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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (10 page)

BOOK: Brazofuerte
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Las selvas, los desiertos, las altísimas montañas y los oscuros pantanos del otro lado del mar, habían dejado su impronta en ambos, y podría creerse que ese hecho, y el de entender una lengua que nadie más hablaba, les diferenciaba de cuantos les rodeaban y establecía entre ellos inconcretos vínculos de todo punto invisibles.

Araya se consideraba predestinada a grandes empresas porque así se lo habían anunciado los dioses de sus antepasados, y
Cienfuegos
era, por el momento, el único que lo sabía. El alma de
Cienfuegos
había quedado prendada de los misterios del gigantesco continente, y Araya era a su vez la única que entendía sus razones. Los demás, incluida en este caso
Doña Mariana Montenegro
, permanecían ajenos a tan particularísimo contexto.

Pasaban sin embargo muy poco tiempo juntos ya que el cabrero se mantenía por lo general oculto en la espesura, sin hacer su aparición por el astillero más que un par de noches a la semana, en procura de las noticias que pudiera proporcionarle el renco Bonifacio Cabrera, mientras la chiquilla dedicaba la mayor parte del día a acumular todos aquellos conocimientos que su alma de esponja le impulsaban a adquirir, como si se tratase de una orden divina que estaba obligada a cumplir pasase lo que pasase, y fuera a costa de cualquier tipo de esfuerzo.

—No para de preguntar un solo instante —se quejaba el cojo cuando
Cienfuegos
se interesaba por los progresos de su inquieta protegida—. Todo es por qué y por qué y por qué, y llega un momento en que te dan ganas de mandarla al infierno, pues resulta imposible encontrar tantas respuestas. Ya sabe más de carpintería que el propio Vizcaíno, de cocina que su mujer, y de religión que el padre Anselmo. ¿A dónde quiere ir a parar?

—A un palacio de techos de oro.

—Al paso que va, no me sorprendería. Pronto será la mujer más sabihonda de la isla.

—¿Y el chico?

—El chico se pasa las horas en el puerto o pescando en la playa. No consigo que estudie.

—Pues hay que obligarle.

—¿Cómo?

Resultaba en verdad difícil hacer que una mente que parecía estar vagando eternamente por muy lejanos rumbos aceptara concentrarse en la aridez del latín o las matemáticas, puesto que ni tan siquiera mostraba oposición o rebeldía, limitándose a huir en espíritu, permitiendo que su cuerpo continuase clavado durante todo un día ante un libro del que no llegaba a asimilar ni tan siquiera un párrafo completo.

En cuanto el renco se distraía, se escapaba, y fue durante una de esas frecuentes excursiones en las que pasaba largas horas pescando desde la playa en el punto en que las aguas del turbio Ozama se diluían por completo en el azul del mar, cuando distinguió la familiar figura de una estilizada falúa, que, bordeando la costa viniendo del Oeste, enfiló directamente hacia los inestables tinglados del primitivo puertecillo.

Era ella y no le cupo duda, puesto que un año atrás había sido testigo de cómo se le plantaba la quilla y se ensamblaban cada una de sus cuadernas, empuñando más tarde su timón cientos de veces.

El corazón le dio un vuelco, obligándole a ponerse en pie de un salto, puesto que se cercioró bien pronto de que la embarcación que se aproximaba era en efecto una de las lanchas auxiliares del
Milagro
, dos de sus marinos la tripulaban, y a proa podía distinguirse la inmensa e inconfundible masa de carne de Zoraida
La Morsa
, la afable ex prostituta que se estableciera tiempo atrás en Jamaica en compañía del habilidoso Juan de Bolas.

Corrió por la playa, la ayudó a desembarcar, e hizo un leve gesto de despedida con la mano cuando los dos marinos le guiñaron un ojo y virando en redondo pusieron de nuevo proa a mar abierto.

—¿Dónde está el barco? —quiso saber.

La mujerona le acarició con afecto el oscuro cabello al tiempo que echaba a andar hacia el prostíbulo de Leonor Banderas.

—Seguro y a la espera —fue su tranquila respuesta—. ¿Dónde está el cojo?

—En casa de Sixto Vizcaíno.

—Iré a verle esta noche.

Acudió con las primeras sombras, y contó, con excesiva profusión de detalles, que Don Luis de Torres, el Capitán Moisés Salado y la mayoría de cuantos navegaron en compañía de
Doña Mariana Montenegro
se habían hecho a la mar huyendo de la quema en cuanto tuvieron noticias de que la alemana había sido acusada ante la temida «Chicharra», pero que aunque su primer impulso fue el de poner agua por medio, escapando hacia Europa, al segundo día de viaje se habían arrepentido dando media vuelta para encaminarse al seguro puerto del sur de Jamaica, donde habían dejado pasar un tiempo prudencial aguardando acontecimientos.

—Aún no hay acontecimientos —le hizo notar Bonifacio Cabrera—. Y por lo que tengo entendido, tardará en haberlos. El Pesquisidor Real no parece tener prisa en tomar decisiones.

—Don Luis contaba con ello. Como converso lo sabe casi todo sobre la Inquisición y su infinita paciencia. ¿Dónde la tienen?

—En «La Fortaleza».

—¿Alguna posibilidad de sacarla de allí?

—Ninguna de momento.

—¿Y el famoso
Cienfuegos
?

—Lo está intentando.

¡Bien! —admitió la gorda satisfecha—. Eso es lo que Don Luis de Torres suponía y por lo tanto ha establecido que cada mes, y siempre en noches de luna llena, el barco se encuentre fondeado a una legua del río, mar afuera. ¿Podéis darle el mensaje?

—¡Desde luego! ¿Cómo están todos a bordo?

—Inquietos por la Señora.

—Siempre supe que no la abandonarían —señaló Bonifacio Cabrera convencido—. Pese al tiempo transcurrido me costaba admitir que la hubiesen dejado en la estacada. Sobre todo Don Luis de Torres.

—Para un converso el peligro es doble, porque a «La Chicharra» le encantaría achicharrarlos a todos como cuentan que están haciendo en Valencia, donde los queman para apoderarse de cuanto tienen. —Zoraida
La Morsa
parecía sentirse mucho más relajada tras haber transmitido su mensaje, y lanzando una significativa mirada a su alrededor, añadió sonriente—: ¿Es que no hay nada de beber en esta casa? ¿Un jumilla o un cariñena?

Le sirvieron una enorme jarra del mejor vino que podía encontrarse en la isla, y tras beber con la delectación de quien ha carecido de semejante placer durante demasiado tiempo, eructó satisfecha.

—¡Esto ya es otra cosa! —lanzó un hondo suspiro—. Y ahora he de irme. Pasaré un par de días en casa de Leonor Banderas, haré creer a todos que he venido en busca de provisiones, y desapareceré discretamente porque si hay algo que en verdad me aterrorice, es esa maldita cuerda de fanáticos. —Se puso en pie pesadamente—. El resto es cosa vuestra.

—Si hay una sola posibilidad entre un millón de liberar a la Señora, estará a bordo una noche de luna llena —prometió el renco—. ¡Tenedlo por seguro!

—En mi casa siempre será bienvenida.

—Tranquiliza saber que existe una forma de escapar de la isla, y un buen refugio —admitió
Cienfuegos
cuando Bonifacio Cabrera le puso al corriente de la visita de la gorda—. Pero para que coja ese barco y llegue a ese refugio lo primero que hay que hacer es sacarla de «La Fortaleza», y no lo veo tan fácil. Aún no sé ni en qué celda se encuentra.

—¿Has vuelto allí?

—Un par dé veces —admitió el cabrero—. Pero lo cierto es que no he conseguido averiguar gran cosa. En cuanto se refiere a ella, esa gente se muestra impenetrable.

—Tengo entendido que Fray Bernardino de Sigüenza fue a visitar al Capitán De Luna.

—Eso puede ser bueno, pero también puede ser malo —puntualizó el gomero—. Y si no temiera perjudicar a Ingrid me cargaría a ese grandísimo hijo de puta porque estoy seguro que es el que mueve los hilos de todo este maldito asunto.

—Se dice que el frailuco ha mandado llamar de nuevo a Baltasar Garrote, y que probablemente le está poniendo en algún tipo de apuros. De otro modo no se entiende que mantengan tan largas entrevistas y que últimamente se le vea sin la gumía ni el alfanje.

—¿Dónde puedo encontrarle?

—Es un espadachín muy peligroso —le hizo notar el cojo.

—Eso ya lo imagino, pero no pienso dejar que me corte en rodajas. ¿Dónde vive?

—Nadie lo sabe, pero aseguran que anda amancebado con una morisca de los burdeles del puerto.

La barragana respondía al significativo nombre de
La Bocancha
y tenía bien ganada fama de golfa y viciosa incluso entre quienes habían hecho del vicio y la golfería su razón de vivir, pues se contaba de ella que en cierta ocasión, y mediando una pequeña apuesta, había sido capaz de hacerle un «servicio bucal» a dos clientes a la vez.

Semejante hazaña, que exigía en verdad una boca muy ancha y una notoria habilidad en tan competitivo oficio, la convertían en una especie de «abeja reina» de la casa en la que trabajaba a destajo, y en la que era, por méritos, la única pupila que disponía de una estancia individual para su uso exclusivo.

Cienfuegos
descubrió bien pronto que
El Turco
Baltasar Garrote había adquirido la sana costumbre de dormir a diario la siesta en compañía de la servicial morisca, cenar luego frugalmente en una posada vecina y retirarse pronto, pues el amanecer solía sorprenderle ejercitando esgrima con algunos compañeros de armas a espaldas de su «vivienda».

Era ésta una destartalada choza de adobe y techo de paja, sin más ventilación que un alto tragaluz y una gruesa puerta atrancada a todas horas, y por la gran cantidad de precauciones que solía tomar para llegar hasta ella, dando un rodeo y aguardando siempre a que cayera la noche,
Cienfuegos
dedujo que el mercenario no deseaba que ningún extraño conociese su escondite, ya que tal vez sospechaba que los amigos de aquella a quien tan inicuamente había acusado, estarían deseando tomar justa venganza en su persona.

La puerta resultaba infranqueable, los muros demasiado sólidos, y el alto ventanuco no permitía el paso a una persona, por lo que el gomero tuvo que desechar la idea de atraparlo en su cubil.

Había desechado de igual modo la idea de matarle, puesto que en nada beneficiaría al proceso tan poco lamentable pérdida, y lo único que en verdad resultaría de utilidad a Ingrid Grass era el improbable hecho de que quien la había denunciado retirara personalmente tal denuncia.

¿Pero cómo obligar a un hombre que había luchado en cien batallas y basaba todo su prestigio en su fama de matachín, a que se echase atrás en tan delicado asunto?

—Nunca lo conseguirás —fue la unánime opinión de Sixto Vizcaíno y el cojo Bonifacio Cabrera—. Si el Capitán De Luna le paga, le pagará bien, y ese maldito hijo de puta no debe ser en absoluto fácil de asustar.

—Algún medio habrá.

—Ninguno que sepamos.

—Todo hombre tiene un punto débil.

—Tal vez
La Bocancha
.

—No. —
Cienfuegos
negó con firmeza—. Jamás utilizaría a una mujer, aparte de que no creo que signifique gran cosa para él. Tiene que ser algo especial; algo… «distinto».

—¿Qué puede existir de… «distinto»?

Como solía hacer en estos casos, el gomero
Cienfuegos
se retiró a su refugio de la espesura, a meditar sobre la mejor forma de meterle el miedo en el cuerpo a un hombre que no parecía conocer ese miedo, y tras una larga noche de observar las estrellas, recordó otras muchas noches de insomnio semejante allá en el continente, y creyó haber encontrado la solución que tanto estaba necesitando.

Con la primera luz del día inició una rápida andadura hacia las lejanas montañas que se distinguían al Noroeste, y cuando llegó a la región elegida, una zona de espesa selva muy húmeda a poco más de mil metros de altitud, se dedicó a estudiar con detenimiento las copas de los más frondosos árboles.

Tardó casi un día en encontrar lo que buscaba, puesto que en aquel tiempo la especie no era abundante en la isla, de donde acabaría por desaparecer a causa de la deforestación, pero cuando regresó a la ciudad llevaba en un pequeño cesto tres pequeños
Desmodus rotundus
, o murciélagos vampiros, de los que estaba convencido que los recién llegados españoles no conocían aún la existencia.

Con las primeras sombras los introdujo por el tragaluz de la choza de Baltasar Garrote, y cuatro días más tarde se acomodó en una mesa cercana a la que
El Turco
solía ocupar en la posada, bastándole una ojeada al verle entrar para comprender que su plan estaba dando el fruto apetecido, puesto que el hombretón de anchas espaldas, gesto altivo y desafiante mirada, aparecía ahora debilitado y como ido, apagado y sin fuerzas, macilento, desganado y con el color cerúleo de los muertos, incapaz siquiera de aferrar con fuerza una cuchara y tembloroso ante el hecho, en apariencia innegable, de que la vida se le escapaba entre los dedos sin razón lógica alguna.

Lo estudió largo rato e incluso se apiadó de él al comprender lo a solas que parecía sentirse frente a su propia muerte, y cuando no le cupo la menor duda de que se encontraba lo suficientemente maduro como para escuchar lo que tenía que decirle, se puso en pie, dio cuatro pasos y tomó asiento frente a él, dejando a un lado su jarra de vino.

—¡Perdón, caballero! —se disculpó con casi excesiva amabilidad—. ¿Me permitís que os haga una pregunta de cuya respuesta quizá dependa vuestra vida?

Baltasar Garrote permaneció unos breves instantes observándole con aire desconcertado, tal vez tratando de captar qué era lo que en verdad pretendía decirle, y por último, saliendo de una especie de profunda abstracción, inquirió desabrido:

—¿Una pregunta de cuya respuesta quizá dependa mi vida? —masculló—. ¿De qué diantre estáis hablando?

—De las marcas que he visto en el lóbulo de vuestra oreja —puntualizó el gomero rozándole levemente el punto indicado—. Y el color de vuestra piel. ¿Acaso os sentís enfermo? ¿Débil quizá? ¿Cómo sin fuerzas?

—Efectivamente —admitió el otro sorprendido—.

Hace días que me encuentro mareado y sin fuerzas, pero no sé qué puede tener eso que ver con mis orejas, ni a qué tipo de marcas os referís.

—A estas de aquí. Parece como si os hubieran clavado dos agujas. ¿Lo notáis?

—Ahora que lo decís, sí que lo advierto —reconoció confundido
El Turco
, tras palparse en el lugar indicado—. No me había dado cuenta. —Le miró de frente—.

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