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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (7 page)

BOOK: Arráncame la vida
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Las corrí. A ellas y a las cuatro brujas que cuidaban a los niños.

Entonces un médico que parecía muy enterado tuvo a bien reclamarme.

—Se pueden morir estos niños si toman leche de vaca —dijo.

—Estarán mejor muertos que aquí —le contesté.

¿Quién podría parar mis obras de misericordia? Mi marido, claro. En la tarde me dijo que estaba yo exagerando, que ni un centavo extra para el hospicio o los hospitales y que las Locas ya tenían bastante con su edificio.

—Pero si ya fui a ver y no tienen camas dije.

—Nunca han dormido más arriba del suelo esas mujeres —me contestó. ¿Tú crees que hay locas ricas ahí? Las ricas andan en la calle.

—Y contigo —le contesté.

En la mañana había pasado al Nuevo Siglo por un vestido para Verania y la dependiente me preguntó qué me había parecido el mantón de Manila que antier me había comprado el general. Dije que bellísimo mirando la cara de horror del dueño que siempre sabía a dónde iban las compras de Andrés Ascencio. El mantón se lo habían mandado a una señora en Cholula. Pensé no hablarle de eso pero no me aguanté. De todos modos se hizo el que no entendía y dejó el asunto ahí.

Llamé a sus hijas para proponerles que me ayudaran a organizar bailes, fiestas, rifas, lo que pudiera dar dinero para la Beneficencia Pública. Aceptaron. Se les ocurrió todo, desde una premier con Fred Astaire hasta un baile en el palacio de gobierno. Durante un tiempo no supe cómo iban las locas ni los enfermos ni los niños, me dediqué a organizar fiestas. Por fin creo que hasta se nos olvidó para qué eran.

Nada más porque Bárbara mi hermana cumplía con su papel de secretaria fuimos a entregarles las camisetas y los calzones a los niños, las camas a las loquitas, las sábanas a los hospitales. San Roque estaba muy limpio cuando llegamos, las mujeres pasaron en fila a darnos las gracias. Sus batas rosas se habían ido destiñendo y de día eran más feas sus caras. Todavía estaba ahí la jovencita que inició el baile con Andrés y una que me contó que su hermano la había encerrado para quedarse con su herencia. Las invité a quedarse junto a nosotras. Cuando se acabó la celebración, nada más las saqué de ahí sin ningún trámite. Nadie preguntó nunca por ellas.

Esa noche hubo una ceremonia en el Colegio del Estado para celebrar su transformación en Universidad. Desde la campaña había sido una de las obsesiones de Andrés. Tenía pocos meses de gobernar cuando logro el cambio. Dejó de rector al mismo que era director del colegio y en agradecimiento esa noche le entregaba el rectorado Honoris Causa. Salieron críticas en los periódicos y la gente dijo horrores, pero a Andrés no le importó. Se disfrazó con una toga y un birrete y nos hizo a nosotros vestirnos de gala.

Como no nos dio tiempo de decidir qué hacer con las ex locas, nos las llevamos al festejo. A una le presté un vestido yo y a la otra Marta.

Durante el brindis presenté a la bonita con el rector, que la tomó como su secretaria particular y a la desheredada con el presidente del Tribunal de Justicia del Estado, que se encargó de ver que se le hiciera justicia. Creo que desheredaron al hermano porque como al mes recibí todo un juego de plata para té con la tarjeta de la señorita Imelda Basurto y, entre paréntesis, «la desheredada». Abajo: «Con mi eterno agradecimiento a su labor de justicia.»

Al principio la gente iba a la casa a solicitar audiencia y me pedía que la ayudara con Andrés.

Yo oía todo y Bárbara apuntaba. En las noches me llevaba una lista de peticiones que le leía a mi general de corrido y aceptando instrucciones: ése que vea a Godínez, ésa que venga a mi despacho, eso no se puede, a ése dale algo de tu caja chica, y así.

Mi primera gran decepción fue cuando me visitó un señor muy culto para contarme que se pretendía vender el archivo de la ciudad a una fábrica de cartón. Todo el archivo de la ciudad a tres centavos el kilo de papel. En la noche fue el primer asunto que traté con Andrés. No quiso ni detenerse a discutirlo. Nada más dijo que ésos eran puros papeles inútiles, que lo que necesitaba Puebla era futuro, y que no había dónde poner tanto recuerdo. El lugar donde estaba el archivo sería para que la Universidad tuviera más aulas. Además ya era tarde porque Díaz Pumarino su secretario de gobierno ya lo había vendido, es más, el dinero me lo iba a dar para el hospicio.

Al día siguiente tuve que pasar la vergüenza de explicarle mi fracaso al señor Cordero. Total que el dinero de la venta ni siquiera fue para el hospicio porque la Asociación de Charros visitó a Andrés la mañana en que lo tenía sobre su escritorio y junto con el cheque del gobierno del estado les dio lo del archivo como donativo personal.

Con ese empezaron mis fracasos y fui de mal en peor. Un día me visitó una señora muy acongojada. Su marido, un médico respetable, era dueño de la casa en que vivía toda la familia. Una casa muy bonita en el 18 Oriente. Según contó la señora, a mi general le había gustado la casa y llamó a su marido para comprársela. Como el hombre le dijo que no estaba en venta porque era el único patrimonio de su familia, Andrés le contestó que esperaba verlo entrar en razón porque no le gustaría comprársela a su viuda. Con la amenaza encima el doctor aceptó vender y puso precio. Andrés lo oyó decir tantos miles de pesos y después sacó de un cajón la boleta del registro predial con la cantidad en que estaba valuada la casa para el pago de impuestos. Era la mitad de lo que pedía, le dio la mitad y lo despidió dándole tres días para desalojar.

La esposa fue a verme al segundo día. En la noche se lo conté a Andrés.

—Así que aparte de lenta es argüendera la señora. Dile que tú no sabes nada.

—¿Pero es cierto eso? ¿Para qué quieres la casa?

—Qué te importa —dijo y se durmió.

Al día siguiente fui a despertar a Octavio con la historia.

—¿Por qué no dejas eso de las audiencias y te dedicas a algo más agradable? —me dijo.

Seguí hablando y explicándole, volví a contarle lo de la casa, segura de que no lo había entendido porque estaba amodorrado.

—Ay Cati no me digas que no sabes que así compra todo —dijo sentándose en la cama y estirando los brazos. Después dio un bostezo largo y ruidoso.

—¿Puedo entrar? —preguntó Marcela empujando la puerta.

Llevaba pantalones y una camisa que alguna vez le vi a Octavio.

—¿Todavía no te levantas? —le dijo caminando con las manos atrás de la cintura hasta que estuvo frente a él.

—Eres un huevón —dijo echándole encima el vaso de agua que llevaba escondido.

—Abusiva —gritó Octavio forcejeando para quitarle el vaso—. Se trenzaron en una lucha que se convirtió en abrazo y carcajadas. Estaban tan felices que me dieron envidia.

—De todos modos gracias Tavo —dije caminando hacia la puerta.

—A ti, Cati —contestó cuando me vio salir y cerrarla.

Capítulo 6

La primera vez que vi a Andrés furioso contra don Juan Soriano, el director del semanario Avante, fue cuando lo de la plaza de toros, la segunda cuando publicó que muchos antirrevolucionarios se habían deslizado en el gobierno de Puebla; que Manuel Garcia, el oficial mayor, había sido el que denunció a los Serdán, que Ernesto Hernández visitador de la administración en Puebla había sido integrante de una cosa que se llamó Defensa Social creada por Victoriano Huerta, que Saíd Suárez cobrador de la recaudación de rentas de Teziutlán personalmente había disparado sobre Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo y que el propio gobernador había estado en La Ciudadela cuando el golpe de Estado que asesinó a Madero.

—Que se dé por muerto este cabrón —dijo entre dientes cerrando el periódico y levantándose de la mesa en que desayunábamos.

Después de ese día muchas veces lo oí repetir lo mismo. Pero Soriano seguía publicando su periódico, tomando café en los portales y paseando con su mujer los domingos por el zócalo. Todo el mundo sabía que iba a pie de su case a la oficina, que en las noches compraba el pan en La Flor de Lis y que le gustaba caminar solo después de la cena.

Yo leía su periódico a escondidas. Cuando Andrés lo aventaba y salía mentando madres, yo lo recogía y lo devoraba. A veces no entendía ni por qué se enojaba.

Quizá era que no salían las notas informando de las inauguraciones o que cuando salían eran como la de la inauguración del Teatro Principal: una foto suya cortando el listón, otra de la placa conmemorativa diciendo que la remodelación del teatro se había llevado a cabo durante el gobierno del general Andrés Ascencio y un pie de foto preguntándose por qué no aparecía por ninguna parte el municipio cuando toda la obra se había hecho con fondos suyos.

Cuando Aguirre nacionalizó el petróleo, el único periódico de Puebla que mostró entusiasmo fue el Avante. Andrés estaba furioso, le parecía una necedad eso de meterse en pleitos con países tan poderosos nada más para expropiarles lo que él llamaba un montón de chatarra. De todos modos cuando la señora Aguirre llamó a las mujeres de todas las clases sociales a cooperar con dinero, alhajas y lo que pudieran para pagar la deuda petrolera, Andrés me mandó a formar parte del Comité de Damas que presidía doña Lupe.

Llegó una tarde con un montón de cajitas. —Llévaselas y dile que te estás desprendiendo del patrimonio de tus hijas —me dijo.

Había de todo ahí: pulseras, aretes, brillantes, relojes, collares, una colección de alhajas del tamaño de la mía. Me fui a México con las niñas y las cajitas. Llegamos á Bellas Artes que estaba lleno de gente. Había campesinas que llevaban pollos y mujeres que se acercaban a la mesa en el escenario a entregar sus alcancías de marranito llenas de quintos. Hasta unas señoras gringas hablaron en contra de las compañías petroleras y cedieron públicamente miles de pesos.

Las niñas y yo subimos hasta la mesa con nuestras cajitas, las entregamos a la señora poniendo cara de heroínas. Para completar el espectáculo, yo a la mera hora me conmoví de verdad y dejé también las perlas que llevaba puestas.

El Avante publicó mi foto quitándome los aretes frente a la mesa presidida por la señora Aguirre. Se lo agradecí a don Juan Soriano y Andrés me regañó.

El tiempo se hizo lento. Yo empecé a sentir que llevaba siglos soñando niños y abrazando viejitos con cara de enternecida madre del pueblo poblano, mientras me enteraba por mis hermanos, o por Pepa y Mónica, de que en la ciudad todo el mundo hablaba de los ochocientos crímenes y las cincuenta amantes del gobernador.

De repente me decían ahí va una, o esa casa la compró para otra, yo nada más las iba apuntando. Las que duraban unas horas de antojo o se iban con él un rato para librarse de las amenazas, no estaban en mis cuentas. Me atraían las que le tuvieron cariño, las que incluso le parieron hijos. Las envidiaba porque ellas sólo conocían la parte inteligente y simpática de Andrés, estaban siempre arregladas cuando llegaba a verlas, y él no les notó nunca los malos humores ni el aliento en las madrugadas.

Me hubiera gustado ser amante de Andrés. Esperarlo metida en batas de seda y zapatillas brillantes, usar el dinero justo para lo que se me antojara, dormir hasta tardísimo en las mañanas, librarme de la Beneficencia Pública y el gesto de primera dame. Además, a las amantes todo el mundo les tiene lástima o cariño, nadie las considera cómplices. En cambio, yo era la cómplice oficial.

¿Quién hubiera creído que a mí sólo me llegaban rumores, que durante años nunca supe si me contaban fantasías o verdades? No podía yo creer que Andrés después de matar a sus enemigos los revolviera con la mezcla de chapopote y piedra con que se pavimentaban las calles. Sin embargo, se decía que las calles de Puebla fueron trazadas por los ángeles y asfaltadas con picadillo de los enemigos del gobernador.

Yo preferí no saber qué hacia Andrés. Era la mamá de sus hijos, la dueña de su casa, su señora, su criada, su costumbre, su burla. ¿Quién sabe quién era yo?, pero lo que fuera lo tenía que seguir siendo por más que a veces me quisiera ir a un país donde él no existiera, donde mi nombre no se pegara al suyo, donde la gente me odiara o me buscara sin mezclarme con su afecto o su desprecio por él.

Un día salí de la casa y tomé un camión que iba a Oaxaca. Quería irme lejos, hasta pensé en ganarme la vida con mi trabajo, pero antes de llegar al primer pueblo ya me había arrepentido. El camión se llenó de campesinos cargados con canastas, gallinas, niños que lloraban al mismo tiempo. Un olor ácido, mezcla de tortillas rancias y cuerpos apretujados lo llenaba todo. No me gustó mi nueva vida. En cuanto pude me bajé a buscar el primer camión de regreso. Ni siquiera caminé por el pueblo porque tuve miedo de que me reconocieran.

Regresé pronto, y me dio gusto entrar a mi casa. Verania y Checo estaban jugando en el jardín, los abracé como si volviera de un secuestro.

—¿Qué te pasa? —preguntó Verania a la que no le gustaban mis repentinas y esporádicas efusiones.

Al día siguiente, otra vez quería llorar y meterme en un agujero, no quería ser yo, quería ser cualquiera sin un marido dedicado a la política, sin siete hijos apellidados como él, salidos de él, suyos mucho antes que míos, pero encargados a mí durante todo el día y todos los días con el único fin de que él apareciera de repente a felicitarse por lo guapa que se estaba poniendo Lilia, lo graciosa que era Marcela, lo bien que iba creciendo Adriana, lo estiloso que se peinaba Marta o el brillo de los Ascencio que Verania tenia en los ojos.

Otra quería yo ser, viviendo en una casa que no fuera aquella fortaleza a la que le sobraban cuartos, por la que no podía caminar sin tropiezos, porque hasta en los prados Andrés inventó sembrar rosales. Como si alguien fuera a perseguirlo en la oscuridad, tenía cientos de trampas para los que no estaban habituados a sortearlas todos los días.

Sólo se podía salir en coche o a caballo porque quedaba lejos de todo. Nadie que no fuera Andrés podía salir en la noche, estaba siempre vigilada por una partida de hombres huraños, que tenían prohibido hablarnos y que sólo lo hacían para decir: »lo siento, no puede usted ir más allá.»

Fui adquiriendo obsesiones. Creía que era mi deber adivinarle los gustos a la gente. Para cuando llegaban a mi casa yo llevaba días pensando en su estómago, en si preferirían la carne roja o bien cocida, si serían capaces de comer tinga en la noche o detestarían el spaguetti con perejil. Para colmo, cuando llegaban se lo comían todo sin opinar ni a favor ni en contra y sin que uno pudiera interrumpir sus conversaciones para pedirles que se sirvieran antes de que todo estuviera frío.

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