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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (5 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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No sé yo cómo se trasladan tropecientos mil hombres disimuladamente, pero Napoleón lo hizo.

Los emperadores de Rusia y Austria unieron sus fuerzas para repeler el ataque francés, pero, ¡error!, se fiaron de las apariencias. Napoleón dividió sus tropas planteando pequeñas batallas y fingiendo luego que huían a lo loco; hizo creer al enemigo que había menos soldados de los que había, y, como parte del plan, hasta pidió negociar la paz como si estuviera asfixiado.

Los emperadores ruso y austriaco picaron y se lanzaron. A por ellos, que son pocos y cobardes. Esto es pan comido. A primeras horas de la mañana de aquel 2 de diciembre había una tremenda bronca montada en los campos de Austerlitz y, cuando levantó la niebla, allí había muchos más soldados franceses de los que el enemigo esperaba.

A las cinco de la tarde Napoleón ya se había merendado a los austro-rusos. Y no se lo pierdan, el Bonaparte, encima, fue y se casó con la hija del derrotado emperador austriaco. Qué hombre este…

La tragedia de la carretera Málaga-Almería

Mal tema el que remata este capítulo, pero los miles que cayeron y los supervivientes que aún lo recuerdan merecen la mención.

El 10 de febrero de 1937 la carretera de Málaga a Almería estaba sembrada de cadáveres. No es una frase hecha. Estaba, literalmente, sembrada de miles de muertos a los que solo se les pudo contar a ojo. Cuatro mil… cinco mil… seis mil… Fueron abatidos a cañonazos desde el mar por barcos de Franco y Mussolini y a bombazos desde el aire. Ocurrió hace setenta y cinco años y ya se sabe que fue la mayor barbarie cometida contra civiles durante la Guerra Civil española.

Caminando por la única carretera que unía Málaga con Almería y que discurre sobre un acantilado, cerrada a su izquierda por la montaña y a la derecha por el mar, caminaban cerca de ciento cincuenta mil personas. Era población civil, sobre todo hombres mayores, mujeres y niños que huían de la lucha que mantenían los golpistas por tomar Málaga contra los republicanos que la defendían.

Cuando apenas llevaban dos días andando, el día 9 de febrero, de repente, aparecieron barcos en el mar y aviones en el cielo. Y empezaron a disparar a todos los encajonados en aquella carretera. ¿Por qué barrieron a bombazos el camino? Se veía que eran en su mayoría niños agarrados a sus madres, ancianos cargados de bultos… No eran tropas republicanas ni hombres armados. Eran familias rotas.

Republicanos y golpistas estaban demasiado preocupados por informar de la guerra en la ciudad y nadie echó cuentas a los miles de civiles desparramados en la carretera de Málaga a Almería. Aquel episodio quedó en el olvido salvo para quienes lo vivieron. Y si algo quedó documentado fue gracias a un médico canadiense, un voluntario de la Cruz Roja, que llegó el 10 de febrero con tres ayudantes hasta aquel sembrado de cadáveres. Se quedó sin habla y lo relató en un libro que solo se pudo leer fuera de España.

No se entiende cómo se llevaron la fama bombardeos como los de Gernika, los de Madrid o Barcelona, si no alcanzaron ni de lejos las víctimas de aquel camino en febrero del 1937.

Hagan hueco en la memoria y suban al primer puesto del ranking a aquellos miles y miles de muertos de la carretera de Málaga a Almería.

Ajetreos urbanos
Empire State, el techo de Nueva York

El techo de Nueva York es el Empire State, el más famoso y peliculero rascacielos de la ciudad porque por algo se subió a él un gorila, King Kong. Sigue siendo el emblema neoyorkino para reflejar grandes acontecimientos, como cuando tuvieron el detalle de iluminarlo con los colores de la bandera española cuando la selección de fútbol levantó la Copa del Mundo en Sudáfrica. Y fue el 17 de marzo de 1930, San Patricio, cuando tres mil trabajadores pusieron manos a la obra para levantar a todo trapo el edificio más alto del mundo: ciento dos plantas.

El Empire State lo hicieron a conciencia; una mole de acero y hormigón que aguantó impasible cuando en 1945 un bombardero del ejército se estrelló contra el piso 79 por culpa de la niebla. Murieron catorce personas, y hasta se registró un récord en el libro Guinness, porque un ascensor cayó en picado setenta y cinco pisos con el ascensorista dentro y el hombre sobrevivió. Pero, salvo el agujero que el bombardero hizo en el Empire State, al edificio no se le movió una pestaña más.

Bien es cierto que con alguno de los planes iniciales del rascacielos se les fue un poco la cabeza, porque pretendieron que la planta 102 fuera una plataforma para el aterrizaje de dirigibles. Hombre… teniendo en cuenta el vientecillo que puede llegar a soplar por allí arriba y que el Empire tiene cierto movimiento debido a su altura, pues no hubo forma de amarrar ningún dirigible sin correr el riesgo de perder algún pasajero en la maniobra.

Pero hay que ver lo que son las cosas: el Empire State mantuvo su récord de altura en Nueva York durante cuarenta y un años, hasta que las descomunales Torres Gemelas lo dejaron pequeño. Desde entonces aguantó digno su segundo puesto en el ranking hasta —cómo olvidarlo— aquel fatídico 11 de septiembre de 2001, cuando volvió a dominar el techo de Nueva York. Aunque está previsto que el récord le vuelva a ser arrebatado cuando se inaugure en 2013 el rascacielos que sustituirá a las Gemelas.

Pero mientras siga siendo el primero en altura, hay que aprovechar para verlo siempre y cuando Nueva York pille de paso: 20 dólares si se quiere ir a la famosa terraza de la planta 86. Si apetece subir a la 102, 36 pavos. Y para quien además quiera que le traten de usted, por 55 dólares se asegura un trato preferente.

Cáceres, una ciudad por carambola

Hace la tira de años, durante el Antiguo Régimen, eran muy importantes las diferencias entre aldea, villa y ciudad. Ahora ya no; ahora todos somos municipios y santas pascuas. Los títulos de «la muy Noble y muy Leal Villa» de tal y tal son meramente honoríficos. Pero el 9 de febrero de 1882, por una carambola que no deja de tener su gracia, Cáceres pasó de ser villa a ser ciudad. La culpa fue de un lapsus linguae del rey Alfonso XII durante un brindis, un error al que se agarró el entonces alcalde de Cáceres para decirle al rey: «¡Te pillé!».

El Real Decreto que entró en vigor aquel 9 de febrero ascendiendo a Cáceres a categoría de ciudad daba respuesta a lo que había ocurrido meses antes. Andaba Alfonso XII por la villa extremeña para inaugurar la línea de ferrocarril Cáceres-Lisboa junto con el rey de Portugal Luis I, cuando, delante de todas las autoridades, llegó la hora del brindis durante un banquete en la Diputación Provincial. Alfonso XII alzó su copa y dijo: «Brindo por la ciudad de Cáceres». E inmediatamente después se levantó el alcalde y respondió al brindis diciendo: «En nombre de la hasta ahora villa de Cáceres agradezco a Su Majestad profundamente el honroso título de ciudad que acabáis de otorgarle». No me digan que no estuvo listo el alcalde.

Como un rey nunca se equivoca, ni siquiera cuando mete la pata, para que el error dejara de serlo se otorgó a Cáceres el título de ciudad mediante Real Decreto. Ahora la Constitución española no tiene en cuenta añejas diferencias de pueblos, lugares, villas o ciudades, porque el Estado se organiza solo en municipios, provincias y comunidades autónomas con independencia para gestionarlas.

Pero lo cierto es que desde entonces Cáceres cogió carrerilla y no ha parado. Fue declarada Monumento Nacional en el año 1949, Tercer Conjunto Monumental de Europa en el 68, Patrimonio de la Humanidad en el 1986 y con aspiraciones, que finalmente se frustraron, a Ciudad Europea de la Cultura en 2016. No es que el cambio de título de Cáceres sirviera para mucho, pero siempre es gracioso pillar a un rey en un renuncio, quizás porque en aquel brindis ya llevaba una copita de más.

Arde Chicago

¿Puede una vaca ser la causante de trescientos muertos, de la destrucción de diecisiete mil edificios y de que cien mil personas queden sin hogar? Pues eso dicen, que una vaca dio una patada a una lámpara de petróleo, provocó que ardiera su establo y así se iniciara el 8 de octubre de 1871 el gran incendio de Chicago. Vaca tan destructora pasó a la historia de los grandes sucesos, y su propietaria, la señora O’Leary, pasó por un infierno al ser señalada por todos como la responsable de haber dejado la lámpara al lado de la vaca. Pero en toda esta introducción, solo hay un dato cierto: que Chicago ardió. Ni la vaca ni su dueña tuvieron la culpa.

Cierto que en la zona en donde se inició el fuego estaba el establo de la señora O’Leary, y que Chicago, una gran urbe construida totalmente de madera, fue la chimenea perfecta. Hasta las calles del centro estaban cubiertas de madera para facilitar el tránsito; por eso la ciudad estuvo ardiendo tres días con sus tres noches. Pero fue un periodista del Chicago Tribune el que días después, para añadir más emoción a su crónica, señaló a la vaca como causante del desastre.

Tuvieron que pasar veinte años para que este periodista de pacotilla admitiera que la historia era falsa, y que la condición de la propietaria de la vaca —mujer, irlandesa, católica e inmigrante— hacía de ella la culpable idónea. En realidad nunca se confirmó cómo ni quién originó el incendio.

El triste sambenito que le colgaron a la señora O’Leary llegó incluso a la música, y ahí tienen a Rita Hayworth cantando «Put the blame on Mame» en su famoso papel de Gilda, aunque no cantaba ella, pues fue doblada por Anita Ellis. «Échale la culpa a Mame», título traducido de la canción, personaliza en una mujer llamada Mame las grandes catástrofes de la historia estadounidense: el incendio de Chicago, el terremoto de San Francisco y la gran nevada que arrasó Nueva York. Mame y la señora O’Leary eran las víctimas perfectas a quienes señalar cuando se necesita un culpable.

Pero el caso es que Chicago quedó para el arrastre, y, lo que son las cosas, con su reconstrucción nació el primer rascacielos del mundo. Solo tenía diez plantas, pero por algo se empieza.

Estropicio en la mezquita de Córdoba

Allá va una pésima noticia. El 7 de septiembre del año 1523 comenzó el derribo de gran parte de la mezquita de Córdoba. Y dirá alguien: «Quién fue el borrico al que se le ocurrió semejante tropelía». Pues no fue uno, sino dos los borricos. Uno el que lo propuso y otro el que lo permitió. Al obispo de Córdoba Alonso Manrique se le ocurrió la idea para hacer una catedral dentro de la mezquita, y el emperador Carlos V dio su permiso. Eso sí, cuando el rey vio la que liaron, casi mata al obispo. Se libró porque se había muerto antes.

Qué decir de la maravilla que es la mezquita de Córdoba. Pues no hace falta mucho esfuerzo para imaginar lo que era antes de que destrozaran la inmensa sala de oración para hacer la catedral en todo el medio. Cierto que el musulmán también se cargó la basílica visigótica de San Vicente para hacer su mezquita, pero ya que el mal estaba hecho, ¿para qué desgraciar la maravilla puesta en su lugar?

Desde que Córdoba, la gran sultana, recayera en manos cristianas, ya se sabía que no iban a dejar la mezquita quieta, porque era un símbolo pagano, el gran templo de al-Ándalus, y había que reconvertirlo. Sin embargo, era de tal belleza que, la verdad, todos tuvieron cierto cuidado en no estropearla demasiado. Se apañaron unas capillas aquí y allí, se adornaron algunas puertas… pero nadie destruyó nada. Hasta que llegó el obispo de turno y decidió que el mejor sitio para colocar la catedral de Córdoba no era ni a un ladito ni un poco más allá… ni siquiera en el patio de los naranjos. No. Tenía que ser en todo el centro de la mezquita. Con una gran capilla mayor, crucero, nave del coro y todos los avíos catedralicios.

Y con las mismas, el obispo pidió el permiso oportuno a Carlos V. Como al emperador se le nublaba el sentido cuando le proponían construir iglesias, dijo que sí sin pedir más información. Cuando tres años después Carlos V comprobó el estropicio, se subía por las paredes, porque nadie le había explicado exactamente lo que se pretendía hacer y dónde pretendían hacerlo.

Fue entonces cuando soltó su célebre frase: «Habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes». Y así era. Catedrales había para dar y tomar, pero la mezquita de Córdoba era una joya arquitectónica irrepetible e inigualable que acabó siendo ni chicha ni limoná.

Burgos se queda sin cimborrio

Visitar Burgos obliga, sin más remedio, a entrar en la catedral. Una joya del gótico. Y conviene llegar hasta el centro del templo, donde se cruzan las dos naves, y mirar hacia arriba para ver la impresionante bóveda del cimborrio. Majestuosa, monísima… pero, lástima, no es la original. El cimborrio original que tuvo la catedral de Burgos se les vino abajo el día 4 de marzo de 1539, solo un siglo después de haberlo construido. La catedral quedó hecha unos zorros porque el derrumbe arrastró varias bóvedas, y si hay que buscar un culpable ese es un arquitecto alemán que, a pesar de la pifia, sigue apareciendo en todas las enciclopedias como uno de los grandes maestros. ¡Pero si se les hundió la obra…!

Hay que poner nombre al culpable. Se llamó Juan de Colonia, un arquitecto germano al que se rifaban por Europa para hacer catedrales. Un obispo burgalés, a la vuelta del Concilio de Basilea, convenció al constructor para que se fuera con él a Burgos porque la catedral estaba bien, pero era un poco sosa. Las torres eran mochas, como las de Notre Dame, y la fachada no tenía mucha gracia. Le pidió que le hiciera campanarios picudos y que diera unos cuantos toques para dejarla más coqueta.

La moda del momento era el gótico flamígero; o sea, barroco no, sino más allá del barroco. Mucho adorno, mucha decoración, muchas agujas… Y al arquitecto Juan de Colonia se le fue la cabeza recargando de más el cimborrio. Lo llenó de esculturas y de pirámides picudas por el exterior, pero sin tener en cuenta —vaya birria de arquitecto— que los pilares originales de la catedral no estaban preparados para aguantar tanto peso.

Al principio, todos tan contentos, porque la obra quedó de lujo y Burgos pasó a tener una catedral acorde con la última moda europea. Juan de Colonia consiguió más trabajos y tanto se enredó en la provincia que acabó casándose con una burgalesa y muriéndose en la ciudad. Dado el prestigio del maestro, su tumba no podía estar en otro sitio que no fuera dentro de la catedral, es decir, que debió de oír el estruendo que acarreó el derrumbe de su floreado cimborrio y alguna que otra maldición de los que le pagaron una millonada por la obra. Arreglar el desaguisado costó una millonada mayor.

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