Read Corazón enfermo Online

Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

Corazón enfermo (2 page)

BOOK: Corazón enfermo
10.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Levantó el teléfono.

—¿Sí?

Estaba sentado en la sala de su apartamento en la oscuridad. No lo había hecho a propósito. Simplemente se había sentado unas horas antes de que cayera el sol y no se había molestado en encender las luces. Además, su miserable apartamento, con sus escasos muebles y su alfombra manchada, parecía algo menos triste cuando la oscuridad lo envolvía.

La ronca voz de Henry llenó todo el espacio de la línea telefónica.

—Se ha llevado a otra chica —informó.

Había sucedido de nuevo.

El reloj digital colocado sobre los estantes vacíos parpadeaba en la habitación en penumbra. Iba una hora y media atrasado, pero Archie nunca se había molestado en arreglarlo. Echaba la cuenta para calcular la hora.

—Así que quieren volver a reunir al grupo especial —dijo Archie.

Ya le había dicho a Henry que volvería si aceptaban todas sus condiciones. Acarició los archivos depositados en su regazo, que Henry le había dado semanas atrás. Las fotografías de las escenas de los crímenes de las chicas muertas estaban cuidadosamente colocadas dentro de las carpetas.

—Han pasado dos años. Les dije que te habías recuperado, y que estabas listo para volver a trabajar a pleno rendimiento.

Archie sonrió en la oscuridad.

—Entonces has mentido.

—El poder del pensamiento positivo. Arrestaste a Gretchen Lowell, y ella hizo que todos nos cagáramos de miedo. ¿El nuevo? Ya ha matado a dos chicas. Y se ha llevado a otra.

—Gretchen me secuestró. —Sobre la mesa de centro, un pastillero de metal reposaba junto a un vaso de agua. Archie no se preocupaba por los posavasos. La mesita estaba ya en el apartamento. Todo allí parecía tener tantas cicatrices como él.

—Y sobreviviste. —Hubo una pausa—. ¿Lo recuerdas?

Con un delicado golpe de pulgar, Archie abrió el pastillero, sacó tres pastillas ovales y se las puso en la boca.

—¿Mi antiguo trabajo? —Tomó un sorbo de agua, relajándose al sentir las pastillas deslizarse por su garganta. Incluso el vaso estaba ya allí cuando se había trasladado.

—Supervisor del grupo especial.

Había otra condición. La más importante.

—¿Y el periodista?

—Esto no me gusta —replicó Henry.

Archie esperó. Había demasiadas cosas en juego. Su compañero no podía echarse atrás ahora. Además, sabía que Henry haría cualquier cosa por él.

—Es perfecta —afirmó Henry—. He visto su fotografía. Te gustará. Tiene el cabello rosa.

Archie miró hacia los archivos que tenía en su regazo. Podía hacerlo. Lo único que tenía que conseguir era mantenerse entero el tiempo suficiente para que funcionara su plan. Abrió la primera carpeta. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo apreciar la difusa silueta de un cuerpo fantasmal sumergido en el barro. La primera víctima del asesino. La mente de Archie la coloreó: las marcas color fresa de las ligaduras en su cuello, la piel azulada y cubierta de ampollas.

—¿Cuántos años tiene la chica?

—Catorce. Desapareció cuando salía del instituto y se dirigía de vuelta a casa en bicicleta. —Henry hizo una pausa. Archie podía sentir su frustración en su silencio—. No tenemos nada.

—¿Alerta ámbar? —preguntó Archie.

—Anunciada hace media hora —dijo Henry.

—Buscad por el vecindario con los perros. Enviad policías uniformados puerta por puerta. Que averigüen si alguien vio algo por el camino que ella debería haber tomado.

—Técnicamente no empiezas a trabajar hasta mañana.

—No importa, hazlo —ordenó Archie.

Henry dudó.

—Estás preparado para esto, ¿verdad?

—¿Cuánto hace que ha desaparecido? —preguntó Archie.

—Desde las seis de la tarde.

«Está muerta», pensó Archie.

—Recógeme dentro de media hora —dijo.

—Una hora —dijo Henry tras un instante de duda—. Toma un poco de café. Te enviaré un coche.

Después de colgar, Archie se quedó sentado en la oscuridad durante unos minutos más. Todo estaba inmóvil. La televisión del piso superior no se oía ni tampoco las pisadas habituales; sólo el tráfico continuo bajo la lluvia, el constante silbido del aire y el murmullo entrecortado del agonizante motor de la nevera. Miró hacia el reloj e hizo el cálculo. Apenas pasaba de las nueve de la noche. La chica había desaparecido hacía tres horas. Sentía una cierta calidez y un ligero mareo a causa de las píldoras. Se puso de pie y lentamente se desabrochó los botones superiores de la camisa, deslizando la mano derecha bajo la tela, sobre las costillas, pasando los dedos sobre las gruesas cicatrices que atravesaban su piel, hasta encontrar el corazón que Gretchen Lowell había grabado.

Había pasado diez años trabajando en el grupo especial de la Belleza Asesina, siguiendo los pasos a la asesina en serie más estremecedora del noroeste. Una cuarta parte de su vida había transcurrido de pie, sobre los cadáveres, en los escenarios de los crímenes, leyendo informes de autopsias, buscando pistas; y a pesar de todo ese trabajo, Gretchen lo había engañado y le había tendido una trampa. Ahora ella se encontraba en prisión. Y Archie en libertad.

Era curioso, a veces se sentía como si fuera exactamente al revés.

CAPÍTULO 3

Susan no quería estar allí. La casa de su infancia estaba abarrotada de cosas, y sus pequeñas habitaciones victorianas apestaban a tabaco y a sándalo. Se sentó en la sala, en el sofá comprado en una tienda de segunda mano, y echaba furtivas ojeadas a su reloj, cruzando y descruzando las piernas, enroscando su cabello entre los dedos.

—¿Has terminado? —le preguntó a su madre.

Bliss, la madre de Susan, alzó la mirada del trabajo que tenía apoyado sobre un gran carrete para cables que hacía las veces de mesa de centro.

—Espera un momento —dijo Bliss.

Año tras año, en la misma fecha, Bliss quemaba una efigie del padre de Susan. Ella sabía que era una locura, pero con su madre siempre era más sencillo seguirle la corriente. Bliss construía con paja una figura de unos treinta centímetros de altura, atada con hilo de embalar. El montaje había sufrido una progresiva evolución. El primer año había utilizado hierba seca del jardín, pero estaba demasiado húmeda y no había ardido. Necesitó queroseno para encender el fuego, y las chispas habían alcanzado un montón de abono, por lo que los vecinos llamaron a los bomberos. Ahora Bliss compraba paja, ya preparada, en una tienda veterinaria. La vendían en una bolsa de plástico con la imagen de un conejo.

Susan se había prometido a sí misma no participar ese año, pero allí estaba sentada, mirando cómo su madre ataba con el cordel de embalaje, cada vez más apretado, las piernas del pequeño hombre de paja.

Bliss cortó el hilo con los dientes, hizo un nudo en torno al tobillo del muñeco y dio una calada a su cigarrillo. Así era su madre: bebía zumo de algas verdes todos los días, realizaba tres docenas de saludos al sol todas las mañanas y fumaba cigarrillos mentolados. Era un cúmulo de contradicciones. No usaba maquillaje, excepto el lápiz de labios rojo sangre, que jamás olvidaba ponerse. Rechazaba las pieles, con excepción de su antiguo abrigo de piel de leopardo. Era vegetariana estricta, pero comía chocolate. A su lado, Susan parecía siempre menos hermosa, menos fascinante, menos loca.

Sin embargo, tenía que admitir que ella y su madre tenían dos cosas en común: la fe en el potencial artístico del cabello y muy poco criterio para elegir hombres. Bliss era peluquera y sus trenzas rubio platino, de estilo rastafari, le llegaban hasta la cintura. Susan teñía su media melena con colores como verde envidia, ultravioleta o, desde hacía poco, rosa copo de algodón.

Bliss aprobó satisfecha su trabajo, asintiendo con la cabeza.

—Listo.

Descruzó las piernas y se levantó para dirigirse a la cocina, balanceando las caderas. Reapareció al momento con una fotografía.

—Pensé que querrías tener esto —le dijo.

Susan cogió la foto en color. Se trataba de una fotografía suya de cuando era niña, tomada en el jardín, junto a su padre. Él todavía aparecía con su espesa barba y se inclinaba para poder agarrarle la mano; ella lo miraba y estaba radiante, con las mejillas sonrosadas, mostrando sus pequeños dientes en una gran sonrisa. Su cabello castaño estaba recogido en dos coletas y su vestido rojo estaba sucio; él llevaba una camiseta y unos vaqueros viejos; ambos estaban bronceados y descalzos, y parecían ser completamente felices. Era la primera vez que veía aquella fotografía.

Sintió que una oleada de tristeza la invadía.

—¿Dónde la has encontrado? —preguntó.

—En una caja con sus viejos papeles.

El padre de Susan había muerto cuando ella tenía catorce años. Cuando pensaba en él, siempre lo representaba en su mente como tierno y sabio, la imagen de la perfección paterna. Sabía que no era del todo cierto. Pero después de su muerte tanto ella como Bliss se habían destrozado mutuamente, por lo que él debía de haber ejercido alguna influencia beneficiosa sobre ellas para mantener un cierto equilibrio.

—Te quería mucho —dijo suavemente Bliss.

A Susan le apetecía un cigarrillo, pero después de haberse pasado la infancia informando a su madre sobre el cáncer de pulmón, no le gustaba fumar cuando estaba con ella. Era como admitir el fracaso.

Bliss parecía querer añadir algo maternal. Se acercó para colocar con dulzura un mechón de los cabellos rosados de Susan.

—El color está desapareciendo. Ven a la peluquería para que te lo retoque. El rosa te sienta bien. Eres tan hermosa…

—No soy hermosa —replicó Susan, dándose media vuelta—. Soy atractiva. Hay una diferencia.

Bliss retiró su mano.

El jardín estaba oscuro y húmedo. La luz del porche iluminaba un semicírculo de césped y barro y unos arbustos plantados demasiado cerca de la casa. Habían colocado al padre de paja en un recipiente de cobre. Bliss se inclinó sobre él, lo encendió con un mechero de plástico y luego se retiró. La paja crepitó y ardió y las llamas treparon por el torso del hombrecillo hasta que lo envolvieron por completo. Sus pequeños brazos estaban abiertos, como si tuviera pánico. En un instante, la silueta humana se consumió en un fuego naranja. Susan y Bliss quemaban a su padre todos los años para que partiera, para que ellas pudieran comenzar de cero. Al menos ésa era la idea. Si funcionaba, quizá dejaran de hacerlo.

A Susan se le llenaron los ojos de lágrimas. Se dio media vuelta. Siempre le ocurría lo mismo. Pensaba haber alcanzado una cierta estabilidad emocional y luego el padre muerto cumplía años y la madre loca quemaba un muñeco de paja en su memoria.

—Tengo que marcharme —dijo Susan—. Tengo que reunirme con una persona.

CAPÍTULO 4

Una espesa nube de humo invadía todos los rincones del club. A Susan le escocían los ojos. Sacó otro cigarrillo del paquete que había apoyado en la barra, lo encendió y le dio una calada. La música hacía temblar el suelo, rebotaba contra las paredes y taburetes y se abría paso entre las piernas de Susan, haciendo vibrar la superficie de cobre de la barra. Susan miraba cómo saltaba el paquete amarillo de cigarrillos. No había mucha luz. En ese club te encontrabas siempre en una cierta penumbra. Le gustaba estar allí y poder ocultarse entre las sombras de la persona que estuviera sentada a su lado. Ella aguantaba bien el alcohol, pero se daba cuenta de que había bebido de más. Quizá había sido el martini de rao— ras. O tal vez la Pabst. Su cerebro estaba embotado. Apoyó la palma de su mano sobre la barra para mantener el equilibrio mientras la invadía una sensación de mareo.

—Voy a salir a tomar un poco de aire —le dijo al hombre sentado a su lado. Le gritó para hacerse oír por encima de la música, pero el retumbar de los tonos graves ahogaba cualquier otro sonido.

La puerta principal se encontraba en el otro extremo de la pista de baile. Se abrió paso entre una auténtica multitud. Trataba de compensar su mareo caminando con mucho cuidado, con la cabeza erguida, derecha, los brazos ligeramente separados de sus costados, la mirada al frente, el cigarrillo encendido. Nadie bailaba en ese club. Sólo se quedaban de pie, hombro con hombro, sacudiendo sus cabezas al ritmo de la música. Susan tenia que ir tocando a todo el mundo en el hombro o en el brazo para que le abrieran paso, y ellos se apartaban unos centímetros para dejarla pasar. Podía sentir cómo sus ojos la seguían. No era exactamente preciosa. Podía decirse que tenía un aspecto muy años veinte; un rostro demasiado ancho, con una gran frente, terminado en una barbilla poco prominente; miembros delgados, una boca graciosa y pechos pequeños. Su melena corta y rizada le hacía parecer todavía más una trastornada de principios del siglo XX. Llamativa era, definitivamente, el término adecuado. Sin el cabello rosa, tal vez hubiera sido hermosa, pero éste disfrazaba la dulzura de sus facciones, haciéndola parecer más dura. En parte, ésa había sido la razón para teñirlo.

Llegó a la puerta, pasó ante el portero y sintió el límpido aire fresco que la rodeaba. El club estaba en la parte antigua de la ciudad, lo que hasta hacía poco se denominaba Skid Row. En la época en que la gente llamaba Stumptown a Portland, había existido en aquella parte de la ciudad un floreciente negocio de secuestros, y miles de los leñadores y marineros que recalaban en los bares y prostíbulos se despertaban con una gran resaca en el fondo de algún barco, enrolados a la fuerza. Ahora, las industrias más importantes de Portland eran el turismo y la tecnología punta, y muchos de los edificios de fin de siglo, agrietados por el paso del tiempo, estaban siendo reconvertidos en modernos lofts, y uno podía hacer una visita guiada a los túneles de los bajos fondos de la ciudad por doce dólares.

A la larga, todo cambia.

Susan dejó caer la colilla sobre el cemento mojado, la aplastó con el talón de su bota, se inclinó contra el muro de ladrillos del club y cerró los ojos.

—¿Quieres fumar un porro?

Abrió los ojos.

—Mierda, Ethan —exclamó—. Me has dado un susto de muerte. No pensé que me hubieras visto salir.

Ethan sonrió.

—Estaba detrás de ti.

—Estaba escuchando el sonido de la lluvia —dijo Susan, señalando con la barbilla hacia el asfalto negro y brillante. Sonrió a Ethan lentamente. Lo conocía desde hacía apenas dos horas, y estaba comenzando a sospechar que lo había encandilado. Él no era su tipo habitual. Rondaba los treinta años y tenía el típico aspecto de un punky. Probablemente vestía pantalones de pana y sudadera con capucha todos los días. Vivía con otros cinco tipos en una casa decrépita en una parte de la ciudad no muy recomendable. Había trabajado en una discoteca durante ocho años, tocado en tres bandas, escuchado a Iggy Pop y a The Velvet Underground. Fumaba marihuana y tomaba cerveza, pero no de la barata.

BOOK: Corazón enfermo
10.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Perfect Play by Jaci Burton
Exile: The Legend of Drizzt by R. A. Salvatore
Core by Viola Grace
Look Both Ways by Joan Early
The Room Beyond by Elmas, Stephanie
A Wicked Deception by Tanner, Margaret
A Decent Proposal by Teresa Southwick
Kingdom Come by Kathryn le Veque