalizada y abrió las contraventanas de la linterna, para volver a cerrarlas de inmediato; volvió a repetirlo, quizás esperando un poco más en esta ocasión antes de cerrarlas de nuevo. Corto-largo, corto-largo.

Hubo una pausa, durante la cual todos los hombres del rey contuvieron el aliento. Entonces recibieron respuesta del mismísimo guardia de la torre. Corto-largo, corto-largo.

Duar, con una señal, dio la orden de avanzar. Todos sus hombres, con el acero desnudo, se dirigieron al claro.

El granjero siguió donde estaba, y Duar, al verlo, se volvió hacia él. Elvarin se acercó a su lado e intercambiaron unas palabras.

—Cuenta usted con todo el agradecimiento del legítimo rey. ¿Cómo se llama, buen hombre?

—Dhedluk, sire —respondió el granjero; acto seguido, lo deletreó.

—Pues bien, cuando la victoria sea nuestra —dijo el rey Duar, haciendo un gesto de asentimiento— sepa usted que no lo olvidaremos. —Tendió una mano sobre el antebrazo del sorprendido granjero, que estrechó sus brazos con el rey, como dos iguales. Cuando Duar lo soltó, el hombre se arrodilló de inmediato. El rey le dio una palmada en el hombro y volvió a levantarlo. Después, Elvarin y él fueron a reunirse con los demás.

La respiración de Elvarin era seca y entrecortada al atravesar el campo arrasado, al amparo de la luz de la luna. Duar disponía de otro espía en el interior del lugar, lo más probable es que fuera otro granjero como Dhedluk. O quizás un guardia que se había prestado voluntario a hacer la guardia mientras los demás estaban ocupados.

O tal vez fuera una trampa, y llegaran a la empalizada sin que la puerta se abriera, ni dispusieran de escalera o cuerda por la que trepar. Entonces surgirían arqueros de la nada, apostados a lo largo del coronamiento de la empalizada, y los atravesarían como a ganado.

Casi habían llegado a la muralla, cuando se dibujó una línea sombría en su superficie. Acababan de abrir las puertas, no del todo, tan sólo una rendija. Si no hubiera habido luna llena, aquella rendija apenas habría sido visible.

Llegaron a las puertas y Amedahast la abrió lo suficiente para que pudieran pasar a los hombres de dos en dos. Elvarin fue de los primeros en penetrar en el campamento, junto al rey. Al atravesar las puertas, se encontraron solos, pues no había ni rastro de su colaborador.

Amedahast fue la última en entrar. Cerró las puertas y echó el cerrojo. Entonces murmuró algunas palabras y el cerrojo se iluminó despidiendo un breve fulgor de color amarillo verdoso. Los había encerrado dentro, de modo que hasta que terminase la batalla nadie pudiera abandonar la plaza.

La mansión estaba situada a un lado, y el salón de festejos lo habían improvisado al otro. A un extremo del almacén vieron una montaña de barriles y pellejos, apurados por quienes celebraban y honraban a Magrath. No parecía que hubiera más guardias. La mansión estaba rodeada por las sombras, pero vieron luz en las ventanas estrechas y altas del almacén. Por otra parte, las paredes tan sólo podían ahogar levemente el griterío y las risas de los borrachos reunidos en el interior.

Duar señaló a tres de sus soldados, que se adelantaron con antorchas en la mano, encendidas de nuevo por la hechicera suprema de los Bosques del Lobo. Una pila de sacos de lona eran una buena leña que quemar, y las llamas lamieron las tinas, apretujadas a un lado de una de las paredes del almacén. Prendieron fuego casi de inmediato, y a continuación siguió el crepitar de la madera. Las llamas se alzaron ansiosas por devorarlo todo, y terminaron prendiendo el techo de paja.

La reacción fue prácticamente inmediata. Oyeron un griterío procedente del interior, a alguien gritando órdenes, los gritos de las mujeres, y la fiesta se convirtió en un pandemónium.

Las puertas principales del almacén, que daban a la mansión, se abrieron de par en par, momento en que los asistentes a la fiesta salieron corriendo como alma que lleva el diablo: cocineros, sirvientas, mercaderes, juerguistas, todos corrieron y tropezaron. Detrás de ellos, con Dheolur a la cabeza, salió la guardia del lugar. Tras las figuras cubiertas de armadura, destacado por el caprichoso fulgor de las llamas, salió el oscuro y gigantesco Magrath en persona.

Las mujeres y la servidumbre se dirigieron a la mansión, llorando, adonde Duar y los suyos las dejaron ir. Los guerreros vieron a sus enemigos y se abalanzaron sobre ellos sin titubear. Después de lanzar un grito, los Dragones Púrpura cargaron contra el enemigo.

Dheolur, resplandeciente en su armadura negra que había traído de Chondath, cargó contra Duar. Aquella armadura suponía un motivo de orgullo para Dheolur, y al parecer quería impresionar a sus invitados llevándola a la fiesta. El noble rebelde se había bajado el visor del yelmo, de modo que tenía aspecto de ser un autómata muy enfadado. Esgrimía un acero largo y ligeramente curvado, cuya hoja reflejaba la luz de la luna.

Duar decidió esperarlo, con la espada a un lado, mientras la túnica maltrecha apenas alcanzaba a cubrir la cota de malla que tenía debajo. La corona de oro brillaba en su cabeza. Al cargar Dheolur, Duar se hizo a un lado con una agilidad inesperada teniendo en cuenta su corpachón. La hoja del noble rebelde hendió el aire nocturno, y del ímpetu del tajo se inclinó hacia un lado.

Antes de que Dheolur pudiera recuperar el pie, la hoja del rey trazó un arco ascendente. El fulgor de Orbyn rivalizó con el de la luna al levantarla en todo su esplendor. A continuación el grito húmedo, el acero al hundirse en la carne, el cuerpo de Dheolur al caer al suelo y el yelmo al golpear contra la tierra y rebotar, partido en varios pedazos.

La satisfacción de Elvarin ante la muerte del traidor se vio enmudecida por las dificultades a las que se enfrentaba, simbolizadas por tres marineros de Magrath, dos hombres y un orco. Los tres empuñaban espadas cortas y uno, además, tenía un garfio en lugar de mano. Su espada le daba ventaja por tener más larga la hoja, pero la rodearon de modo que uno de ellos siempre se mantuviera en retaguardia. Se veía obligada a volverse, a rechazar sus ataques y a atacar, a volverse de nuevo para lanzar otro ataque, y volverse hacia el otro flanco para evitar a otro oponente. No tardarían en agotarla con aquel juego, después se lanzarían al ataque y la atravesarían como a un acerico, de eso estaba convencida. Ellos también lo estaban, prueba de ello era que de sus labios bañados en alcohol surgían risotadas de alegría.

Tenía al Garfio a su espalda. Él se tiró a fondo, Elvarin no pudo volverse lo bastante rápido como para evitar su acero, y a continuación sintió la ardiente sensación de los anillos de la malla al hundirse en la camiseta empapada en sudor que llevaba debajo... y, acto seguido, en su propia carne. La hoja del acero no había logrado herirla, pero sintió entre los anillos de la malla la humedad de su propia sangre.

La hoja del Garfio titubeó un segundo, atrapada entre los anillos de la cota de malla, y Elvarin aprovechó la distracción para girar el torso y evitar un tajo de otro de sus atacantes, estirando de paso la mano que no empuñaba la espada para coger el garfio del asaltante y tirar de él. El hombre, sorprendido, masculló una palabra ininteligible e intentó librarse de ella, pero Elvarin plantó ambos pies con fuerza en la tierra y tiró de él obligándolo a perder el equilibrio.

El Garfio profirió un grito al verse arrastrado por el muñón. Elvarin lo zarandeó ampliamente hacia donde estaba situado el orco. El humanoide retorcido, de los tres el más borracho, tan sólo tuvo tiempo de levantar la mirada y mascullar una vaga maldición antes de ser golpeado por su compañero, cayendo los dos al suelo.

Abatidos los dos, el tercer pirata fue un juego de niños. Dos tajos rápidos y quedó tendido a sus pies en la tierra blanda, gimiendo y tapando inútilmente la herida que tenía en el estómago.

Elvarin hundió sin piedad dos veces más su espada. El Garfio y el orco no volverían a levantarse. Casi a modo de recordatorio, se volvió para lanzar un tajo a los dedos del tercer pirata, que había cogido la daga, antes de que la daga y los dedos salieran volando en todas direcciones. Elvarin dio un paso atrás y, mientras hacía un esfuerzo por olvidar el dolor que sentía en el costado, miró a su alrededor.

El patio de la mansión se había convertido en un campo de batalla, la carnicería se extendía ante su mirada. Truesilver yacía en el suelo, y tres trasgos golpeaban su cuerpo inerte como si fuera un barril. Dheolur yacía decapitado, no muy lejos de allí. El rey Duar se enfrentaba a Magrath, y el minotauro mantenía la guardia ante Orbyn la brillante, gracias al experto manejo de un hacha a dos manos. De Amedahast no había ni rastro. En el espacio que mediaba entre el almacén cubierto por las llamas y la mansión se celebraban más o menos unas quince batallas en miniatura entre los hombres del rey y los rebeldes.

Entonces Elvarin la vio. Vio una figura cubierta con una túnica oscura que se movía con intención de pasar inadvertida al otro lado del fuego, una sombra huidiza en la noche, cuya intención era rodear al rey para atacarlo por la retaguardia. Tenía bajada la capucha. Era Pella, la hermana de Dheolur, la de crueles labios. Sin duda era tan malvada como siempre. Hundió la mano en la túnica y sacó a relucir una hoja de acero retorcida, que reflejó la danzarina luz de las llamas.

El rey no la vio acercarse, al contrario que Magrath. Se esforzó por que Duar centrara toda su atención en el combate, y no lo hizo presionándolo más, sino lanzando golpes rápidos para que no pudiera moverse. Duar se lanzaba a fondo una y otra vez, pero la hoja de su espada no encontraba sino el mango duro del hacha con que Magrath desviaba el ataque. Entretanto, Pella rodeó al monarca y se colocó a su espalda.

Elvarin profirió un grito y cargó contra ella, presentando el costado que no estaba herido. No intentó utilizar la espada, sino que golpeó a Pella con el hombro, tirándola al suelo. La extraña daga se fundió en la oscuridad de la noche.

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