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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (43 page)

BOOK: Post Mortem
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Tenía los brazos y las piernas bajo los cobertores. No podía agitarme ni moverme ni intentar agarrar nada. Si arrojara la lámpara al suelo, la habitación quedaría a oscuras. Yo no podría ver nada. Y él tenía un cuchillo.

Quería disuadirle de su intento. Si pudiera hablar y discutir con él...

Los rostros congestionados, los cordones que se habían hundido en sus cuellos.

Veinte centímetros, no más. Era la distancia más larga que jamás hubiera conocido.

Él no sabía nada del revólver.

Estaba nervioso y parecía alterado. Tenía el cuello congestionado, chorreaba sudor y respiraba afanosamente.

No miraba la almohada. Miraba todo lo que había a su alrededor, pero no la almohada.

—Como te muevas... —dijo, rozándome la garganta con la afilada punta del cuchillo.

Yo mantenía los ojos clavados en él.

—Te lo vas a pasar muy bien, perra —su gélida y ronca voz parecía directamente salida del infierno—. He guardado lo mejor para el final —la media se hinchaba y se deshinchaba—. Tú quieres saber cómo lo he hecho. Pues ahora te lo voy a enseñar muy despacito.

La voz. Me sonaba.

Mi mano derecha. ¿Dónde estaba el arma? ¿Más hacia la derecha o hacia la izquierda? ¿Estaba directamente en el centro bajo la almohada? No me acordaba. ¡No podía pensar! El necesitaba unos cordones. No podía cortar los de la lámpara porque entonces la habitación se quedaría a oscuras. La lámpara de la mesita era la única luz encendida. El interruptor de la lámpara del techo estaba junto a la puerta y él contemplaba el vacío rectángulo oscuro. Desplacé la mano derecha un par de centímetros.

Los ojos se clavaron en mí y se desviaron rápidamente hacia los cortinajes. Mi mano derecha descansaba bajo las sábanas sobre mi pecho casi a la altura del hombro derecho.

Noté que se elevaba el borde del colchón cuando él se levantó de la cama. Las manchas de sudor bajo sus sobacos eran cada vez más extensas. Estaba empapado de sudor.

Contempló con expresión dubitativa el interruptor de la luz situado al lado de la puerta y los cortinajes del otro extremo del dormitorio.

Todo ocurrió con extremada rapidez. La dura y fría forma me rozó la mano y mis dedos la asieron. Me levanté de un salto de la cama y me agaché al suelo arrastrando los cobertores. Amartillé el arma y me incorporé con una sábana envuelta alrededor de las caderas, todo ello en un solo movimiento.

No recuerdo lo que hice. No recuerdo nada. Fue un gesto instintivo, como si lo hiciera otra persona. Mi dedo se curvó alrededor del gatillo, pero me temblaban tanto las manos que el revólver subía y bajaba delante de mí.

No recuerdo cómo me quité la mordaza. Sólo podía oír mi voz.

—¡Hijo de puta! —le grité—. ¡Hijo de la grandísima puta!

El arma subía y bajaba mientras yo gritaba aterrorizada y mi cólera estallaba en palabrotas que parecían proceder de otra persona. Le estaba ordenando a gritos que se quitara la máscara.

Él se quedó petrificado al otro lado de la cama. Empecé a darme cuenta poco a poco de las cosas casi con distante indiferencia. Vi que el cuchillo que sostenía en su mano enguantada no era más que una navaja.

Sus ojos contemplaban fijamente el revólver.

—¡Quítate la máscara!

Su brazo se movió muy despacio y la blanca vaina cayó flotando hacia el suelo...

Entonces él dio media vuelta...

Lancé un grito mientras las explosiones estallaban por todas partes, escupiendo fuego y rompiendo cristales con tal rapidez que yo no supe lo que estaba ocurriendo.

Era una locura. Los objetos volaban por el aire, el cuchillo le resbaló de la mano mientras él se golpeaba contra la mesita de noche arrastrando la lámpara en su caída mientras una voz decía algo. La habitación se quedó a oscuras.

Oí unos arañazos en la pared junto a la puerta...

—¿Dónde está la maldita luz de esta condenada habitación...?

Lo hubiera hecho. Sé que lo hubiera hecho.

Jamás en mi vida había deseado algo con tanta vehemencia como en aquellos momentos estaba deseando apretar el gatillo.

Quería abrirle en el corazón un boquete del tamaño de la Luna.

Lo habíamos repasado por lo menos cinco veces. Marino se empeñaba en discutir. No creía que hubiera ocurrido de aquella manera.

—Mire, en cuanto le vi saltar por la ventana, le seguí, doctora. No pudo permanecer en su habitación más de treinta segundos antes de que yo llegara. Y usted no tenía ningún arma. Usted quiso cogerla y saltó de la cama cuando yo irrumpí en la habitación y le pegué unos disparos que le hicieron salir de golpe de sus zapatillas de
jogging
del número cuarenta y dos.

Estábamos sentados en mi despacho del departamento el lunes por la mañana. Apenas recordaba los acontecimientos de los días anteriores. Tenía la sensación de haber estado bajo el agua o en otro planeta.

Por mucho que se empeñara Marino en decir lo contrario, yo creía que estaba apuntando con mi revólver al asesino cuando Marino apareció repentinamente en la puerta de mi dormitorio y, empuñando su 357, alojó cuatro balas en la mitad superior del cuerpo del asesino. Yo no me molesté en tomarle el pulso. No hice ningún esfuerzo por detener la hemorragia. Permanecí sentada sobre la arrugada sábana del suelo con el revólver sobre el regazo. Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas y, de pronto, recordé un detalle.

El revólver del 38 no estaba cargado.

Estaba tan trastornada y distraída cuando subí al piso de arriba para acostarme que había olvidado cargarlo. Los cartuchos se encontraban todavía en su caja bajo un montón de jerséis en el interior de uno de los cajones de la cómoda donde a Lucy jamás se le hubiera ocurrido mirar.

Estaba muerto.

—Ni siquiera se había quitado la máscara —añadió Marino—. La memoria juega malas pasadas, ¿sabe? Yo mismo le arranqué la maldita media de la cara en cuanto llegaron Snead y Riggy. Para entonces ya estaba muerto.

No era más que un chiquillo.

No era más que un chiquillo de pálido rostro y ensortijado cabello rubio oscuro. Su bigote era una simple pelusilla.

Jamás podría olvidar aquellos ojos. Eran unas ventanas a través de las cuales no se podía vislumbrar su alma. Unas ventanas abiertas a la oscuridad como aquellas a las que él se encaramaba para asesinar a las mujeres cuyas voces había oído por teléfono.

—Me pareció oírle decir algo —musitó Marino—. Me pareció oírle decir algo mientras se desplomaba. Pero no lo recuerdo.

—¿De veras? —pregunté en tono vacilante.

—Pues sí. Dijo una cosa.

—¿Qué? —pregunté, tomando con temblorosa mano el cigarrillo que había dejado en el cenicero.

Marino esbozó una leve sonrisa.

—Las mismas últimas palabras grabadas en las cajas negras de los aviones que se estrellan. Las mismas últimas palabras de muchos miserables hijos de puta. Dijo: «¡Oh, mierda!».

Una bala le cortó la aorta. Otra le arrancó el ventrículo izquierdo. Otra le atravesó un pulmón y se alojó en su columna vertebral. La cuarta traspasó tejido blando y no le alcanzó ningún órgano vital, saliendo por el otro lado y rompiendo los cristales de mi ventana.

No le hice la autopsia. Uno de los jefes adjuntos del norte de Virginia dejó el informe sobre mi escritorio. No recuerdo haberle pedido que se la hiciera él, pero debí de pedírselo, con toda seguridad.

No había leído los periódicos. No hubiera podido resistirlo. Los titulares del periódico de la tarde habían sido más que suficiente. Los vi fugazmente mientras arrojaba el periódico al cubo de la basura segundos después de que el repartidor lo hubiera dejado en el porche de mi casa:

EL ESTRANGULADOR MUERTO

POR UN INVESTIGADOR DE LA POLICÍA

EN EL DORMITORIO DE LA JEFA

DEL DEPARTAMENTO DE MEDICINA LEGAL

Muy bonito. ¿Y ahora quién pensará la gente que estaba en mi dormitorio a las dos de la madrugada, el asesino o Marino?, me pregunté.

Muy bonito.

El psicópata abatido por los disparos de Marino era un oficial de comunicaciones contratado el año anterior. Los oficiales de comunicaciones en Richmond no son en realidad policías, sino civiles. Trabajaba en el turno de seis de la tarde a doce de la noche y se llamaba Roy McCorkle. A veces atendía las llamadas al 911 y, a veces, trabajaba al otro lado del tabique de cristal, transmitiendo las notificaciones a los agentes de la calle. Por eso Marino había reconocido su voz en la cinta de las grabaciones del 911 que yo le había pasado por teléfono. Marino no me dijo que había reconocido la voz.

McCorkle no estaba de servicio el viernes por la noche. Llamó para decir que estaba indispuesto. No había vuelto al trabajo desde la publicación del reportaje de Abby en la primera plana del periódico del jueves. Sus compañeros no tenían una opinión demasiado definida de él, simplemente pensaban que su manera de atender las llamadas telefónicas y sus chistes resultaban divertidos. Solían gastarle bromas por sus frecuentes visitas al lavabo de caballeros, a veces hasta doce en un solo turno. Allí se lavaba las manos, el rostro y el cuello. Un compañero entró una vez y le sorprendió bañándose prácticamente con una esponja.

En el lavabo de la sala de comunicaciones había un dispensador de jabón Borawash.

Era un tipo «normal» a quien sus compañeros no conocían muy bien. Suponían que fuera del trabajo se veía con «una rubia muy guapa» llamada «Christie». La tal Christie no existía. Las únicas mujeres con quienes se veía fuera del trabajo eran aquellas a las que asesinaba. Ninguno de sus compañeros podía creer que fuera el estrangulador.

Sospechábamos que podía ser el autor del asesinato de tres mujeres en el área de Boston años atrás. Entonces era camionero. Uno de sus destinos era Boston, adonde transportaba pollos para una fábrica de alimentos en conserva. Pero no estábamos seguros. Quizá nunca llegáramos a saber a cuántas mujeres había asesinado a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.

Podían ser docenas. Probablemente había empezado como simple mirón y después se había convertido en violador. No tenía antecedentes policiales. La única sanción que había recibido era una multa por exceso de velocidad.

Sólo tenía veintisiete años.

Según su currículo, había desempeñado varios oficios: camionero, empleado de una fábrica de cemento en Cleveland, cartero y repartidor de una floristería de Filadelfia.

Marino no pudo localizarle el viernes por la noche, pero tampoco se molestó demasiado en buscarle. Llevaba desde las once y media montando guardia en mi casa detrás de unos arbustos. Se había puesto un mono azul oscuro de la policía para confundirse con la oscuridad de la noche. Cuando encendió la lámpara del techo de mi dormitorio y le vi allí con el mono azul y un arma en la mano no supe por un aterrador instante quién era el asesino y quién el policía.

—Mire —me dijo—, yo pensaba en lo que le había ocurrido a Abby Turnbull y temía que el tipo hubiera querido cargársela a ella y hubiera acabado matando a su hermana por equivocación. Eso me preocupaba. Me pregunté a qué otra mujer de la ciudad estaría acechando —añadió, mirándome con expresión pensativa.

La noche en que Abby se dio cuenta de que la seguían y llamó al 911, fue McCorkle quien atendió su llamada. Así averiguó dónde vivía. A lo mejor, ya tenía intención de matarla o, a lo mejor, no se le ocurrió la idea hasta que escuchó y comprendió quién era. Jamás podríamos saberlo.

Sólo sabíamos que las cinco mujeres habían llamado a la policía en el pasado. Patty Lewis lo hizo menos de dos semanas antes de que la asesinaran. Llamó a las 8.23 de la tarde de un jueves tras una fuerte tormenta para comunicar que un semáforo situado a un kilómetro de su casa se había averiado. Era una buena ciudadana. Quería evitar un accidente. No quería que nadie sufriera daños.

Cecile Tyler había marcado un nueve en lugar de un cuatro. Un número equivocado.

Yo jamás había marcado el 911.

No hacía falta.

Mi nombre y dirección figuraban en la guía telefónica porque a veces los forenses tenían que ponerse en contacto conmigo después del horario de trabajo. En las últimas semanas me había visto obligada a buscar muy a menudo a Marino y había hablado varias veces con los oficiales de comunicaciones. Puede que uno de ellos hubiera sido McCorkle. Jamás lo sabría. Y no creo que me interesara saberlo.

—Su imagen ha aparecido en la prensa y en la televisión —añadió Marino—. Usted ha trabajado en todos los casos y seguramente el tipo se preguntaba cuántas cosas sabía sobre él. Yo estaba un poco preocupado, la verdad. Cuando se publicó toda esta mierda sobre el trastorno metabólico y se dijo que el departamento de Medicina Legal había averiguado algo sobre él, pensé: «Ahora la cosa se pone fea, ahora el asunto está adquiriendo un cariz personal. Es posible que la arrogante doctora haya insultado su inteligencia y su virilidad».

Las llamadas telefónicas que yo recibía a altas horas de la noche...

—Eso le va a enfurecer. No le gusta que ninguna mujer lo trate como si fuera un estúpido. Pensará: «La muy bruja se cree muy lista, más lista que yo. Pues se va a enterar. Yo le arreglaré las cuentas».

Yo llevaba un jersey bajo la bata de laboratorio y ambas prendas estaban abrochadas hasta el cuello, pero, aun así, no lograba entrar en calor. Me había pasado las dos últimas noches durmiendo en la habitación de Lucy. Iba a cambiar la decoración de mi dormitorio. Incluso quería vender la casa.

—Por consiguiente, me imagino que el gran reportaje periodístico del otro día le debió de atacar: los nervios. Benton dijo que era una bendición y que, a lo mejor, cometería una imprudencia o algo así. Pero yo me enfadé, ¿lo recuerda?

Asentí levemente con la cabeza.

—¿Quiere saber el verdadero motivo por el cual me enfadé tanto?

Me limité a mirarle en silencio. Parecía un niño. Estaba orgulloso de su actuación y esperaba que yo lo elogiara y me entusiasmara por el hecho de que hubiera disparado contra un hombre a bocajarro y lo hubiera abatido en mi dormitorio. El tipo sólo tenía una navaja. Nada más. ¿Qué iba a hacer, arrojársela?

—Bueno, pues, yo se lo diré. En primer lugar, yo había recibido una pequeña información confidencial.

—¿Una información confidencial? —clavé los ojos en él—. ¿Qué información?

—El Chico de Oro, Boltz —contestó Marino, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo con indiferencia—. Tuvo la amabilidad de decirme una cosa antes de largarse de la ciudad. Me dijo que estaba preocupado por usted...

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