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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vestido para la muerte (19 page)

BOOK: Vestido para la muerte
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—Y eso, ¿porque estaba vestido de mujer? —dijo Brunetti, exagerando intencionadamente su reacción.

Ravanello apenas pudo disimular el desagrado que le producía esta frivolidad.

—No, comisario, no es porque estuviera vestido de mujer. Es porque esa conducta sugiere una gran irresponsabilidad, y nuestros inversores, quizá justificadamente, temen que esa irresponsabilidad marcara tanto su vida privada como su actividad profesional.

—¿Y los clientes retiran sus fondos porque temen que haya arruinado al banco para comprarse medias y ropa interior de encaje?

—No veo la necesidad de bromear sobre eso, comisario —dijo Ravanello con una voz que debía de haber puesto de rodillas a innumerables acreedores.

—Sólo trato de sugerir que me parece una reacción exagerada frente a la muerte de ese hombre.

—Es muy comprometedora.

—¿Para quién?

—Para el banco, por supuesto. Pero mucho más para el propio Leonardo.


Signor
Ravanello, por muy comprometedora que parezca la muerte del
signor
Mascari, aún no tenemos constancia de las circunstancias en que se produjo.

—¿Es que no se le encontró vestido de mujer?


Signor
Ravanello, si yo le visto a usted de mono, ello no significa que sea usted un mono.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Ravanello, ya sin disimular la irritación.

—Quiero decir lo que he dicho, ni más ni menos: el que el
signor
Mascari estuviera vestido de mujer en el momento de su muerte no significa necesariamente que fuera un travesti En realidad, no significa que hubiera en su vida ni la menor irregularidad.

—Eso no puedo creerlo —dijo Ravanello.

—Por lo visto, sus inversores tampoco.

—No puedo creerlo por otras razones, comisario —dijo Ravanello, que miró la carpeta, la cerró y la apartó a un lado de la mesa.

—¿Sí?

—Es difícil hablar de esto —dijo el hombre, como si hablara con la carpeta, que ahora trasladó al otro lado del escritorio.

En vista de que no decía más, Brunetti instó, con voz más suave:

—Siga,
signor
Ravanello.

—Yo era amigo de Leonardo. Quizá su único amigo. —Levantó la cara y luego volvió a mirarse las manos—. Yo sabía lo que hacía —dijo a media voz.

—¿Qué sabía,
signor
Ravanello?

—Que se disfrazaba. Y que iba con chicos.

Se sonrojó al decirlo, pero siguió mirándose las manos.

—¿Cómo se enteró?

—Leonardo me lo dijo. —Hizo una pausa y aspiró profundamente—. Hemos trabajado juntos durante diez años. Nuestras familias se conocen. Leonardo era padrino de mi hijo. No creo que tuviera otros amigos, lo que se dice amigos.

Ravanello dejó de hablar, como si fuera esto lo único que podía decir.

Brunetti esperó un momento antes de preguntar:

—¿Cómo se lo dijo? ¿Y qué le dijo exactamente?

—Era domingo, estábamos aquí, trabajando, solos él y yo. Los ordenadores habían estado bloqueados el viernes y el sábado y no habíamos podido empezar a trabajar con ellos hasta el domingo. Estábamos sentados en las terminales del despacho general, y él, sencillamente, se volvió hacia mí y me lo dijo.

—¿Qué le dijo?

—Fue muy extraño, comisario. Se me quedó mirando. Al ver que había dejado de trabajar, pensé que quería decirme algo, preguntar algo acerca de la transacción que estaba pasando. —Ravanello hizo una pausa, rememorando la escena. Me dijo—: «¿Sabes, Marco? A mí me gustan los chicos.» Y siguió trabajando, como si acabara de darme el número de una operación o la cotización de unas acciones. Fue muy extraño.

Brunetti dejó que se hiciera un silencio antes de preguntar:

—¿Dio alguna explicación a estas palabras o agregó algo?

—Sí; aquella tarde, cuando terminamos el trabajo, le pregunté qué había querido decir, y me lo explicó.

—¿Qué dijo?

—Que le gustaban los chicos, no las mujeres.

—¿Los chicos o los hombres?


Ragazzi
. Los chicos.

—¿Le habló de travestismo?

—Aquel día, no. Pero me habló al cabo de un mes. íbamos en el tren, a la central de Verona, y en el andén de la estación de Padua había un grupo de ellos. Entonces me lo dijo.

—¿Cómo reaccionó usted?

—Me quedé helado, como puede figurarse. Nunca hubiera podido sospechar eso de Leonardo.

—¿Usted le advirtió?

—¿De qué?

—Del peligro que suponía para su posición en el banco.

—Naturalmente. Le dije que, si alguien se enteraba, su carrera estaba acabada.

—¿Por qué? Estoy seguro de que hay homosexuales que trabajan en bancos.

—No es eso. Era lo de vestirse de mujer y de ir con chaperos.

—¿Le dijo él eso?

—Sí. Me dijo que recurría a ellos y que a veces él también lo hacía.

—¿Hacía qué?

—Dedicarse a la prostitución. Por dinero. Le dije que eso podía destruirlo. —Ravanello hizo una pausa y agregó—: Y lo ha destruido.


Signor
Ravanello, ¿por qué no había contado esto a la policía?

—Acabo de contárselo, comisario. Se lo he contado todo.

—Sí; porque he venido a preguntar. Usted no nos ha llamado.

—No vi la razón para destruir su reputación —dijo Ravanello al fin.

—Por lo que me ha dicho acerca de la reacción de sus clientes, no parece quedar mucho por destruir.

—No me pareció importante. —Al observar el gesto de Brunetti, dijo—: Verá, todo el mundo parecía estar enterado. No vi razón para traicionar su confianza.

—Sospecho que aún hay algo que no me ha dicho,
signor
Ravanello.

El hombre sostuvo la mirada de Brunetti sólo un momento.

—También quería proteger al banco. Quería averiguar si Leonardo… si Leonardo había cometido alguna irregularidad.

—¿Así llaman los banqueros al desfalco?

Una vez más, Ravanello manifestó con un rictus de los labios la opinión que le merecían las expresiones de Brunetti.

—Quería estar seguro de que el banco no había sido afectado por sus indiscreciones.

—¿Y eso quiere decir…?

—Está bien, comisario —dijo Ravanello inclinándose hacia adelante y hablando con impaciencia—. Quería estar seguro de que sus cuentas estaban en orden, de que no faltaba nada de los fondos que él manejaba.

—Habrá tenido una mañana muy atareada.

—No; estuve aquí el fin de semana. He pasado casi todo el sábado y el domingo delante del ordenador, revisando sus archivos de los tres últimos años. No he tenido tiempo para comprobar más.

—¿Y qué ha encontrado?

—Absolutamente nada. Todo está en perfecto orden. Por muy irregular que fuera la conducta de Leonardo en su vida privada, en su trabajo era irreprochable.

—¿Y si no hubiera sido así?

—Entonces les hubiera llamado.

—Ya. ¿Puede darnos copia de esos archivos?

—Desde luego —accedió Ravanello, sorprendiendo a Brunetti por la rapidez de su asentimiento. La experiencia le había enseñado que los bancos son más reacios a dar información que a dar dinero. Generalmente, para conseguirla hacía falta un mandamiento judicial. Qué detalle tan agradable y complaciente el del
signor
Ravanello.

—Muchas gracias,
signor
Ravanello. Uno de nuestros especialistas en contabilidad vendrá a recoger esos datos, quizá mañana.

—Los tendré preparados.

—También le agradecería que tratara de recordar si hay algo más que el
signor
Mascari le hubiera revelado acerca de su otra vida, su vida secreta.

—Así lo haré. Pero creo que se lo he dicho todo.

—Bien, quizá la impresión del momento le impida recordar otras cosas, detalles. Le quedaría muy agradecido si anotara todo cuanto consiga recordar. Me pondré en contacto con usted dentro de un par de días.

—Está bien —repitió Ravanello, más amable, al percibir que la entrevista tocaba a su fin.

—Creo que eso es todo por hoy —dijo Brunetti poniéndose en pie—. Le agradezco su tiempo y su sinceridad,
signor
Ravanello. Sé lo difícil que ha de ser para usted este trance. Ha perdido no sólo a un colega sino a un amigo.

—En efecto —convino Ravanello.

—Una vez más —dijo Brunetti extendiendo la mano—, quiero darle las gracias por su tiempo y su colaboración. —Hizo una pausa y agregó—: Y por su honradez.

Ravanello levantó rápidamente la mirada al oírlo, pero dijo:

—A su disposición, comisario.

Rodeó la mesa y precedió a Brunetti hasta la puerta. Salió del despacho con Brunetti y lo acompañó a la entrada de las oficinas. Allí volvieron a estrecharse la mano, y Brunetti salió a la escalera por la que había seguido a Ravanello el sábado por la tarde.

18

Ya que estaba cerca de Rialto, hubiera podido ir a comer a casa, pero no quería cocinar ni arriesgarse con el resto de la
insalata di calamari
que, al cuarto día, ya no le ofrecía garantías. De modo que bajó hasta Corte dei Milion y almorzó satisfactoriamente en la pequeña
trattoria
que parece acurrucarse en un rincón del pequeño
campo
.

A eso de las tres, regresó a su despacho, y pensó que sería preferible bajar a hablar con Patta a esperar a que éste lo llamara. En el pequeño antedespacho encontró a la
signorina
Elettra al lado de la mesita auxiliar, echando agua de una botella de plástico en un gran jarro de cristal que contenía seis altos lirios de agua blancos, aunque no tanto como la blusa de algodón que ella llevaba con la falda de su traje chaqueta color púrpura. Al ver a Brunetti, sonrió y dijo:

—Es asombrosa la cantidad de agua que llegan a beber.

Brunetti, que no encontró nada que responder a esto, se contentó con devolverle la sonrisa y preguntar:

—¿Está?

—Sí. Acaba de volver de almorzar. Tiene una visita a las cuatro y media, por lo que, si tiene que hablar con él, más vale que entre ahora.

—¿Sabe de qué visita se trata?

—Comisario, ¿pretende que le haga una confidencia sobre la vida privada del
vicequestore
?. —preguntó ella, en tono escandalizado, y prosiguió—: No me considero autorizada a revelar que la visita que espera es la de su abogado particular.

—Ah, ¿sí? —dijo Brunetti, observando que los zapatos tenían el mismo tono púrpura que la falda. Hacía menos de una semana que ella trabajaba para Patta—. Entonces entraré ahora. —Se hizo un poco hacia un lado, llamó a la puerta de Patta con los nudillos, esperó el «
Avanti
» que respondía a su llamada y entró.

Puesto que aquel hombre estaba sentado al escritorio del despacho de Patta, tenía que ser el
vicequestore
Giuseppe Patta, pero se le parecía tanto como un retrato robot a la persona que pretende representar. Habitualmente, a estas alturas del verano, Patta tenía la piel de un color caoba claro, y ahora estaba descolorido, una palidez extraña se le había comido el bronceado. La robusta mandíbula, que Brunetti no podía mirar sin recordar las fotos de Mussolini que había visto en los libros de historia, había perdido pugnacidad, como si se hubiera ablandado y en cuestión de días fuera a quedar completamente flácida. El nudo de la corbata estaba bien hecho, pero el cuello de la chaqueta necesitaba un cepillado. Había desaparecido el alfiler de la corbata, lo mismo que la flor de la solapa, lo que daba la extraña impresión de que el
vicequestore
había venido al despacho a medio vestir.

—Ah, Brunetti —dijo al ver entrar a su subordinado—. Siéntese. Siéntese, por favor.

En los cinco años largos que Brunetti llevaba trabajando para Patta, ésta era la primera vez que oía al
vicequestore
utilizar la fórmula de «por favor» como no fuera para reforzar un imperativo, apretando los dientes.

Brunetti obedeció y aguardó nuevos prodigios.

—Quería darle las gracias por su gestión —empezó diciendo Patta, mirando a Brunetti durante un segundo y desviando la mirada, como si siguiera el vuelo de un pájaro que cruzara el despacho por detrás de Brunetti.

Como no estaba Paola, no había en casa ningún ejemplar de
Gente
ni
Oggi
, por lo que Brunetti no podía estar seguro de que no se hubieran publicado más chismes acerca de la
signora
Patta y Tito Burrasca, pero supuso que ésta era la causa de la gratitud de Patta. Si Patta quería atribuirlo a las supuestas relaciones de Brunetti con el mundo de la prensa antes que a la relativa intrascendencia de la conducta de su esposa, no sería Brunetti quien le desengañara.

—No hay de qué darlas, señor —dijo con total veracidad.

Patta movió la cabeza de arriba abajo.

—¿Y qué hay de ese asunto de Mestre?

Brunetti le hizo un breve resumen de lo averiguado hasta el momento, que terminó con el informe de su visita a Ravanello de aquella mañana y la manifestación de éste de que conocía las inclinaciones y los gustos de Mascari.

—Entonces parece claro que el asesino tiene que ser uno de sus, digamos, «amiguitos» —dijo Patta, demostrando su infalible instinto por la obviedad.

—Eso, suponiendo que los hombres de nuestra edad puedan resultar sexualmente atractivos para otros hombres.

—No sé a qué se refiere, comisario —dijo Patta, recuperando un tono con el que Brunetti estaba más familiarizado.

—Todos suponemos que Mascari era un travesti o un chapero y que lo mataron por eso. Sin embargo, las únicas pruebas que tenemos son la circunstancia de que estaba vestido de mujer y las palabras del hombre que ha ocupado su puesto.

—Un hombre que es director de banco, Brunetti —dijo Patta con su habitual deferencia hacia tales títulos.

—Cargo que ha de agradecer a la desaparición del otro.

—Los altos empleados de banca no se matan entre sí, Brunetti —dijo Patta con la aplastante seguridad que lo caracterizaba.

Brunetti advirtió el peligro cuando ya era tarde. Si Patta descubría las ventajas de atribuir la muerte de Mascari a un violento episodio de su turbulenta vida privada, se sentiría justificado para dejar que fuera la policía de Mestre la que buscara al responsable y retirar a Brunetti del caso.

—Sin duda tiene usted razón, señor —concedió Brunetti—, pero no creo que podamos arriesgarnos a dar a la prensa la impresión de que no hemos explorado a fondo todas y cada una de las posibilidades.

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