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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (5 page)

BOOK: Arráncame la vida
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—Se los dije, hijos, ganó «Tierra y Libertad».

—Usted dirá lo que quiera, pero hacen mal en pelearse con el general Carranza —dijo Andrés.

Eulalia se acarició la barriga y preparó café. Le gustaba oír a su padre conversar con su señor.

A principios de noviembre Carranza salió de México y desde Córdoba desconoció los actos de la Convención. En Aguascalientes la Convención siguió reuniéndose como si nada, nombró un Presidente provisional de la República y siguió peleando las plazas a los carrancistas.

El día 23 los gringos le entregaron Veracruz al general Carranza, pero el 24 en la noche las Fuerzas del Sur entraron a la ciudad de México.

El 6 de diciembre Eulalia amaneció con dolores de parto. De todos modos su padre decidió que antes de cualquier cosa tendrían que ir a la Avenida Reforma para ver desfilar al Ejército Convencionista con Villa y Zapata a la cabeza.

Una columna de más de cincuenta mil hombres entró tras ellos. El desfile empezó a las diez de la mañana y terminó a las cuatro y media de la tarde. Eulalia parió una niña a media calle. Su padre la recibió, la limpió y la envolvió en el rebozo de Eulalia mientras Andrés los miraba hecho un pendejo.

—¡Ay, virgen! —era lo único que podía decir Eulalia entre pujo y pujo. Tanto lo dijo que cuando llegaron a la casa y mientras don Refugio bañaba a la criatura, Andrés decidió que la llamarían Virgen. Cuando fueron a bautizarla el cura dijo que ese nombre no se podía poner y les recomendó Virginia que sonaba parecido. Aceptaron.

A los ocho días del parto, Eulalia volvió al establo con la niña colgada de la chichi y una sonrisa aún más brillante que la de un año antes. Tenía una hija, un hombre y había visto pasar a Emiliano Zapata. Con eso le bastaba.

En cambio Andrés estaba harto de pobreza y rutina. Quería ser rico, quería ser jefe, quería desfilar, no ir a mirar desfiles. Andaba amargado de la ordeña al reparto y oía las predicciones de don Refugio como una serie de maldiciones. Los convencionistas y los constitucionalistas peleaban en todo el país. Un día unos tomaban una plaza y al otro día los otros la rescataban, un día salía un decreto y otro día otro, para unos la capital era México y para los otros Veracruz, pero Andrés pensaba que siquiera los constitucionalistas tenían siempre el mismo jefe, en cambio los convencionalistas eran demasiados y nunca se iban a poner de acuerdo.

—Lo que pasa es que tú no crees en la democracia —le decía su suegro.

—Siempre tuvo buen ojo don Refugio —dijo Andrés cuando me lo contó. Yo qué voy a creer en esa democracia. Bien decía el teniente Segovia: «democracia que no es dirigida no es democracia.»

Enero empezó con los convencionistas en el gobierno de la ciudad de México, pero a fin del mes Álvaro Obregón volvió a ocupar la ciudad y a los constitucionalistas les tocó un vendaval que tiró todas las lámparas eléctricas y dejó oscuras las calles de la ciudad. Muchos árboles se desgajaron y el techo del jacalón en el que vivían Andrés, Eulalia y don Refugio salió volando a media noche y los dejó expuestos al frío. A Eulalia le dio risa quedarse sin techo de buenas a primeras y don Refugio empezó un discurso sobre las injusticias de la pobreza que alguna vez la Revolución evitaría. El joven Ascencio pasó la noche maldiciendo y se propuso todo antes que seguir de arrimado y en la miseria.

Entró a trabajar en las tardes de ayudante de un cura español que era párroco en Mixcoac. Pero para su desgracia le duró poco ese trabajo porque Obregón impuso al clero de la capital una contribución de 500.000 pesos y como no pudieron pagarla todos los curas fueron llevados al cuartel general. Andrés acompañó al padre José que estaba riquísimo y lo oyó jurar por la Virgen de Covadonga que no tenia un centavo. Obregón ordenó que los curas mexicanos se quedaran detenidos y soltó a los extranjeros con la condición de que abandonaran el país. Ni un día tardó el padre José en despedirse de sus feligreses y salir rumbo a Veracruz con una maleta llena de oro. Al menos eso sintió Andrés que la cargó hasta la estación de trenes.

Las cosas se fueron poniendo peores. Hasta las vacas daban menos leche, estaban flacas y mal comidas. Eulalia y él caminaban toda la ciudad buscando pan y carbón, muchas veces no encontraban, muchas no podían pagar ni eso.

En marzo, para alimento de don Refugio y su hija, el Ejército del Sur volvió a ocupar la ciudad haciendo que Obregón huyera la noche anterior. Tras ellos llegó el Presidente de la Convención y la mayoría de los delegados.

Por más que las esperanzas de Eulalia y su padre crecían, no lograban contagiar a Andrés. Para colmo Eulalia estaba embarazada otra vez. En el establo les pagaban con irregularidad y les descontaban puntualmente las ausencias. Andrés empezó a detestar las ilusiones de su mujer. Hubiera querido irse. Casi veinte años después no se explicaba por qué no se había ido.

Eulalia estaba segura de que los señores de la Convención no sabían bien a bien por lo que pasaba el pueblo, así que cuando oyó que se organizaría a la gente para ir a pararse a una de las sesiones con los cestos vacíos y pidiendo maíz, no dudó en ir. Andrés no quería acompañarla, pero cuando la vio en la puerta con la niña metida en el rebozo y la cara de fiesta, la siguió.

—¡Maíz! ¡Pan! —gritaba una muchedumbre mostrando canastas vacías y niños hambrientos. Mientras su mujer gritaba con los demás, Andrés mentaba madres y se pendejaba seguro de que por ahí no iban a lograr nada.

Un representante de la Convención avisó a la muchedumbre que se comprarían artículos de primera necesidad hasta por cinco millones de pesos.

—Te lo dije, nos va a sobrar la comida —anunció Eulalia al día siguiente, antes de salir con su canasta a ver qué recogía en la venta de maíz barato que el Presidente ordenó se hiciera en el patio de la Escuela de Minería. Esa vez no la acompañó. La vio salir cargando a la niña, con la panza volviendo a saltársele. Flaca y ojerosa, con el lujo de la sonrisa que no perdía. Pensó que su mujer se estaba volviendo loca y se quedó sentado en el suelo fumando una colilla de cigarro.

Como se hizo de noche y Eulalia no volvía, fue a buscarla. Cuando llegó a la Escuela de Minería encontró a unos soldados juntando zapatos y canastas abandonadas y ni un grano de maíz en todo el patio. Habían ido más de diez mil personas a buscarlo. La lucha por un puño se volvió feroz, la gente se arremolinó y se aplastó. Hubo como doscientos desmayados, unos porque casi se asfixiaron y otros porque les dio insolación. Los habían recogido las ambulancias de la Cruz Roja.

Andrés fue por Eulalia al viejo hospital de la Cruz Roja. La encontró echada en un catre, con la niña descalabrada y su eterna sonrisa al verlo llegar.

No le dijo nada, sólo abrió la mano y enseñó un puño de maíz. Como él la miró horrorizado abrió la otra:

—Tengo más —dijo.

Poco después les pagaron en el establo diez pesos y sintiéndose ricos fueron al mercado de San Juan a comprar comida. Eran como las doce cuando llegaron. Las puertas de casi todos los expendios estaban cerradas. Frente a las de una panadería se amontonaban muchas mujeres gritando y empujando.

—Vamos ahí —dijo Eulalia riendo. Y se puso a empujar con todas las fuerzas de su flacura.

De repente las puertas cedieron y las mujeres entraron a la panadería tan enardecidas como hambrientas y se fueron sobre los panes peleándose por ellos y echando en sus canastas lo que podían. Andrés vio el desorden aquel, presidido por el panadero español que pretendía impedir a las mujeres que tomaran los panes sin pagarlos. Peleaba con ellas y quería meter la mano en sus canastas y quitarles lo que tenían dentro. Lo vio alejarse del mostrador colgado de las trenzas de una mujer que había vaciado una charola de bolillos en su canasta.

No encontró mucho dinero en la caja de madera guardada cerca del suelo, pero Andrés lo tomó rápidamente y buscó a Eulalia en media de los rebozos y los brazos de todas las mujeres que seguían recogiendo migajas mientras mordían alguna de sus ganancias. Fue hasta la puerta y desde allí le gritó. Ella alzó un brazo y le enseñó el pan que mordía y una risa llena de migajas. A empujones llegó hasta él, que se echó a correr jalándola.

—¿No cogiste nada? —le preguntó Eulalia sin saber por qué habían abandonado la fiesta a la mitad. El no le contestó. La dejó rumiar su cocol de anís mientras iban en la carretera de regreso al establo y decirle que no le convidaría ni una mordida de sus panes por inútil y apendejado.

Don Refugio se había quedado con la niña y mecía su cuna de costal amarrado al techo con mecates. Eulalia entró dichosa y le extendió la canasta de panes al viejo profeta. Andrés los vio abrazarse riendo y pensó en guardar el dinero para días menos felices. Pero como Eulalia no dejaba de criticarlo se sacó de las bolsas todas las monedas que había podido guardarse.

—Hay muchas de a peso —gritaba Eulalia aventándolas al aire.

Esa misma tarde quiso comprarse un rebozo y obligó a su Andrés a gastar en una camisa para él y otra para don Refugio. A la niña le buscó un gorra con olanes de satín brillante y lo demás lo gastaron en azúcar, café y arroz. Andrés se empeñó en guardar quince pesos.

—Cinco más de lo que teníamos en la mañana —dijo Eulalia antes de dormirse.

Amanecieron oyendo los cañones tan cerca que pensaron en no ir a ordeñar las ocho vacas flacas que quedaban en el establo. Pero Eulalia quería sopear uno de sus panes en la cubeta de leche cruda y salió más temprano que nunca sin oír las advertencias de su padre.

Todo el día se oyeron los cañones. Andrés y Eulalia bajaron hasta la colonia Juárez con la poca leche que habían sacado, pero nadie les abrió la puerta. No había trenes ni coches en las calles, los comercios estaban cerrados y muy poca gente se atrevió a salir.

En la tarde se marcharon las últimas tropas convencionistas y a la mañana siguiente entraron a la ciudad las primeras fuerzas constitucionalistas. Dos días después entraron más y con ellas un nuevo comandante militar de la plaza, otro inspector de policía y otro gobernador del Distrito.

Eulalia fue con un billete de a peso a comprar manteca y en la tienda le dijeron que ese papel ya no valía. Regresó a la casa furiosa contra Andrés que no había querido gastárselo todo.

Tenia tanta rabia que intentó quemar lo que tenían guardado, pero su padre pronosticó el regreso de los convencionistas y le quitó los billetes que había puesto a dorarse en el comal.

Se fue volviendo pálida y triste. Andrés decía que era el embarazo, pero don Refugio alegaba que el año anterior no había pasado nada así.

—Dicen que cada hijo se hace distinto —les contestaba Eulalia cuando discutían.

Cinco días después los convencionistas recuperaron la ciudad. No bien lo supo Eulalia, fue con sus billetes a la misma tienda en que se los habían devuelto.

Compró dos kilos de arroz, uno de harina, dos de maíz, uno de azúcar, uno de café y hasta una cajetilla de cigarros.

Cuando volvieron los constitucionalistas y don Refugio pronosticó que volvían para quedarse, Eulalia miró orgullosa su precaria despensa.

Carranza llevaba un mes en la ciudad y su gobierno era reconocido hasta por los Estados Unidos cuando Eulalia parió un niño de ojos claros como los de Andrés y sonrisa insistente y precoz como la de ella. Don Refugio estaba iluminado por la euforia, no podía encontrar mejor pronóstico para el futuro de prosperidad que estaba empeñado en alcanzar. El le puso Octavio antes de que nadie pudiera opinar otra cosa.

Virginia apenas tenía un año y pasó a segundo término de la noche a la mañana. La madre y el abuelo estaban demasiado ocupados con el prodigio de un hombre recién nacido y el padre apenas la veía intentar unos pasos mientras pensaba cómo salir de pobre rápido y para siempre.

Se iba solo en la carreta después de la ordeña y recorría la ciudad que empezaba a parecerle ordenada y hasta grata.

Un día el dueño del establo le pidió que acudiera a una nueva oficina llamada Departamento Regulador de Precios a preguntar en qué iba a quedar el precio de la leche, no fuera a ser que la estuvieran dando más barata.

Como a un aparecido, Andrés vio a Rodolfo, su amigo de la infancia en Zacatlán, tras la ventanilla de informes. Había entrado a México con el Ejército de Oriente, en calidad de sargento aunque jamás dio una batalla.

Era cobrador y necesitaba grado para merecer respeto. Le llevaba dos años y hacía más de cuatro que no se veían. Andrés siempre creyó que su amigo era un pendejo, pero cuando lo vio con la ropa limpia y tan gordo como cuando vivían alimentados por sus madres, dudó de sus juicios. Se saludaron como si se hubieran visto la tarde de ayer y quedaron de comer juntos.

Andrés volvió muy noche al jacalón de Mixcoac. Cuando su mujer le reprochó que no hubiera avisado cuánto tardaría, él contó la historia de su amigo convertido en sargento y le aseguró que pronto tendría un trabajo bien pagado.

Don Refugio se frotó las puntas de los bigotes y le dijo a su hija:

—Ya ves cómo tenía yo razón. Andaba en buenos pasos. A este hombre le va a ir bien con los del norte. Siquiera algo de todo esto que no me encabrone.

—Vamos a hacerlo padrino de Octavio —dijo Andrés.

Eulalia extendió su eterna sonrisa y fue a tirarse en la cama junto a su hijo.

—Asta dice que se siente cansada —contó don Refugio. Y para que ella lo diga ha de irse a morir.

Por desgracia don Refugio también acertó en esa predicción. La epidemia de tifo que hacía meses andaba por la ciudad entró al jacalón de Mixcoac y se prendió de Eulalia.

En ocho días se le fue cerrando la risa, casi no hablaba, tenia el cuerpo ardiendo y echaba un olor repugnante. Andrés y don Refugio se sentaron a verla morir sin hacer nada más que ponerle paños mojados en la frente. Nadie se aliviaba del tifo, Eulalia lo sabía y no quiso pesarles los últimos días. Se limitó a mirarlos con agradecimiento y a sonreír de vez en cuando.

—Que te vaya bien —le dijo a Andrés, antes de caer en el último día de fiebre y silencio.

Capítulo 5

Toda esta dramática y enternecedora historia yo la creí completa durante varios años. Veneré la memoria de Eulalia, quise hacerme de una risa como la suya, y cien tardes le envidié con todas mis ganas al amante simplón y apegado que mi general fue con ella. Hasta que Andrés consiguió la candidatura al gobierno de Puebla y la oposición hizo llegar a nuestra casa un documento en el que lo acusaba de haber estado a las órdenes de Victoriano Huerta cuando desconoció al gobierno de Madero.

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