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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (27 page)

BOOK: Una noche de perros
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Acabé por encontrar alojamiento en el Zlata Praha, una pensión en la colina cerca del castillo. La casera me dio a escoger entre una habitación grande sucia y una pequeña limpia, y escogí la grande sucia, en la seguridad de que podría encargarme de la limpieza. En cuanto se marchó comprendí lo ridículo de mi elección. Ni siquiera había sido capaz de limpiar alguna vez mi propio apartamento.

Deshice el equipaje, me tendí en la cama y fumé. Pensé en Sarah, en su padre y en Barnes. Pensé en mis propios padres, en Ronnie, en helicópteros, en motos, en alemanas, y en las hamburguesas de McDonald's.

Pensé en muchas cosas.

Me desperté a las ocho y oí los sonidos de la ciudad que se levantaba para ir al trabajo. El único sonido extraño era el de los tranvías, que traqueteaban por las calles adoquinadas y cruzaban los puentes. Me pregunté si debía mantenerme fiel a mi camisa hawaiana.

A las nueve ya me encontraba en la plaza, asediado por un tipo bajo con bigote que me ofrecía un recorrido por la ciudad en su coche de caballos. Se suponía que debía mostrarme encantado con la típica autenticidad de su vehículo, pero me bastó con una mirada para saber que se parecía mucho a la mitad trasera de un Mini Moke al que le habían quitado el motor y le habían instalado varas allí donde antes habían estado los faros. Dije «No, gracias» una docena de veces, y «No me toque más los huevos» sólo una.

Buscaba un café con sombrillas de Coca-Cola en la terraza. Eso era lo que me habían dicho: «Tom, cuando llegues allí, verás un café con sombrillas de Coca-Cola en la terraza.» Lo que no habían dicho, o quizá no sabían, era que el representante de Coca-Cola de la zona debía de ser un tipo muy concienzudo, y había descargado sus sombrillas en unos veintitantos de los establecimientos ubicados en los cincuenta metros de radio de la plaza. El representante de cigarrillos Camel sólo había conseguido dos, así que presumiblemente su cadáver yacía abandonado en alguna zanja, mientras que el hombre de la Coca-Cola recibía placas de latón y una plaza de aparcamiento personalizada en la oficina de Utah.

Lo encontré al cabo de veinte minutos. El Nicholas. Dos libras por un café.

Me habían dicho que entrara, pero la mañana era hermosa y no me dio la gana de hacer lo que me habían dicho, así que me senté en la terraza con vistas a la plaza y a los alemanes. Pedí un café, y mientras lo hacía vi a dos hombres salir del local y ocupar una de las mesas cercanas. Ambos eran jóvenes, estaban en buena forma física, y llevaban gafas de sol. Ninguno de los dos miró en mi dirección. Probablemente llevaban dentro una hora, atentos y bien ubicados para el encuentro, y yo lo había estropeado todo.

Excelente.

Acomodé la posición de mi silla y cerré los ojos durante un rato para dejar que el sol se abriese paso entre las patas de gallo.

—Amo —dijo una voz—, es un raro y especial placer.

Abrí los ojos y vi a una figura con una gabardina marrón que me miraba.

—¿Esta silla está ocupada? —preguntó Solomon. Se sentó sin esperar una respuesta.

Lo miré.

—Hola, David —acabé por responder.

Saqué un cigarrillo del paquete y él llamó a un camarero. Miré a los Gafas de Sol, pero ambos miraban lo más lejos posible de mí cada vez que yo los miraba.


Kava, prosim
—dijo Solomon, con lo que pareció un acento más que pasable. Luego se volvió hacia mí—: El café es bueno. La comida, espantosa. Es lo que escribo en mis postales.

—No eres tú.

—¿No lo soy? Entonces, ¿quién es?

Seguí mirándolo. Todo era muy inesperado.

—Te lo diré de otra manera: ¿eres tú?

—¿Se refiere a si soy yo quien está sentado aquí o si soy aquel con quien se supone que debe encontrarse?

—David...

—Ambas cosas, señor. —Solomon se echó hacia atrás para que el camarero le sirviese el café. Bebió un sorbo y soltó un gruñido de placer—. Tengo el honor de actuar como su preparador durante su estancia en este territorio. Confío en que encuentre la relación muy beneficiosa.

Moví la cabeza en dirección a los Gafas de Sol.

—¿Están contigo?

—Ésa es la idea, amo. No es que les agrade mucho, pero no pasa nada.

—¿Norteamericano?

—Como la tarta de manzana. Esta operación es muy, muy conjunta. Mucho más conjunta que cualquier otra en mucho tiempo. No está nada mal, en su conjunto.

Pensé durante un rato.

—¿Por qué no me lo dijeron? Saben que te conozco, entonces, ¿por qué no me lo dijeron?

Se encogió de hombros.

—¿Acaso no somos más que dientes en los engranajes de una máquina gigante, señor?

Bueno, casi.

Por supuesto, quería preguntárselo todo a Solomon.

Quería llevarlo hasta el mismísimo principio —para reconstruir todo lo que sabíamos de Barnes, O'Neal, Murdah, Operación Carcoma y Estudios para Graduados—, de tal forma que entre los dos pudiésemos triangular una posición en todo ese embrollo, y quizá incluso trazar un curso.

Pero había razones para no hacerlo. Grandes y corpulentas razones que levantaban las manos al fondo de la clase y se movían en los pupitres, que me obligaban a escucharlas. Si le decía lo que creía saber, Solomon podía hacer lo bueno o lo malo. Lo bueno sería, posiblemente, hacer que nos matasen a Sarah y a mí y, casi con toda certeza, eso no conseguiría evitar lo que se avecinaba. Quizá podía posponerlo, hacer que se intentase de otra manera en otro momento, pero no lo evitaría. Más valía no pensar en lo malo. Porque lo malo significaría que Solomon jugaba en el otro equipo, y cuando se trata de tu pellejo, nadie conoce a nadie.

Así que, por el momento, me callé y escuché mientras Solomon me leía la letra pequeña de cómo se esperaba que pasase las próximas cuarenta y ocho horas. Habló rápida pero calmadamente, y cubrimos millas en noventa minutos, gracias a que no tuvo que decir «Esto es realmente importante» en cada frase como hubiesen hecho los norteamericanos. Los Gafas de Sol tomaban Coca-Cola.

Tenía la tarde libre, y como parecía que sería la última que tendría en mucho tiempo, la desperdicié extravagantemente. Bebí vino, leí periódicos atrasados, escuché un concierto de Mahler al aire libre, y en general me comporté como un caballero ocioso.

Conocí a una francesa en un bar que dijo que trabajaba para una compañía de software, y le pregunté si quería acostarse conmigo. Sólo se encogió de hombros, muy a la francesa, cosa que interpreté como un no.

La hora señalada eran las ocho, así que me quedé en un café hasta las ocho y diez, dedicado a mover de aquí para allá el cerdo hervido y las albóndigas y a fumar inmoderadamente. Pagué la cuenta y salí al aire fresco del anochecer, con el pulso acelerado por la perspectiva de la acción.

Sabía que no había ningún motivo para sentirme bien. Sabía que el trabajo era casi imposible de hacer, que el camino era largo, difícil y con muy pocas gasolineras, y que mis probabilidades de cumplir los setenta años eran mínimas.

Pero, por la razón que fuese, me sentía bien.

Solomon me esperaba en el lugar de la cita con uno de los Gafas de Sol. Por supuesto, ahora no llevaba gafas de sol porque era de noche, así que tuve que buscarle rápidamente un nombre nuevo. Después de pensar unos segundos, se me ocurrió No Gafas de Sol. Creo que por mis venas deben de correr algunas gotas de sangre de indio algonquino.

Me disculpé por llegar tarde. Solomon sonrió y dijo que no lo era, cosa del todo irritante, y luego los tres subimos en un sucio Mercedes gris de gasoil, con No Gafas de Sol al volante. Salimos de la ciudad por la carretera principal en dirección este.

Al cabo de media hora dejamos atrás los suburbios de Praga y la carretera se redujo a dos carriles rápidos que nos tomamos con calma. La peor manera de jorobar una operación encubierta en territorio extranjero es que te multen por exceso de velocidad, y No Gafas de Sol parecía haber aprendido bien la lección. Solomon y yo intercambiamos ocasionales comentarios sobre la campiña, lo verde que era, lo mucho que recordaba a Gales —aunque no tengo muy claro que alguno de los dos hubiese estado alguna vez allí—, pero por lo demás no hablamos mucho. En cambio, dibujamos en las empañadas ventanillas traseras mientras Europa se desplegaba en el exterior. Solomon dibujaba flores y yo caras risueñas.

Al cabo de una hora comenzaron a aparecer las señales que decían «Brno», que nunca parece estar bien escrito, y tampoco suena bien dicho, pero sabía que no íbamos tan lejos. Viramos al norte hacia Kostelec, y luego casi inmediatamente de nuevo al este por una carretera todavía más estrecha, sin ninguna señal. Lo que viene a resumir las cosas.

Recorrimos unos cuantos kilómetros de bosque de pinos, y entonces No Gafas de Sol apagó los faros delanteros y dejó sólo las luces de posición, cosa que nos obligó a reducir la velocidad. Tras otros cuantos kilómetros, apagó todas las luces y me dijo que apagase el cigarrillo porque «Jodía la visión nocturna».

Entonces, repentinamente, ya estábamos allí.

Lo tenían encerrado en el sótano de una granja. No podía decir desde cuándo; sólo sé que no lo tendrían mucho más. Tenía más o menos mi edad, más o menos mi estatura, y probablemente había tenido más o menos mi peso hasta que dejaron de alimentarlo. Dijeron que se llama Ricky y que era de Minnesota. No dijeron que estaba aterrado y quería regresar a Minnesota cuanto antes porque no tenían que decirlo. Lo vi en sus ojos con toda claridad: nunca antes vi algo tan claro en los ojos de alguien.

Ricky lo dejó todo a los diecisiete años: la escuela, la familia, prácticamente todo lo que un muchacho de su edad puede dejar y, a cambio, se metió en otras cosas, cosas alternativas, que lo hicieron sentirse mucho mejor consigo mismo. Al menos, durante un tiempo.

Ricky se sentía mucho peor consigo mismo en este momento; probablemente porque había conseguido meterse en una de esas situaciones donde te encuentras desnudo en el sótano de un edificio desconocido, en un país desconocido, con desconocidos que te miran, algunos de los cuales, obviamente, te han hecho daño durante un tiempo, y otros que sólo esperan que les llegue el turno. Sabía que por la mente de Ricky pasaban las imágenes de mil películas, donde el héroe, enfrentado al mismo embolado, echa hacia atrás la cabeza con un gesto insolente y les dice a sus torturadores que los folien. Ricky se había sentado en la oscuridad, junto con otros cuantos millones de adolescentes, y había aprendido bien la lección de que ésa era la manera como los hombres debían comportarse ante la adversidad. Primero aguantaban; después se vengaban.

Pero al no ser demasiado brillante —sólo estaba a un paso de ser un gilipollas integral, o como se diga en Minnesota—, Ricky había pasado por alto las importantes ventajas que esos dioses del celuloide tenían sobre él. En realidad, sólo hay una ventaja, pero es una ventaja fundamental. La ventaja es que las películas no son reales. De verdad, no lo son.

En la vida real, y lamento mucho si destrozo algunas acendradas ilusiones al decirlo, los hombres que se encuentran, en la situación de Ricky no le dicen a nadie que te follen. No hacen gestos insolentes, no le escupen en el ojo a nadie y, desde luego, no se libran así por las buenas. Lo que hacen es quedarse inmóviles, tiemblan, lloran y suplican, literalmente, que venga su mami. Se les caen los mocos, les tiemblan las piernas y gimen. Es así como son los hombres, todos los hombres, y es así como es la vida real.

Lo siento, pero es lo que hay.

Mi padre solía cultivar fresas debajo de una red. Con mucha frecuencia, un pájaro, al ver unas cosas gordas, rojas y dulces en el suelo, decidía probar suerte, meterse debajo de la red, robar la fruta y largarse. Con mucha frecuencia, el pájaro conseguía hacer las dos primeras cosas sin problemas —sin sudar la camiseta, coser y cantar—, y después, él o ella hacía un estropicio con la tercera. Se enganchaban en la malla, comenzaba el escándalo de los chillidos y los aleteos, hasta que mi padre dejaba por un momento de atender las patatas, me llamaba con un silbido, y me pedía que sacase al pájaro. Cógelo, desengánchalo de la red, suéltalo.

Ése era el trabajo que más odiaba en todo el universo infantil.

El miedo te asusta. Es la emoción que más asusta ver. Un animal furioso es una cosa, a menudo muy alarmante, pero un animal aterrorizado —todas aquellas sacudidas, miradas, temblores de pánico emplumado— es algo que nunca he querido volver a ver.

Sin embargo, ahí estaba, mirándolo.

—Una mierda pinchada en un palo —dijo uno de los norteamericanos, que entró en la cocina y de inmediato se ocupó de llenar la tetera.

Solomon y yo nos miramos. Llevábamos veinte minutos sentados a la mesa después de que se llevaran a Ricky, sin decir palabra. Sabía que estaba tan conmovido como yo, y él sabía que lo sabía, así que sencillamente yo miraba la pared y él rayaba el borde del asiento con la uña del pulgar.

—¿Qué le pasará? —pregunté con la mirada fija en la pared.

—No es problema suyo —respondió el norteamericano mientras echaba café en una jarra—. A partir de hoy, ya no es problema de nadie.

Me pareció que se reía cuando lo dijo, pero no estoy seguro.

Ricky era un terrorista. Así era como lo consideraban los norteamericanos, y ésa era la razón por la que lo odiaban. En realidad, odiaban a todos los terroristas, pero lo que hacía especial a Ricky, lo que lo convertía en un ser mucho más odioso, era que fuese un terrorista autóctono. Eso no encajaba en sus parámetros. Hasta lo ocurrido en Oklahoma City, el norteamericano medio había creído que poner bombas en lugares públicos era una curiosa tradición europea, como las corridas de toros o las monarquías. Si alguna vez se extendía más allá de Europa, entonces lo haría hacia el este, a los jinetes de camellos, a los tipos de la toalla en la cabeza, a los hijos e hijas del islam. Volar centros comerciales y embajadas, secuestrar aviones en nombre de cualquier otra cosa que no fuese dinero, era claramente antinorteamericano y antiminesotanense. Pero Oklahoma City había cambiado un montón de cosas, todas para peor, y, como resultado, Ricky pagaba muy cara su ideología.

Ricky era un terrorista norteamericano, y había dejado mal a su equipo.

Regresé a Praga con el alba, pero no me fui a la cama, o mejor dicho, me fui a la cama, pero no me acosté. Me senté en el borde, con un cenicero cada vez más lleno y un paquete de Marlboro cada vez más vacío y miré la pared. De haber tenido un televisor en el cuarto, quizá lo hubiese encendido, o quizá no. Un episodio de «Magnum» con una antigüedad de diez años y doblado al alemán no es mucho más interesante que una pared.

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