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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (12 page)

BOOK: Brazofuerte
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—El motivo es un sincero convencimiento, y no creo que exista peor castigo que el que me está infligiendo mi propia conciencia.

—Pálido os veo, en verdad —certificó el frailuco—. Y a fe que tembloroso y enfermizo, pero me cuesta aceptar que tal estado venga provocado por los problemas que pueda proporcionaros una conciencia que sospecho que hasta hora jamás debió mostrarse demasiado exigente. —Hizo una irónica pausa—. ¿A cuántos hombres habéis matado hasta el presente, Don Baltasar?

—Lo ignoro. Pero mis muertos lo fueron siempre en guerras justas.

—¿Era justo luchar junto al rey moro de Granada en contra de los cristianos?

—Nunca luché contra cristianos, y mi papel en aquella contienda fue demasiado complejo como para extenderse ahora en explicaciones. Baste saber que incluso la propia Reina justificó mi comportamiento y alabó la forma en que intervine para que no continuara un inútil derramamiento de sangre.

—¡Bien! —admitió el diminuto franciscano—. No es mi intención inmiscuirme en cuestiones que están fuera de jurisdicción. Si la Reina os perdonó, olvidado está el asunto, pero lo que me interesa es saber los motivos por los que una conciencia que jamás os asedió, pese a que tuviera sobradas razones para ello, os acosa ahora hasta el punto de convertiros en una sombra del hombre que erais hace apenas diez días.

—Tal vez el hecho de ver la muerte tan de cerca, me haya obligado a madurar.

—¿La muerte?

—¿Os sorprende? ¡Miradme bien! No sólo me tiemblan las manos, también las piernas, siento arcadas, por las mañanas se me nubla el entendimiento y cada día me cuesta más trabajo alzarme de la cama.

—Pedidle al cirujano que os practique una sangría.

—¿Una sangría? —se horrorizó el mercenario—.

¿Acaso pretendéis enterrarme antes de tiempo? Sangre es lo que me falta, no lo que me sobra.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —quiso saber el sacerdote que parecía estar analizando hasta en los más insignificantes detalles cada palabra de su interlocutor.

—¡Miradme la color verde! Y la debilidad que me corroe. No hace falta ser cirujano para comprender que este tono ceniciento y apagado no demuestra que me encuentre al borde de fallecer de apoplejía, sino más bien de todo lo contrario.

—Interesante.

—¿Qué puede tener de interesante? —se enojó
El Turco
—. ¿Acaso os apasiona la medicina?

—La del alma, no la del cuerpo —admitió Fray Bernardino de Sigüenza—. Y en verdad que es la primera vez que oigo que la conciencia haga las veces de sanguijuela.

—Pensad lo que se os antoje —fue la desabrida respuesta—. Yo ya he cumplido, y ahora os toca a Vos tomar las decisiones.

—Necesito reflexionar.

—Estáis en vuestro derecho.

—No se trata de mi derecho, sino de algo mucho más profundo y complejo —le hizo notar el otro con amenazante seriedad—. Ya el Gran Inquisidor, Bernardo Guí, advertía de los peligros de las retractaciones. A menudo, detrás de un arrepentido puede que no se encuentre Dios, sino el mismísimo diablo.

De haberle sido posible,
El Turco
Baltasar Garrote hubiera palidecido de forma visible, pero era ya tal la blancura y transparencia de su piel, que tan sólo en la inquietud de su mirada y el breve balbuceo de su voz pudo advertirse que la mención del demonio le turbaba.

—¡No le busquéis tres pies al gato! —suplicó—. Dispuesto estoy a aceptar mi responsabilidad en este desgraciado asunto y cumplir la penitencia que tengáis a bien imponerme, pero me resisto a aceptar que la divina luz que en estos momentos me ilumina pueda ser malinterpretada.

—Tan sólo la Santa Iglesia está facultada para decidir si una luz es divina o no —sentenció el franciscano—. Y nadie puede ser tan arrogante como para arrogarse privilegios que no le corresponden. Estudiaré a fondo este caso, y os prometo que haré cuanto esté en mi mano por esclarecerlo hasta en sus últimas consecuencias.

—¿Dejaréis libre a la acusada?

—No de momento —fue la seca respuesta del religioso.

—¿Por qué razón?

—Mis razones mías son, mas resulta evidente que si existe una sola posibilidad entre un millón de que sea «El Maligno» el que os impulsa a actuar tal como lo estáis haciendo, me veo en la obligación de retener a
Doña Mariana
hasta que consiga aclarar cuáles son sus vínculos con las fuerzas del mal.

—¿No existe pues forma humana de reparar el daño que he causado? —quiso saber humildemente el mercenario.

—¿Existe acaso forma humana de devolverle la vida a un muerto, o la totalidad de su honor a quien se ha difamado? —El frailuco negó convencido—. Tendríais que haberlo meditado mucho antes de decidiros a poner en marcha una máquina que jamás se detiene.

—En vuestras manos está conseguirlo.

—Ni lo está, ni lo estuvo desde el primer momento. Y ahora dejadme. Es hora de ir a postrarme ante el Señor y pedirle consejo.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Rezar cuanto sabéis y no se os ocurra intentar abandonar la isla u os mandaré cargar de cadenas.

—No estoy en condiciones de ir muy lejos.

No lo estaba, en efecto, aparte de que
El Turco
Baltasar Garrote se encontraba íntimamente convencido de que dondequiera que fuese llevaría su mal consigo, ya que no había lugar de este mundo en el que pudiera ocultarse a la vista de Dios o del demonio.

Dedicó por lo tanto el resto de la mañana a rezos y oraciones en la capilla de los dominicos, pasó luego gran parte de la tarde sentado a la orilla del río, olvidando a la morisca
Bocancha
que a buen seguro hubiera acabado por rematarle dadas sus cada vez más escasas fuerzas, y al oscurecer acudió a la posada con la remota esperanza de encontrar a aquel misterioso
Brazofuerte
al que parecía haberse tragado la tierra desde la noche en que le avisó del peligro que corría.

Le vio entrar una hora más tarde y se precipitó sobre él como el náufrago sobre la única tabla capaz de mantenerle a flote, obligándole a tomar asiento a su lado.

—¡Bendito sea el cielo que os envía! —exclamó alborozado—. ¡Dios me ha escuchado! ¡Necesitaba tanto veros!

—¿Y eso?

—¿Quién más que Vos podría aconsejarme, si estoy por asegurar que os debo la vida? —Lanzó un hondo suspiro y le apretó con fuerza el antebrazo—. ¡Ya lo hice! —exclamó.

—¿Hicisteis qué?

—Retirar la denuncia.

Por unos instantes el canario
Cienfuegos
se limitó a observarle estupefacto, pues pese a que abrigaba una remota esperanza de que su rocambolesco plan diera resultado, ni en sus más locos sueños imaginó siquiera que el éxito le sonriera tan aprisa.

—¿Es cierto eso? —inquirió al fin.

—¡Naturalmente! Esta misma mañana se lo comuniqué a Fray Bernardino de Sigüenza.

—¿A quién?

—Al Pesquisidor.

—¿Y…?

—Me aconsejó que rezara. —Le miró a los ojos anhelante—. ¿Creéis que basta con eso?

—Es posible. ¿Qué piensa hacer con respecto a
Doña Mariana
?

—No tengo ni idea. Y temo que él tampoco.

—¡Pero si habéis retirado la denuncia…!

—Al parecer no basta. Pero olvidad a
Doña Mariana
y decidme… —El mercenario bajó la voz mirando a su alrededor como para cerciorarse de que nadie podía oírles—: ¿Creéis que dejarán de acosarme los demonios?

Cienfuegos
extendió la mano como pidiendo calma, y en realidad calma y silencio era lo que estaba necesitando para hacerse cargo de la nueva situación y tratar de averiguar hasta qué punto lo ocurrido repercutiría o no en beneficio de su causa.

—¡Aguardad un momento! —rogó al fin—. Tomaos un vaso de vino y ponedme al corriente de vuestra conversación con ese fraile. Tal vez luego, cuando conozca mejor los detalles, pueda opinar respecto a esos demonios.

Lo hizo así Baltasar Garrote, esforzándose por no olvidar el más mínimo detalle de su entrevista con Fray Bernardino de Sigüenza, lo que llevó al canario a la amarga conclusión de que resultaba mucho más difícil arrancarle una víctima a la Santa Inquisición que una muela a un muchacho.

—Si no basta que quien acusó se desdiga, ¿qué diantres necesitan? —quiso saber al fin—. ¿Acaso no está ya más que probada su inocencia?

—Temo que el concepto de inocencia de un inquisidor no se ajuste al del común de los mortales —admitió el otro con sinceridad—. Y pese a que ese franciscano nada tiene que ver con Torquemada, a fe que se está tomando muy a pecho su encomienda. —Chasqueó la lengua mostrando de ese modo su fastidio—. Creo que sospecha que Lucifer está detrás de todo esto.

—¿Y no tenéis miedo a las consecuencias?

—¿Miedo? —se asombró el otro—. Miedo es lo que paso tendido en las tinieblas, aguardando el momento del ataque hasta que la debilidad y la fatiga me derrotan. Terror es lo que me invade al despertar y ver que una vez más hay sangre en la almohada y mis fuerzas flaquean hasta el punto de que os juro que no me importaría dejarme morir si no fuera por la seguridad de saber que acabaré ardiendo en los infiernos. —Agitó la cabeza pesaroso—. ¡Si al menos pudiera dormir en paz una noche! ¡Sólo una!

—Tal vez pueda ayudaros —aventuró
Cienfuegos
, cuyo cerebro trabajaba más aprisa que nunca.

—¿Cómo?

—Haciendo guardia. Si velo vuestro sueño dudo mucho que los demonios os ataquen.

—¿Haríais eso por mí? —se asombró el otro sin querer dar crédito a sus oídos—. ¿Os atreveríais a enfrentaros a las fuerzas del averno con tal de salvar mi vida? ¿Por qué?

—Porque soy un buen cristiano, y todo buen cristiano está obligado a salvar a otro si está al alcance de su mano. —El gomero sabía dónde hacer una pausa para permitir que su interlocutor asimilase sus palabras—. Si esta noche os atacan de nuevo, significará que Lucifer no se siente del todo satisfecho con la retractación, y se hace necesario actuar de otra manera. En ese caso, velaré vuestro sueño hasta que os sintáis recuperado y ya entonces pensaremos en la mejor forma de ayudar a esa mujer… ¿Cómo decís que se llama?


Mariana Montenegro
.

—Eso es…:
Mariana Montenegro
. Estoy convencido de que en cuanto se encuentre en libertad habrán concluido vuestras cuitas.

—¿Luego es cierto?

—¿Qué?

—Que se trata de una sierva de Satanás.

—¡Dios me libre de pensarlo! Si lo fuera, ni por asomo me avendría a participar en tal empresa. —Le golpeó el dorso de la mano, buscando tranquilizarle—. Y ya, el propio Lucifer se encargaría de salvarla. Más bien creo que lo que pretende es que reparéis por vuestros propios medios el mal que causasteis al usar su nombre en vano.

—Confuso se me antoja.

—¿Y pues? ¿De qué forma actuaríais si un mentecato utilizara vuestro nombre para hacer daño a un inocente? ¿Acaso no le forzaríais a reparar el mal que había causado?

—Probablemente.

—¿Entonces?

—Se supone que si «El Maligno» busca el mal por el mal mismo, por contento debería darse si le hecho una mano.

—Imagino que tan sólo le satisfará el mal que él mismo incite, aunque no es cuestión de emponzoñarse ahora en discusiones teológicas, y sois Vos quien debe tomar la decisión que más os cuadre. —El cabrero fingía dar a entender que el tema le cansaba y que no le iba ni poco ni mucho en tal negocio—. ¡Lo dicho! —concluyó—. Mañana volveré por aquí, y si aún os agobian los problemas, me pasaré la noche ahuyentando a esos demonios.

Como lógicamente presuponía, los repelentes
Desmodus rotundus
se cebaron una vez más en la única fuente de alimentación que tenían, encerrados como estaban en un recinto del que les resultaba prácticamente imposible encontrar la salida, por lo que a la mañana siguiente el atribulado Baltasar Garrote era poco más que un cadáver viviente que tenía que hacer sobrehumanos esfuerzos para dar algunos pasos sujetándose a las paredes y los muebles.

La contemplación del charco de sangre húmeda sobre la ya mugrienta almohada, acabó de aterrorizar a un pobre hombre que se encontraba casi en los límites del delirio y la locura, lo que le obligó a pasar el resto del día tumbado al pie de una palmera, frente al azul del mar, llorando como un niño perdido en las tinieblas, sin poder alejar de su mente la aterradora idea de que muy pronto estaría ardiendo hasta el fin de los siglos en los confines mismos del infierno.

Se hacía necesario introducirse en la mentalidad de un hombre de su tiempo y su educación para entender hasta qué punto un supersticioso soldado de fortuna podía aceptar a pies juntillas la sarta de patrañas que el gomero había sido capaz de urdir, y por qué razón no se le pasaba por la cabeza la idea de que hubiera bastado con cambiar de residencia para que se difuminasen sus problemas, convencido como estaba de que los demonios serían capaces de encontrarle dondequiera que pretendiera ocultarse.

Guzmán Galeón
Brazofuerte
, seguía siendo su única esperanza de salvación, y la única persona de este mundo —aparte del Capitán León de Luna, que poca ayuda parecía dispuesto a prestarle— capaz de compartir sus angustias, y por lo tanto aguardó impaciente la hora de encontrarse con el primero en la posada, para rogarle que espantara esa noche los demonios.

Incapaz por el propio miedo y la debilidad que sentía de probar tan siquiera un bocado, sus fuerzas se encontraban ya en los límites de lo humanamente soportable, y un terrible dolor se le había asentado en la base de la columna vertebral, al tiempo que una migraña que casi le impedía abrir los ojos a punto estaba de hacer que le estallara la cabeza.

—¡Me muero! —susurró con voz ronca en el momento mismo en que el canario tomó asiento a su lado—. Me muero y mi agonía es la más amarga por la que haya pasado jamás ser humano alguno, puesto que es la mía una muerte total, sin esperanza en un Más Allá misericordioso. ¡Ayudadme! —sollozó, vencido por completo—. ¡Libradme del infierno, y tendréis en mí un esclavo hasta el fin de vuestros días!

—No quiero un esclavo, sino un amigo fiel —fue la sincera respuesta—. ¡Contad conmigo! —El cabrero llamó con un gesto a la posadera—. Y ahora haced un esfuerzo y comed algo.

—¡No puedo!

—Un caldo al menos.

Se lo dio, cucharada a cucharada, como a un niño o un impedido, y lo cargó luego casi en volandas hasta la humilde cabaña donde lo tumbó en una cama que parecía aterrorizar al maltrecho moribundo.

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