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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Poesía

Vivir adrede (3 page)

BOOK: Vivir adrede
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El mundo se convierte instantáneamente en nada, pero dentro de esa nada suenan voces. A la voz no la apaga el apagón. Cantamos, gritamos, sollozamos, insultamos al desprolijo destino que nos pone en este trance.

Por allá suena una oración poco convincente y por acá un suspiro esperanzado. Casi da lo mismo tocar una piedra que una joya, un rostro que una máscara. Busco un apetitoso pecho de mujer y sólo encuentro un fardo, una mole sin nombre.

Estamos a ciegas, sólo nos queda el tacto. Con él distinguimos: la madera, del acero; la porcelana, del vidrio; el tenedor, de la cuchara.

Vaya vaya. ¡Se encendió mi portátil! La ciudad es nuevamente ciudad. Tu rostro querido otra vez es tu rostro. ¡Que vivan las luces!

25. De palabra en palabra

Uno de los trayectos más estimulantes de esta vida es el tránsito por el idioma. El pensamiento avanza de palabra en palabra. Es una senda llena de sorpresas y algunas veces totalmente inédita. Y cuando pasa a ser sonido, cuando cada vocablo por fin coincide con la voz que lo espera, entonces lo normal se convierte en milagro. Paso a paso,, sílaba a sílaba, el idioma pasa a ser una revelación. Y qué placer cuando un prójimo cualquiera sale a nuestro encuentro, paso a paso también, sílaba a sílaba, y su palabra se abraza con la nuestra.

Las maravillas y las impurezas emergen repentinamente del olvido y se introducen sin permiso en nuestro asombro. Gracias al idioma, sobrevivimos. Porque somos palabra, quién lo duda. El lenguaje es una bolsa de ideas, una metafísica que no tiene reglas, una propuesta que cada día es distinta.

Al flanco de los cedros y los pinos crecen los nombres y las flores, porque el lenguaje es también un jardín.

26. El mundo pasa

Desde mi sólida banqueta, o sea desde mi trono de pelagatos, veo desfilar el tiempo y sus minucias, los torbellinos del desorden, las fragatas que en el puerto se mecen impasibles, los murciélagos que inmóviles vigilan, las golondrinas que regresan cargadas de experiencia.

También manos que ahora son casi garras, bocas seductoras que reclaman besos, pieles que se convierten en pellejos, ojos que aman cuando miran, colinas de allá lejos que se acercan, arroyos que se vuelven ríos, ríos que se vuelven mares.

Desde mi sólida banqueta, desde mi trono de pelagatos, veo cielos que se aclaran y oscurecen, viejitas que no hace mucho eran muchachas, desalientos que fueron esperanzas. Pero también futuros que se abren y nos llaman, con promesas que quién sabe y no obstante admitimos.

El mundo pasa sin interrupciones, con paisajes que llenan el contorno, alarmas con abismos, glorias inaccesibles, perdones que no pedimos y alborotos en la conciencia cerrada con candado.

Hasta que en una noche inesperada, los párpados sucumben y ya no se levantan.

27. Museos y campamentos

Una red de museos dignifica en cierto modo la geografía cultural del orbe, al menos de este que habitamos. Hay muestras de vestigios prehistóricos, exposiciones de artesanías indígenas, pinacotecas de artistas renombrados con ninfas desabrigadas que nos convocan o lienzos indescifrables que nos dejan al margen, propuestas religiosas que nos llenan de dudas o duendes infernales que nos hacen señas. Pintores como Velázquez, Gauguin, Goya y también nuestro Blanes, que dejaron en sus cuadros rostros que nos miran y hasta nos interrogan. Hay gliptotecas, museos etnológicos, exhibiciones de reliquias. Sólo echamos de menos un museo de alegrías.

En cualquier descuido de la vida, los conflictos suelen levantar campamento. El desacuerdo se viste de rabia, las campanas se quedan en cencerros, los reproches presentan su factura. El egoísmo de la sequía se burla una vez más de las cosechas y nadie puede explicar lo inexplicable.

En el campamento recién inaugurado se van refugiando los problemas, con la imaginación ya sin nostalgia y sin atreverse a recordar. Las querellas domésticas claman a gritos por la ruptura, y las simples Cosas, en apariencia obturadas, herméticas, de improviso se abren para herir con ganas. El campamento es en principio una protección, una guarida, pero cuando llueve interminablemente y un rayo cae en el solar vecino, nadie piensa en desafiar la realidad, pero entonces llegan la fatiga y el hambre y el campamento pasa a ser una prisión. El habitante tal vez recuerde que para él antes de este cambio, el campamento individual tenía como premio la tan ansiada y silenciosa soledad, pero en cambio no es posible una soledad rodeada de estruendos. Entonces el solitario acaso arme su propia lluvia, su aguacero de lágrimas.

Y así transcurre el tiempo, se suman las jornadas, y mucho más allá, mucho después, llega un amanecer espléndido, con el redondo sol, y entonces los turistas vuelven a pasar y se detienen por un instante, y el guía les informa; «Miren, aquí se levantaba un campamento». Y un turista curioso se atreve a preguntar: «¿Y sus ocupantes?». «Bah —responde el cicerone—, nunca se supo de ellos».

28. El remolino del paisaje

¿Qué entenderá de nosotros el remolino del paisaje? ¿Sabrá cuándo y por qué nos desarmamos a la hora de concebir un más allá? ¿Sabrá qué sentido tiene para nosotros la desdicha y más escasamente la alegría? ¿Por qué durante años nuestros ojos están limpios y secos y en un solo crepúsculo se enturbian de llanto?

Cuando nos acercan un río ¿sabremos en cuál de sus riberas inauguramos nuestra amnesia? ¿En qué espadaña sonó por vez primera el cascabel del miedo? El paisaje acude a nosotros y hasta nos asedia, especialmente cuando viajamos. No en barco, cuando el paisaje es abrumador océano, ni en avión cuando el paisaje es nubes. Acude en cambio cuando lo recorremos en ferrocarril. Durante años y años, cuando la juventud me daba fuerzas, viajé y viajé en Europa, de ciudad en ciudad, siempre sobre rieles. Y ahí comparecía el remolino del paisaje. Desde la ventana del vagón andante el paisaje es una revelación. Durante esos felices y renovados años estuve en más de veinte ciudades de Europa y de una a otra me moví siempre en ferrocarril. Dormía con los ojos abiertos y despertaba en sueños. Imposible desperdiciar las montañas, los puentes, las praderas, los arroyos, las lomas nevadas, los bosques, los lagos inmóviles, el enigma de los túneles, las anchas carreteras, los interminables chaparrones que empañan los cristales, o sea, la vida de afuera.

El remolino de cada paisaje, que siempre es distinto, nos invade el cerebro y también, por qué no, el corazón. Sólo entonces tomamos conciencia de que nosotros también somos paisaje.

29. Otro escaparate

Desde el horizonte hasta mis ojos con lentes verdes de contacto, el mundo es un escaparate. No más allá del horizonte, porque ahí empieza otro comercio, que seguramente constará de otras vidrieras.

Lo que vemos aquí es tan variado que a veces nos aburre. El atractivo está en lo único, en la morada de la soledad, en el pulso de un corazón marchito, en el tránsito por una pesadilla propia, donde un prójimo nos vigila y otro nos hace trampa.

En el escaparate hay rostros que enamoran, pero antes de conmovernos hay que tener mucho cuidado, porque a veces son simplemente maniquíes y uno se da de cabeza contra sus codos de plástico o sus rodillas de madera. Los verdaderos cuerpos que reclaman y merecen amor andan por la calle, bajo sus paraguas azules o bendecidos por el sol. También la lluvia torrencial lava el amor, lo deja limpio por dos o tres jornadas, y uno, más inocente que nunca, cree que ha ganado el cielo, esa utopía.

En el escaparate de la realidad hay festivales pero también hay cementerios que parecen jardines. La gente se acerca a las tumbas y a los nichos y les deja flores, que pueden ser perdones o remembranzas, pero tres o cuatro crepúsculos después el camposanto será apenas un jardín de flores marchitas.

Mientras tanto, en plazas y calles la vida sigue e improvisa, como si la muerte fuera una invención, una mentira. Y a lo mejor lo es. Uno termina aferrándose a esa imposibilidad, sin advertir que más adentro el alma desfallece.

30. Árboles

La modestia de los árboles es infinita. Cuando la brisa matinal los acaricia, ellos dejan caer dos hojas tiernas, y cuando el vendaval los agrede sin piedad, endurecen sus ramas como rejas. Su tronco recobra entonces la solidez de su origen, y el temporal se aleja, con lluvia de vencido.

En la paz los árboles reviven, detectan con curiosidad sus diferencias, comparan sus follajes y dan la bienvenida a los pájaros, esos hermanos traviesos que les traen noticias de otros frondosos colegas. Por supuesto, están también las cigüeñas y las lechuzas de campanario, a las que poco les importan los árboles. Los miran desde lejos sin mayor interés, y los robles y los cipreses, los álamos y los ombúes, buscan consuelo en sus viejas raíces.

Los humanos, en general, se llevan bien con los árboles, con su sombra protectora, con su frescura. Se llevan bien, salvo los leñadores, que por oficio son los asesinos de los árboles y éstos les temen más que al rayo.

Hay árboles que sólo tienen ramas y hojas, pero hay otros que además tienen flores y frutos. Los quiero a todos, vestidos de follaje o desnudos de manzanas.

Allá en la copa, que es su merecido lugar cerca del cielo, está el pájaro gris, o quizá azul o quizá rojo, con sus alas plegadas y su pico entreabierto. Yo sé que me está diciendo fechas, pronósticos, tal vez alarmas, pero no lo entiendo porque no conozco el idioma de los pájaros, y no le respondo porque él no conoce el lenguaje de los hombres.

Por tanto, el árbol asiste silencioso a esta incomunicación de las vidas y entonces yo decido estirar mi brazo izquierdo y me apoyo en su tronco solidario.

31. Descalzos

Cuando uno anda descalzo por la vida, concibe de a poco otra definición del mundo. Los pies reciben en sus plantas el sentido cabal de lo que pisan, ya sean baldosas, yuyos, caminos, hierbas, adoquines, praderas, bulevares, collados, veredas o andurriales.

Lentamente, los pies van aprendiendo qué es la tierra, o sea este planeta que nos ha tocado en suerte. Las plantas descalzas comienzan ignorantes, pero lentamente se van volviendo sabias. La superficie por la que andamos tiene su lenguaje y nos va instruyendo. Los pies descalzos elevan su informe y gracias a esa gratuita desnudez, vamos sabiendo algo más, tanto de los otros como de nosotros mismos.

El mundo del descalzo no precisa de filtros, simplemente nos da lecciones de realidades varias.

Los pies pueden lastimarse y dejan huellas de sangre, que suelen servir de guía a los descalzos de segundo rango. Uno mismo, cuando va descalzo por su entorno, llega a creer impunemente que el mundo es suyo. Pero no lo es. Unas pocas veces es de otros descalzos más avezados, y otras veces pertenece a ciertos fantasmas que nunca dejan huellas.

No sé por qué tengo la loca intuición de que el mundo acabará perteneciendo a los descalzos. Que me perdonen los pies desnudos del homo faber omnipotente.

32. Naturaleza

La naturaleza está ahí, sola, esperando ojos que la revelen, corazones que la sientan. Desde sus montes o sus llanos, desde sus bosques o sus praderas, la naturaleza es en principio una expectativa, una oquedad para ser llenada, una propuesta para el augurio.

Es tan antigua como el universo, aunque sea apenas un trocito de esa inmensidad. En la naturaleza surge y se levanta la vida. Aun en pleno desierto, crea sus oasis. Tan sólo somos libres cuando encontramos nuestro oasis.

Como dejó escrito uno de los heterónimos de Pessoa, «el único sentido oculto de las cosas es no tener sentido oculto». Pues bien, la naturaleza no tiene sentido oculto. Preexiste y existe a la vista de todos.

Cada sobreviviente es una humilde rebanada de la naturaleza. Q sea que vos sos naturaleza. Y yo también, por suerte yo también.

33. El río

Viene de la montaña, cortando por lo verde. Infinidad de llantos van inventando un río. Y uno lo ve pasar con sus peces esclavos, acariciando algas y tocando orillas.

Yo no le tengo miedo, más bien me tranquiliza. Es como si se mezclara con mi sangre (mi río particular) y la limpiara.

Hasta el cielo, que allá arriba balbucea, se refleja en el río y lo pone celeste, con tímidas nubes y lunas que navegan.

El río va remolcando su piedad y recibe el candor de sus afluentes. Sus ondas no son olas, son pudores del agua que seducen al sol.

Las riberas conservan su memoria del río, para ellas no Hay olvido. El agua dulce avanza hasta la sal del mar.

Pero antes se aquieta, en su tiempo azogado nos miramos y tiembla nuestro rostro, ése del agua. Al final pasará pero estamos seguros de que en el próximo sueño nos mojará las manos.

34. En vuelo

Hacía por lo menos seis horas que Álcira y Roberto habían abordado en Barajas aquel avión enorme. Era un vuelo directo de Madrid a Buenos Aires. A él se le ocurrió mirar por la ventana y no vio nada, absolutamente nada, ni siquiera estrellas.

De pronto la mujer le apretó un brazo y tratando de vencer al zumbido del vuelo, le confesó en el oído que quería bajarse del avión porque estaba aburrida.

—No podés bajarte —le dijo él—, estamos volando en pleno Océano.

—¿Y eso qué importancia tiene? Yo me quiero bajar, aunque estemos en pleno Océano. Me quiero bajar porque estoy aburrida.

Roberto llamó a una azafata, le explicó que su mujer estaba enferma y le pidió una pastilla calmante y un vaso de agua. Ella no opuso resistencia, tomó la pastilla y se durmió apaciblemente.

El la contempló durante un largo rato con paciencia y ternura, y luego reflexionó en silencio, sin preocuparse del monótono bramido de la gigante aeronave.

Y pensó, sorprendido de su propia cavilación, que su mujer estaba enferma y él estaba sano, que ella quería bajarse y él sabía que no era posible, pero tuvo que reconocer que aquel vuelo interminable lo tenía más que aburrido. Y pidió otra pastilla.

35. El silencio

En el principio fue el silencio. Abrumador, inextinguible, poderoso. Qué espléndida laguna es el silencio. El oído científico y ateo no ha descubierto aún cuál fue el primer sonido que se enfrentó a esa calma ni cuál fue el ser viviente que profirió el alarido inaugural.

En eso del origen de lo humano, los creyentes se apoyan en el Génesis y allí se enteran de la aparición de Adán, de Eva y de la serpiente celestina (también creación de Dios) que organizó los primeros amores incestuosos. Después la cosa se puso trágica y los primeros cainitas acabaron con los primeros abelitas.

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