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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (26 page)

BOOK: Un guijarro en el cielo
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Se tapó el rostro con las manos, y su cabeza se balanceó lentamente en un sentido y en otro detrás de sus dedos nudosos y arrugados.

Arvardan lo había oído todo como a través de una bruma de estupor.

—No ha cometido ninguna traición, doctor Shekt —murmuró—. Iré inmediatamente al Everest. El Procurador Ennius me creerá..., tiene que creerme.

Y de repente oyeron ruido de pasos que se acercaban a la carrera. Un rostro asustado se asomó a la habitación, y la puerta quedó abierta.

—¡Papá, unos hombres se acercan por el camino!

—Deprisa, doctor Arvardan, por el garaje —dijo el doctor Shekt palideciendo—. Llévese a Pola y no se preocupe por mí —añadió empujándole con todas sus fuerzas—. Yo les detendré...

Pero cuando se volvieron se encontraron con un hombre que vestía una túnica verde. Sus labios estaban curvados en una leve sonrisa, y empuñaba con estudiada despreocupación un látigo neurónico. Hubo una lluvia de puñetazos sobre la puerta principal, seguida por un crujido y ruido de pasos.

—¿Quién es usted? —preguntó Arvardan al hombre de la túnica verde mientras se colocaba delante de Pola.

El arqueólogo intentó que su voz sonara desafiante, pero no lo consiguió del todo.

—¿Que quién soy? —replicó secamente el hombre de verde—. Oh, no soy más que el humilde secretario de Su Excelencia el Primer Ministro de la Tierra. —Dio un paso hacia delante—. Faltó poco para que esperase demasiado, pero he llegado a tiempo. Vaya, también hay una muchacha... Muy imprudente por su parte, ¿no les parece?

—Soy ciudadano galáctico —dijo Arvardan sin perder la calma—. Dudo mucho que tenga derecho a detenerme, y ni tan siquiera creo que tenga derecho a entrar en esta casa sin un documento legal emitido por la autoridad competente.

—Yo soy todo el derecho y la autoridad que existen en este planeta —dijo el secretario golpeándose suavemente el pecho con la mano libre—. Dentro de muy poco tiempo seré el derecho y la autoridad de toda la Galaxia. No sé si sabrán que todos han caído en nuestras manos..., Schwartz incluido.

—¡Schwartz! —exclamaron el doctor Shekt y Pola casi al unísono.

—¿Les sorprende? Vengan conmigo y les conduciré hasta él.

Lo último de que tuvo conciencia Arvardan fue de que la sonrisa se ensanchaba..., y del fogonazo del látigo neurónico. Perdió el conocimiento y se derrumbó cayendo a través de una neblina escarlata de dolor.

16
¡Elija su bando!

Por el momento Schwartz intentaba descansar sin mucho éxito sobre un duro banco de una de las pequeñas celdas subterráneas de la Casa Correccional de Chica.

El Caserón, como era conocido popularmente, era el gran atributo del poder local del Primer Ministro y de su círculo. Alzaba su mole oscura sobre una escarpada elevación rocosa que dominaba el cuartel imperial situado detrás de ella, de la misma forma en que su sombra alcanzaba al delincuente terrestre extendiéndose hasta mucho más lejos de donde llegaba la autoridad del Imperio.

Durante los últimos siglos muchos terrestres habían sido encerrados entre sus muros y habían aguardado allí hasta ser juzgados por haber falsificado o incumplido las cuotas de producción, haber vivido más tiempo del autorizado por la Costumbre o haber ayudado a otro a cometer ese delito, o por haber intentado derrocar el gobierno local. Cuando el gobierno imperial cosmopolita y refinado de la época consideraba que los absurdos prejuicios de la justicia terrestre habían alcanzado un excesivo grado de ridiculez el Procurador anulaba una sentencia, pero estas actuaciones siempre provocaban insurrecciones o, por lo menos, disturbios de considerable violencia.

Lo habitual era que cuando el Consejo solicitaba la pena de muerte el Procurador accediera. Después de todo, los únicos que sufrían eran terrestres.

Joseph Schwartz no sabía nada de todo aquello, naturalmente. Lo único que él podía ver era una pequeña habitación con las paredes bañadas por una luz tenue, un mobiliario compuesto por una mesa y dos bancos bastante duros e incómodos con una especie de pequeño nicho excavado en la pared que combinaba las funciones de aseo y retrete. No había ninguna ventana que permitiera ver el cielo, y el agujero de ventilación apenas si dejaba entrar una tenue corriente de aire.

Se frotó el pelo que rodeaba su calva y se incorporó lentamente. Su intento de huir a la nada (¿pues en qué lugar de la Tierra podría haber encontrado refugio?) había sido breve y doloroso, y había terminado allí.

Bien, por lo menos podía distraerse con el contacto mental.

¿Pero eso era bueno o malo?

Durante su estancia en la granja el contacto mental sólo había sido una facultad extraña e inquietante. Schwartz no sabía nada sobre su naturaleza, y no había pensado en sus posibilidades; pero ahora parecía tratarse de un don tan amplio como indefinido que debía ser investigado.

No tener nada que hacer durante las veinticuatro horas del día como no fuera pensar en su encierro le hubiese acabado llevando al borde de la locura, pero Schwartz podía entrar en contacto mental con los carceleros que pasaban y con los guardianes de los pasillos vecinos, e incluso podía extender las antenas más largas de su mente hasta el lejano despacho del alcalde de la prisión.

Investigaba delicadamente dentro de las mentes y hurgaba en ellas. Las mentes se abrían como otras tantas nueces, cáscaras secas de las que caía una lluvia sibilante de emociones e ideas.

Schwartz aprendió mucho sobre la Tierra y el Imperio..., más de lo que había aprendido durante sus dos meses de estancia en la granja.

Y uno de los hechos que descubrió repetidamente y sin que hubiese ninguna posibilidad de error era... ¡que había sido condenado a muerte! No había escapatoria, dudas ni reservas. Podía ocurrir aquel día o el siguiente, ¡pero moriría! Esa verdad fue entrando en él, y Schwartz la aceptó casi con agradecimiento.

La puerta de la celda se abrió y Schwartz se puso en pie. Estaba asustado. Se puede aceptar la muerte de una manera racional con todas las facultades de la mente consciente, pero el cuerpo es un animal que no sabe nada de razonamientos. ¡Había llegado la hora!

No, todavía no. El contacto mental que entró en la celda no traía consigo la muerte para Schwartz. El guardia empuñaba una vara metálica lista para ser usada. Schwartz sabía lo que era.

—Acompáñeme —ordenó secamente.

Schwartz le siguió sin dejar de pensar en su extraño poder. Podía fulminar al guardia sin un ruido y sin un solo movimiento delator mucho antes de que éste pudiese utilizar su arma y, de hecho, mucho antes de que tuviera alguna probabilidad de saber que debía utilizarla. La mente del guardia estaba totalmente a merced de la de Schwartz. Bastaría con un impacto impalpable e invisible, y todo habría acabado.

¿Pero por qué hacer algo semejante? Habría otros guardias. ¿A cuántos podría llegar a eliminar simultáneamente? ¿Cuántos pares de manos poseía su mente?

Schwartz siguió dócilmente al guardia.

Le hicieron entrar en una sala de dimensiones enormes. Estaba ocupada por dos hombres y una muchacha que yacían rígidamente estirados como cadáveres sobre bancos altos, muy altos. Pero no eran cadáveres, porque Schwartz captó inmediatamente la presencia de tres mentes en actividad.

¡Estaban paralizados! ¿Les conocía? ¿Tenían alguna relación con él? Schwartz ya se estaba deteniendo para poder verles mejor cuando la mano del guardia se posó sobre su hombro.

—Siga.

Había un cuarto banco cuya superficie estaba vacía. La mente del guardia no contenía pensamientos de muerte, y Schwartz se encaramó en él. Sabía qué iba a ocurrir.

La vara metálica entró en contacto sucesivo con cada una de sus extremidades. Schwartz sintió un cosquilleo, y sus miembros parecieron desaparecer dejándole reducido al estado de una cabeza que flotaba en el vacío.

Schwartz volvió la cabeza.

—¡Pola! —exclamó—. Usted es Pola, ¿verdad? La muchacha que...

La muchacha hizo un gesto de asentimiento. Schwartz no la había reconocido por el contacto mental, ya que hacía dos meses ni se imaginaba que pudiera existir algo semejante. En aquella época su progreso mental sólo había llegado a la etapa de la sensibilidad a «la atmósfera», pero su soberbia memoria le permitía recordarlo perfectamente.

Pero ahora poder captar el contenido de la mente de la muchacha le permitió enterarse de muchas cosas. El hombre que estaba acostado sobre el banco contiguo al de la muchacha era el doctor Shekt, y el más alejado de ella era el doctor Bel Arvardan. Schwartz podía captar sus nombres, percibir su desesperación y sentir el sabor amargo del horror y el miedo acumulados en la mente de la muchacha.

Por un momento les compadeció, y entonces recordó quiénes eran y lo que eran..., y su corazón se endureció de repente.

¡Ojalá muriesen!

Los otros tres estaban allí desde hacía casi una hora. Bastaba con verla para comprender que la sala donde habían sido paralizados era utilizada para realizar asambleas que reunían a mucha gente, y los prisioneros se sentían solos y perdidos en su inmensidad. No tenían nada que decirse. Arvardan sentía un molesto ardor en la garganta, y giraba la cabeza continuamente de un lado a otro en una nerviosa agitación que no le servía de nada. La cabeza era la única parte del cuerpo que podía mover.

Shekt permanecía con los ojos cerrados, y sus labios exangües estaban tensos.

—Shekt... ¡Shekt, le estoy hablando! —susurró frenéticamente Arvardan.

—¿Qué quiere? —respondió Shekt con otro susurro.

—¿Qué está haciendo? ¿Es que va a quedarse dormido? ¡Piense, hombre, piense!

—¿Por qué? ¿En qué tengo que pensar?

—¿Quién es el tal Joseph Schwartz?

—¿No te acuerdas, Bel? —intervino Pola con un hilo de voz—. Después de que te conociera, en los grandes almacenes..., hace tanto tiempo...

Arvardan hizo un terrible esfuerzo y descubrió que podía levantar la cabeza unos centímetros, aunque al precio de sentir un dolor considerable. La nueva posición le permitía ver una parte del rostro de Pola.

—¡Pola! ¡Pola! —Si hubiese podido ir hacia ella..., tal y como había podido hacer durante dos meses sin que se le hubiera pasado por la cabeza aprovechar esa oportunidad. Pola le estaba mirando, y la cansada sonrisa que había en sus labios bien podría haber pertenecido a una estatua—. Triunfaremos, Pola... Ya lo verás.

Pero la muchacha meneó la cabeza, y el sufrimiento que aguijoneaba los tendones del cuello de Arvardan se hizo tan intenso que acabó teniendo que bajar la cabeza.

—Shekt —repitió—. Shekt, escúcheme. ¿Cómo conoció a Schwartz? ¿Por qué era paciente suyo?

—El sinapsificador... Vino como voluntario.

—¿Y fue sometido a tratamiento?

—Sí.

—¿Por qué acudió a usted? —preguntó Arvardan mientras daba vueltas a aquella información en su cerebro.

—No lo sé.

—Entonces quizá..., quizá sea un agente imperial.

(Schwartz estaba siguiendo sin ninguna dificultad el curso de los pensamientos de Arvardan, y sonrió para sus adentros. No dijo nada. Estaba decidido a permanecer en silencio).

—¿Un agente imperial? —murmuró Shekt, y meneó la cabeza—. ¿Porque lo dice el secretario del Primer Ministro? Oh, tonterías... ¿Y en qué cambiaría las cosas el que lo fuese? Schwartz se encuentra tan indefenso como nosotros... Oiga, Arvardan, si nos ponemos de acuerdo y nos inventamos una historia plausible ellos esperarán, y pasado un tiempo podríamos...

El arqueólogo dejó escapar una risa hueca que le hizo sentir una punzada de dolor en la garganta.

—Querrá decir que nosotros sobreviviríamos, ¿no? ¿Con la Galaxia muerta y la civilización en ruinas? ¡Para vivir de esa manera prefiero morir!

—Estoy pensando en Pola —murmuró Shekt.

—Yo también —respondió Arvardan—. Bien, se lo preguntaré. Pola, ¿quieres que nos entreguemos? ¿Debemos tratar de sobrevivir?

—Ya he escogido mi bando —dijo Pola con voz firme—. No quiero morir, pero si los míos caen yo caeré con ellos.

Arvardan sintió que le invadía el triunfo. Cuando la llevase a Sirio podrían decir que era una terrestre, pero Pola era su igual y para Arvardan sería un inmenso placer hacer tragarse los dientes a quien...

Y de repente recordó que no había muchas probabilidades de que pudiera llevarla a Sirio..., de hecho, había muy pocas probabilidades de que llevase a nadie a Sirio. Lo más probable era que Sirio no tardara en dejar de existir, y Arvardan descubrió que necesitaba escapar de aquella idea.

—¡Eh, usted! —gritó buscando refugio en algo que le permitiera olvidarla—. ¡Schwartz!

Schwartz alzó la cabeza por un momento y le contempló, pero siguió callado.

—¿Quién es usted? —preguntó Arvardan—. ¿Cómo se ha visto metido en todo esto? ¿Qué papel desempeña en este asunto?

En cuanto oyó la pregunta Schwartz comprendió de repente la terrible injusticia que había en todo aquello. Recordó la inocencia de su pasado, y percibió el infinito horror del presente.

—¿Que cómo me he metido en esto? —exclamó con voz enfurecida—. Oiga, hubo un tiempo en el que yo no era nadie... Era un hombre honrado, un sastre que se ganaba la vida trabajando con sus manos. Nunca hice daño a nadie..., cuidaba de mi familia y no molestaba a nadie. Y entonces, sin ningún motivo..., sin ningún motivo..., me encontré aquí...

—¿En Chica? —preguntó Arvardan, que no había entendido muy bien la explicación.

—¡No, no estoy hablando de Chica! —gritó Schwartz con creciente desesperación—. Me encontré en este mundo sin pies ni cabeza... Oh, ¿qué importa que me crean o no? Mi mundo pertenece al pasado. En mi mundo había espacio libre y comida, y miles de millones de seres humanos, y era el único planeta habitado...

Aquel chorro de palabras dejó mudo a Arvardan.

—¿Entiende lo que ha dicho? —preguntó volviéndose hacia Shekt.

—¿Sabe que tiene un apéndice vermiforme de siete centímetros de longitud? —murmuró Shekt, maravillado—. ¿Te acuerdas, Pola? Y las muelas del juicio y el pelo en la cara...

—¡Sí, sí! —gritó Schwartz con voz desafiante—. ¡Y ojalá tuviera una cola para poder enseñársela! Vengo del pasado, y he viajado a través del tiempo; pero no sé ni cómo ni por qué. Ahora déjenme en paz —añadió—. Pronto vendrán a buscarnos. Esta espera tiene como objetivo ablandarnos.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Arvardan—. ¿Quién se lo ha dicho? Schwartz no contestó.

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