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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

Corazón enfermo (3 page)

BOOK: Corazón enfermo
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—¿Tienes pipa?

Él asintió sonriendo.

—Demos una vuelta a la manzana —le dijo, tomándolo de la mano, sacudiendo los brazos, arrastrándolo directamente hacia la persistente lluvia de Portland.

Cargó la pipa mientras caminaban y le pasó la primera calada. Ella aspiró, sintiendo la agradable bocanada ardiente en los pulmones antes de expulsar el humo. Colocó la pipa en la boca de él y lo condujo a la esquina del edificio que acababan de pasar. No había mucho tráfico en esa parte de la ciudad por las noches. Susan lo miró directamente a la cara, poniéndose delante de él. Era más alto, por lo que tuvo que alzar la vista.

—¿Quieres que te la chupe? —preguntó con seriedad.

En el rostro de él se dibujó esa sonrisa idiota que ponen los hombres cuando no pueden creer en su buena suerte.

—Eh, bueno.

Susan sonrió. Ella lo había hecho por primera vez a los catorce, y había tenido un buen maestro.

—¿En serio? —Inclinó la cabeza poniendo un exagerado gesto de sorpresa—. Resulta gracioso, porque no respondiste a ninguna de mis llamadas.

—¿Qué?

Sus narices se rozaban.

—Te dejé once mensajes, Ethan. Sobre Molly Palmer.

Su sonrisa se esfumó, dando paso a una arruga en su entrecejo.

—¿Perdón?

—Ella fue tu novia en la universidad, ¿no? ¿Alguna vez te contó algo sobre sus relaciones con el senador?

Ethan trató de retroceder, pero se dio cuenta de que estaba contra la pared; así que se limitó a moverse incómodo antes de cruzarse de brazos.

—¿Quién eres?

—Durante años corrieron rumores de que el senador se follaba a la canguro de sus hijos —informó Susan. Ella se mantuvo de pie frente a él, sin dejarle espacio; estaba tan cerca que podía ver la saliva acumulándose ligeramente en su boca abierta—. ¿Es cierto, Ethan? ¿Alguna vez te comentó algo?

—Lo juro por Dios —dijo Ethan, enfatizando cada sílaba, mirando a todas partes excepto a Susan—: no sé nada sobre ese asunto.

Sonó el teléfono. Susan no se movió.

—¿Es el tuyo o el mío? —preguntó.

—No tengo móvil —tartamudeó Ethan.

Ella arqueó una ceja.

—Entonces debe de ser el mío —dijo, encogiéndose de hombros. Buscó en su bolso, sacó el teléfono y respondió—: ¿Hola?

—Tengo un trabajo para ti.

Ella se apartó de Ethan, alejándose un par de pasos.

—¿Ian? ¿Eres tú? Ya es más de medianoche.

—Es importante. —Hubo una pausa—. ¿Has oído algo sobre esas niñas desaparecidas?

—Sí…

—Ha desaparecido otra. El alcalde ha convocado una reunión urgente esta noche. Han vuelto a llamar al grupo especial de la Belleza Asesina. Clay y yo estamos con ellos ahora. Creo que esto es importante, Susan. Queremos que escribas un reportaje.

Susan miró a Ethan. Estaba preparando otra pipa, confundido.

—¿Policías y asesinos en serie? —susurró.

—El alcalde permitirá que haya una persona de los medios junto al equipo de la policía. No quieren que se vuelva a repetir lo de la Belleza Asesina. ¿Puedes venir mañana temprano? Digamos ¿a las seis? Para hablar del asunto.

Susan miró su reloj.

—¿A las seis de la mañana?

—Sí.

Volvió mirar a Ethan.

—Estoy trabajando en otro asunto.

—Sea lo que sea, esto es infinitamente más importante. Hablaremos de ello por la mañana.

Tenía la cabeza embotada por el alcohol. Hablarían de ello por la mañana.

—Vale.

Cerró el teléfono y se mordió los labios. Dio media vuelta y volvió a colocarse frente a Ethan. Le había llevado meses encontrarlo. Ni siquiera sabía si todavía seguía en contacto con Molly. Pero era lo único que tenía.

—Te explicaré de qué va la cosa —le dijo—. La prensa ignoró los rumores durante demasiado tiempo. Yo voy a averiguar qué sucedió. Y voy a escribir sobre este asunto. —Lo miró a los ojos y le sostuvo la mirada, queriendo que él le viera el rostro, más allá de sus cabellos rosados, para que supiera que estaba hablando en serio—. Díselo a Molly. Dile que me ocuparé de su seguridad. Y que estoy interesada en saber la verdad. Y, cuando esté lista para hablar sobre lo sucedido, estoy dispuesta a escucharla con mucho interés.

La llovizna suave de hacía unos instantes dejó paso a un fuerte aguacero. Le puso una tarjeta en la mano.

—Mi nombre es Susan Ward. Trabajo para el
Herald
.

CAPÍTULO 5

La puerta principal del
Oregon Herald
no abría hasta las siete y media, así que Susan tuvo que utilizar la entrada de servicio en el lado sur del edificio. Sólo había dormido cuatro horas. Se había pasado una hora delante del ordenador intentando ponerse al día sobre la chica desaparecida. No le había dado tiempo a ducharse, y su cabello, que se había recogido en una cola de caballo, olía todavía un poco a tabaco y cerveza. Llevaba unos sencillos pantalones negros y una camiseta también negra de manga larga. Completaba su atuendo con unas zapatillas amarillas de lona. Tampoco había que ser tan tremendamente aburrida.

Mostró su credencial al vigilante nocturno, un muchacho negro y regordete que por fin había terminado
Las dos torres
y estaba empezando
El retorno del rey
.

—¿Qué tal el libro? —le preguntó.

Como respuesta él se limitó a encogerse de hombros, dejándola entrar en el sótano, echándole una breve mirada. Había tres ascensores en el edificio del Heraldo pero sólo uno de ellos funcionaba. Susan apretó el botón del quinto piso.

El
Herald
estaba situado en el corazón de Portland. El centro era muy hermoso, con grandes edificios de la época en que la ciudad era el puerto más importante del noroeste. Las calles arboladas tenían suficiente espacio para poder circular en bicicleta, y había muchos parques. Los oficinistas durante su descanso se sentaban junto a los sin techo que jugaban al ajedrez en la plaza Pioneer, los músicos callejeros amenizaban a los que iban de compras, mientras que en alguna esquina siempre había alguien manifestando alguna protesta. En medio de toda esa elegancia y bullicio se encontraba el
Herald
, un edificio de ladrillo y piedra de ocho pisos que los buenos ciudadanos de Portland habían considerado horroroso cuando fue construido en 1920, y seguían considerándolo, en la actualidad, igualmente horroroso. Cualquier encanto interior que hubiera poseído había sido eliminado durante una desafortunada remodelación en 1970, la peor de las décadas para efectuar reformas. Moquetas grises, paredes blancas, techos bajos cubiertos con paneles, luces fluorescentes. Si no fuera por los reportajes del
Herald
enmarcados que colgaban de las paredes de los pasillos y las mesas de los empleados, atestadas de papeles, podría haber pasado perfectamente por una compañía de seguros. Cuando Susan soñaba con trabajar en la redacción de un periódico, se había imaginado el caos bullicioso y animado de sus colegas. Pero el
Herald
era silencioso y formal. Si estornudabas, todos se daban la vuelta para mirar.

Se trataba de un periódico independiente, lo que significaba que era uno de los pocos del país que no pertenecían a una compañía. En los años sesenta, una familia de empresarios madereros se lo había comprado a otra familia de empresarios madereros. Los nuevos propietarios habían contratado a un editor para dirigir el periódico, un antiguo ejecutivo de relaciones públicas de Nueva York llamado Howard Jenkins, y, desde entonces, el periódico había ganado tres premios Pulitzer. Susan pensaba que eso estaba bien, porque, aparte del periódico, ya no se ganaba mucho dinero como empresario del sector maderero.

El quinto piso estaba tan silencioso que se podía oír el zumbido del motor de la máquina de bebidas. Examinó la redacción principal, en donde varias filas de paneles divisorios albergaban a casi toda la plantilla de noticias y suplementos. Algunos redactores estaban encorvados sobre sus mesas, parpadeando patéticamente frente a los monitores de los ordenadores. Susan vio a Nedda Carson, la secretaria del redactor jefe, dirigiéndose hacia el pasillo con su habitual taza de té en la mano.

—Están ahí —informó Nedda, señalando con la cabeza hacia una de las pequeñas salas de reuniones.

—Gracias —dijo Susan.

Se encaminó hacia la sala de reuniones. A través de la puerta acristalada pudo ver a Ian Harper. Él había sido uno de los primeros contratados por Jenkins. Venía del
New York Times
, y era uno de los redactores estrella del periódico. Dio un golpecito suave en el cristal. Él alzó la vista y le hizo señas para que entrara. La sala era pequeña y estaba pintada de blanco, con una mesa de reuniones, cuatro sillas y un cartel que animaba a los empleados del
Herald
a reciclar.

Ian estaba sentado sobre el respaldo de una de las sillas. Siempre se sentaba así. Susan pensaba que colocarse a aquella altura le hacía sentirse poderoso. Pero quizá fuera porque estaba más cómodo. El jefe de información, Clay Lo, se había colocado frente a lan y apoyaba su gruesa cabeza en una mano, torciendo las gafas. Durante un minuto, Susan pensó que estaba dormido.

—¡Jesús! —exclamó Susan—. Decidme que no habéis pasado aquí toda la noche.

—Hemos tenido una reunión del consejo de redacción a las cinco —dijo Ian, señalándole una de las sillas—. Toma asiento.

Ian llevaba unos vaqueros negros, zapatillas Converse negras y una chaqueta también negra sobre una vieja camiseta con el rostro de John Lennon frente a la Estatua de la Libertad. La mayoría de las camisetas de Ian trataban de poner de manifiesto su origen neoyorquino.

Clay levantó la vista y asintió, con sus ojos nublados. Frente a él, una taza de café que había traído de la cocina del piso inferior. Era el fondo de la jarra de café. Susan pudo ver las manchas en torno al borde de la taza de plástico.

Se sentó, sacó del bolso su libreta de notas y un lápiz, y los colocó sobre la mesa.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

Ian suspiró y se tocó las sienes. Se trataba de un gesto que Susan había visto muchas veces, como si quisiera demostrar que había estado sumergido en una profunda reflexión, pero ella sabía que lo hacía para confirmar que su cabello todavía estaba recogido en la coleta y no se había soltado.

—Kristy Mathers —contestó Ian, acariciándose las sienes con las manos—. Catorce años. Vive con su padre. Él es taxista. No supo que había desaparecido hasta que llegó a su casa ayer por la noche. La última vez que la vieron, regresaba del instituto a casa.

Susan ya conocía estos detalles por las noticias de la mañana.

—Del Instituto Jefferson —completó.

—Sí —afirmó Ian. Cogió una taza con el logo del
Herald
, la sostuvo en alto durante unos segundos y volvió a dejarla sobre la mesa sin tomar un sorbo—. Tres chicas. De secundaria. Han aumentado la dotación de policía para vigilar los institutos, como medida de seguridad.

—¿Están seguros de que no rué a reunirse con su novio o a comprar alguna oferta al Hot Topic o algo así? —preguntó Susan.

Ian negó con la cabeza.

—Se suponía que tenía que hacer de canguro para una vecina. No apareció, ni llamó. Se lo están tomando en serio. ¿Qué sabes del equipo especial de la Belleza Asesina?

Susan sintió que se le ponía la piel de gallina ante la mención de la famosa asesina en serie. Miró a Ian, luego a Clay, y nuevamente a Ian.

—¿Qué tiene que ver la Belleza Asesina con esto? —preguntó.

—¿Qué sabes del caso? —volvió a preguntar Ian.

—Gretchen Lowell mató a un montón de gente —dijo Susan—. El equipo especial de la Belleza Asesina pasó diez años intentando detenerla. Y, de repente, ella secuestra al detective al mando del equipo. Eso fue hace dos años. Todos pensaron que lo había matado. Recuerdo que yo volvía a casa de la universidad para pasar el día de Acción de Gracias cuando sucedió. Ella se entregó. Así sin más. Él estuvo a punto de morir. Yo volví a la universidad. —Se giró hacia Clay—. Siguen adjudicándole asesinatos, ¿no? Creo que consiguieron que confesara que había matado a veinticinco personas más durante el primer año que pasó en la cárcel. Cada uno o dos meses confiesa un nuevo crimen. Es una de las psicópatas más grandes. —Se rió nerviosa—. Grande en el sentido más espeluznante, brutal y astuto, no extraordinario.

Clay cruzó sus manos sobre la mesa y miró con intensidad a Susan.

—Les dimos a los policías bastante duro.

Susan asintió.

—Lo recuerdo. Recibieron muchísimas críticas negativas por parte de la prensa. Había mucha frustración y miedo. Algunos artículos fueron muy crueles. Pero al final se convirtieron en héroes. Y también salió aquel libro, ¿verdad? Y miles de historias de interés humano sobre Archie Sheridan, policía y héroe.

—Ha vuelto —dijo Ian.

Susan se inclinó hacia delante.

—No me digas. Pensé que estaba de baja.

—Estaba. Lo han convencido para que vuelva a dirigir un nuevo grupo especial. El alcalde piensa que él puede atrapar a ese tipo.

—¿Igual que capturó a Gretchen Lowell?

—Exceptuando la parte en la que casi se deja la vida, sí.

—¿Y sin los artículos? —preguntó Susan.

—Ésa es la parte en donde entras tú —respondió Ian—. La última vez no tuvimos acceso. Creen que si nos dejan participar en todo el proceso estaremos menos predispuestos a ser críticos con ellos y a burlarnos. Por eso nos dejarán escribir sobre Sheridan.

—¿Por qué yo? —preguntó escéptica.

Ian se encogió de hombros.

—Pidieron expresamente que fueras tú. No formabas parte de la plantilla la última vez. Y eres escritora. El título universitario los pone menos nerviosos que la acreditación de periodista. —Volvió a tocarse las sienes, esta vez encontrando un corto cabello gris fuera de lugar y colocándoselo en su sitio—. No quieren a un periodista. Quieren historias de interés humano. Además, fuiste al Instituto Cleveland.

—Hace diez años —señaló Susan.

—De allí era la primera chica que desapareció —dijo Ian— • Una nota de color. Además, eres una excelente escritora de artículos de fondo. Serás muy buena realizando una serie de artículos. Tienes habilidad para eso. Jenkins está convencido de que éste es nuestro billete para otro premio Pulitzer.

—Escribo extraños artículos sobre víctimas de incendios y mascotas rescatadas.

—Hace tiempo que quieres escribir algo serio —replicó Ian.

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